No podía comprobar la hora porque me habían despojado de mi teléfono móvil. Tampoco encontré el mechero, aunque es posible que éste se me cayera del bolsillo en algún momento. Me había acostumbrado a la semioscuridad, pero no tanto como para ver con una mínima claridad la esfera del reloj; con todo, se me ocurrió echarme al suelo, junto a la rendija de luz que entraba por debajo de la puerta y ahí sí pude comprobar que eran las doce y deduje por la luz del ojo de buey que del mediodía. Luego me puse en pie, buscando la cerradura. Era de llave y sin picaporte de modo que no había manera de forzarla. La única posibilidad era extraer los tornillos que sujetaban la placa, pero no tenía con qué. La pequeña navaja que siempre llevaba conmigo también había desaparecido. Después de una serie de patadas desesperadas pude comprobar que la puerta era de madera maciza y resistía perfectamente. Desalentado y perplejo a la vez, me senté en el suelo a esperar, recostado de nuevo en la desvencijada cama turca.

También me extrañaba el silencio, que era absoluto. ¿Quién diablos me habría encerrado allí y por qué? Repasé toda mi actividad durante el día anterior, en busca de algún indicio que me permitiera sospechar la razón de mi encierro. A todo esto, el mal olor había ido creciendo y me preguntaba de dónde saldría: tenía que haber algún hueco por alguna parte, pero era incapaz de descubrirlo. Me pregunté también si esta situación no estaría relacionada con mi seguimiento a Francisco Llorente aunque no acertaba a saber cómo podía ser. De mi estancia en S… sólo tenía noticia el tal Tinín y de mi propósito sólo el inspector Alameda y, de rebote, el colega que nos presentó, que era de fiar. Volví a recordar al tipo mal encarado que acompañaba a Tinín; ¿serían esos dos los causantes del estropicio? ¿O quizá el mirón que me no me quitaba ojo en el Riojano? Me volvió a la memoria la mano de hostias que me dieron el otro día camino de mi hotel. Además tenía hambre, señal de que no había comido nada desde que me trajeran aquí, que debió de ser la noche anterior, en los aledaños del mesón, porque no conseguía recordar nada más allá de ese momento.

De pronto me di cuenta de que el mal olor debía de tenerlo debajo de mí, es decir, bajo la cama turca. Con cierto recelo me aparté de ella y me disponía a echar un vistazo, si es que se podía ver algo, cuando escuché unos pasos tenues que parecían provenir del otro lado de la puerta. Agucé el oído y me convencí de que los pasos se acercaban. Por un momento dudé si pedir auxilio, pues tampoco sabía si en realidad no me habrían abandonado en aquel cuchitril y se habrían largado, quienes fueran los que me secuestraron, pero la experiencia me aconsejó esperar a ver si se dirigían a la puerta tras la que me encontraba o pasaban de largo. Siempre tendría tiempo de gritar si era esto último. Entonces los pasos se detuvieron ante el umbral de la puerta y se produjo un silencio, como si el sujeto estuviera escuchando. Yo me trasladé sigilosamente a un lado de la puerta, al de los goznes, de manera que ésta me ocultase momentáneamente a la vista del que quisiera entrar, y esperé. Al poco pude oír el ruido de la llave en la cerradura, la puerta empezó a abrirse y un haz de luz procedente de una linterna iluminó una parte de la habitación. Yo no dudé, tiré de la puerta de golpe, atrapé la mano que sostenía la linterna y di tal tirón que estampé al tipo todo lo alto que era contra la pared que tenía a mis espaldas al mismo tiempo que un ruido de objetos metálicos resonaba por la habitación. Sin darle tiempo a reaccionar, lo agarré por el cuello y le estrellé la cabeza contra la pared una, dos, tres veces, hasta dejarlo inconsciente mientras la linterna seguía rodando por el suelo; trazando destellos caprichosos contra el suelo y las paredes. Mi siguiente paso fue llegarme a la puerta para evitar que se cerrase. En el suelo aparecían desparramados un plato, una bandeja y alimentos. La puerta daba a un pasillo al que entraba la luz por unas ventanas altas y estrechas que se extendían todo a lo largo de él. Me detuve indeciso, sin saber hacia dónde correr. El silencio era casi absoluto, solamente escuchaba sonidos que parecían rebotes aislados de otros sonidos contra las paredes y ventanas, como si fueran simples muestras de vida y tiempo en medio de aquel abandono. También alcancé a percibir un olor a mar mezclado con óxido, una herrumbre quizá. Y después de unos instantes de vacilación tras los primeros pasos en libertad, lo único que se me ocurrió fue dirigirme hacia la parte de la que me había ido llegando el sonido de los pasos cuando estaba encerrado.

Entonces, antes de echar a correr, vi la llave puesta por fuera en la puerta y decidí cerrarla y dejar al tipo dentro. También pensé que si se encontraba seriamente herido, y bien podría ser así tras los golpes contra la pared que yo le había propinado en la cabeza, a lo peor lo estaba dejando morir. De mi calabozo no venía ruido alguno. En todo caso, nada estaba más lejos de mi ánimo que cargar con una muerte sobre mis espaldas, así que dejé la puerta entreabierta y me alejé a paso vivo, sin saber qué podría encontrarme al llegar al fondo del pasillo, pero dispuesto a enfrentar lo que se presentase.

Una vez que escapara del lugar donde me encontraba pensaría en llamar a la policía, pero ahora necesitaba no sólo salir cuanto antes sino, además, descubrir dónde me encontraba. Era un edificio que parecía un almacén abandonado. ¿Acaso mi guardián estaba solo? Mientras avanzaba, ahora con gran cuidado, había empezado a masticar el pan de un bocadillo que recogí del suelo cuando ya me iba y de pronto mi situación me pareció ridícula: huía comiendo.

Pocas veces el peligro me ha parecido más risible, pero no podía dejar de comer. A medida que seguía avanzando por aquel largo pasillo punteado de vanos de puertas lo hacía con mayor sigilo, convencido de que así me acercaba al punto de donde provenía mi carcelero y donde, probablemente, habría alguien más esperando su regreso. Entonces descubrí un portón entreabierto a mi izquierda, casi al final del pasillo. Éste doblaba luego a la derecha y resultaba imposible descubrir qué había más allá. Me detuve a escuchar con tanta atención que me dolieron los oídos. Al no escuchar nada, asomé la cabeza al otro lado con precaución: era otro pasillo, tan desnudo como aquel del que procedía. Volví la vista al portón y en dos pasos me planté junto a él, me deslicé a través de la abertura y salí al exterior. El sol me cegó. Estaba en algún lugar de la zona portuaria, irreconocible. Quizá fueran unos almacenes dentro del puerto. Sin poder creer en mi suerte, porque el lugar estaba desierto, eché a andar con medida prisa. No se veía a nadie, ni siquiera un operario o algún visitante deambulando por la zona. Poco a poco reconocí un rumor de fondo que identifiqué como el rumor del tráfico rodado. Dejándome llevar por él y aun sin tenerlas todas conmigo, al fin salí a una calzada por donde circulaban los coches. De nuevo una historia como la de San Salvador, pero sin guardaespaldas de por medio. Incorporado a un grupo discreto de personas que aguardaban el autobús, me uní a ellos aún con el alma en vilo. Cerca de la parada del autobús, en espera de que se abriese el semáforo para peatones, había un grupo de tres o cuatro personas que me miraban, como también las dos que aguardaban al autobús y por un instante tuve la sensación de vestir un traje de presidiario. En ese momento me percaté de que durante todo este tiempo había seguido comiendo.