—¡Pero qué humos tiene ese hombre! —protestó el inspector Quintero a la juez cuando estuvo de vuelta.
—Tengo entendido que es un hombre muy pagado de sí mismo y muy bronco, pero también muy bien relacionado —comentó Pelayo Arenas, que asistía al desfogue del inspector ante la juez en el despacho de ésta.
—Quizá sería más justo decir que son los demás los que se ocupan de estar bien relacionados con él —precisó la juez.
—Desde luego se lo tiene creído —dijo Arenas suspirando.
—Y no le falta razón —continuó la juez— porque ya he recibido un aviso para navegantes, inspector, antes de que usted estuviera de vuelta. Parece que le ha molestado su visita.
—Viejo cabrón —murmuró Quintero.
—Pero no le va a valer de nada, por lo menos hasta que me echen de este despacho y de este Juzgado. De momento, procuremos no tirar de los bigotes al gato, pero si hay que ponerle el cascabel, se lo pondremos. Ahora lo que nos interesa es cerrar el círculo de interrogatorios a las familias estupendas.
—Entonces hay que volver a la casa Ares por la señora —dijo el inspector.
—No se apure, Quintero, que de ella me voy a encargar yo. Ya le he dicho que no nos vamos a echar atrás, pero tampoco vamos a dar pie a provocaciones gratuitas y si usted aparece por allí de nuevo esta tarde, lo parecería.
El inspector movió la cabeza refunfuñando, pero aliviado.
—Vamos a ver: usted, Quintero, ocúpese de los Llorente. Por cierto, tengo entendido que Francisco, el presunto violador, se ha ausentado de G…
—Lo han ausentado, para ser exactos —respondió el inspector—, o eso me parece a mí. Le han quitado de en medio mientras escampa.
—Operación olvido —dijo Pelayo.
—Entonces descubra dónde está, inspector, porque podemos necesitarlo en cualquier momento y, sobre todo, porque no me gusta nada que entre unos y otros este asunto se nos esté yendo de las manos por esa especie de conspiradores de manera subrepticia.
—Descuide usted. Pero déjeme además ocuparme del pinta de Gonzalito Ares, que a ése no hay que ir a buscarlo a la casa.
—Muy bien, ocúpese con discreción… y procure retirarse pronto a dormir porque la noche mata.
—Vaya sesión que lleva el pobre —comentó Pelayo, conmiserativo—, el viejo por la mañana, que acojona al más pintado, y ahora, de noche y de farra, al tarambana, como lo llama usted. ¿Qué va a hacer con la madre?
—Cítela, Pelayo, mañana por la mañana.
—El viejo la va a armar.
—Que la arme, ya tengo yo ganas de echármelo a la cara. Pero le diré una cosa: ya verá como lo ignora, a no ser que se lo tome como cosa personal después de la visita de Quintero esta mañana. Me da que a éste lo que le importa es sólo lo que se refiere a él y a la esposa la debe de tener como un bulto en la casa. Por cierto: sabemos de la actividad sexual de Tomás Sánchez-Hevia, sabemos de las correrías de Francisco Llorente y de Gonzalo Ares, pero no sabemos nada del jefe Constantino —Pelayo sonrió al oír el apelativo— y para mí que, si es lo que pretende ser, quizá por ese lado haya información que nos interese.
—No tiene nada que ver con el caso. Y es evidente que será un putero o tendrá una mantenida, o dos… conforme a la tradición.
—Tiene que ver con él mismo, y es suficiente. Yo tengo por costumbre saber todo lo concerniente a los personajes del drama, Pelayo, tanto si son sospechosos como si no; se aprende mucho; y se deduce mucho, también.
—¿Intuiciones? —comentó Pelayo con un deje burlón de complicidad.
—Un respeto, señor secretario.