La casa de los Ares, una construcción al estilo de las casas solariegas de antaño, pero de nueva planta, se alzaba en el barrio más exclusivo de la ciudad, una urbanización situada al nordeste de la misma que quedaba limitada entre la costa y el río Viejo. Doblaba en extensión a todas las casas colindantes y se elevaba sobre una pequeña loma como si fuera un acto de soberbia. El inspector Quintero, al verla así abierta a los vientos de tierra y mar pensó ante todo en lo costoso de su mantenimiento, un capricho altanero. Aparcó en la calle, junto a la acera, y atravesó la zona delantera a pie haciendo crujir la gravilla bajo sus pies. Cuando llegó a la puerta principal, ya había un criado observándole en actitud de espera. Quintero se identificó y preguntó por los señores.

—La señora no se encuentra en casa —informó el criado—. Si no le importa esperar, voy a anunciarle al señor.

El inspector se entretuvo inspeccionando el amplio y recargado vestíbulo. Una vistosa escalera ascendía al piso superior; a ambos lados del recibidor se abría un gran salón que dejaba ver confortables tresillos orientados hacia los ventanales que daban al jardín; la estancia contigua era un comedor de muebles macizos y líneas clásicas con una doble puerta en la pared del fondo que debía de comunicar con la zona de servicio y la cocina. En toda la casa se respiraba un silencio doméstico. Al cabo de unos minutos, el criado reapareció y condujo al inspector a través de un pasillo que se abría por detrás de la escalera hasta la biblioteca, donde lo esperaba el dueño de la casa.

Constantino Ares era un hombre de unos sesenta años de edad, corpulento, de rostro y cuello anchos y cuerpo esbelto, llevaba el pelo peinado hacia atrás dejando ver una frente amplia y despejada; vestía una bata sobre el pijama y tenía un gesto dominante y una actitud decidida, como si se aprestara a marcar los límites de trato a su interlocutor antes de iniciar la conversación. No necesitaba ser arrogante porque estaba claro que le bastaba con la confianza en sí mismo. Saludó al inspector estrechándole la mano con firmeza, le ofreció un café que Quintero rechazó amablemente y le indicó una silla de brazos frente a un gran sillón orejero; sin duda, su trono.

—Usted dirá —habló, lacónico.

—Siento mucho tener que hablar con usted sobre un asunto tan doloroso y por el que le expreso mi más sincero pésame. Como usted sabe, estamos investigando en torno a la muerte de su hija Concepción…

—¿Investigando? —le interrumpió el otro—. ¿Qué hay que investigar?

—Bueno, la verdad es que hay algunos puntos oscuros en el suceso que conviene aclarar.

—No hay nada que aclarar. Mi hija, que era una persona de carácter débil y bastante timorata, se lanzó por el balcón bajo los efectos de una lamentable agresión, muy propia de estos tiempos, por otra parte. Eso es todo.

—Verá usted, señor Ares, la cosa no es tan sencilla. En primer lugar, hay que resolver el asunto de la vio… agresión —rectificó—, pero, además…

—Eso es asunto de ustedes. Yo no tengo la menor idea de quién pueda haber cometido semejante barbaridad. En cuanto al suicidio, es muy lamentable, pero no tiene vuelta de hoja. ¿Para qué me necesitan a mí?

—Bien, usted quizá tuviera alguna noticia de la vida de su hija últimamente.

—¿Yo? ¿Por qué? Pregúntele usted a su marido y no me haga perder el tiempo a mí.

—Ella, su carácter ¿usted cree que… —se sentía perdido— ella era capaz de hacer una cosa así?

—No sé si era capaz o no, sólo sé que lo hizo.

—Hay que estar muy desesperado para llevar a cabo un acto de esas características. ¿Usted cree que la… agresión pudo ser un detonante suficiente?

—Parece evidente, ¿no?

—Pero ¿había mostrado algún síntoma previo de desequilibrio o depresión?

—Insisto: pregúntenle al marido.

—¿Y no le parece excesivo que en un plazo de dos o tres horas tras ser… agredida, decida tirarse por el balcón?

—¿Qué tienen que ver las horas?

—Bueno, me refiero a la coincidencia de… desgracias.

—Mire, a mí me parece que se la están cogiendo ustedes con papel de fumar. ¿Todas sus investigaciones las llevan de la misma manera? —Era evidente que empezaba a dejar traslucir sin recato su irritación.

—Señor, procuramos hacer la investigación lo más completa y exacta posible. Debemos descartar cualquier clase de intervención ajena en el suicidio.

—¿Intervención ajena? —bramó el dueño de la casa—. ¿Cómo que intervención ajena? ¿Adónde quieren ustedes ir a parar? Mire, inspector, yo quería a mi hija y siento mucho su muerte desgraciada. Ya no puedo hacer nada por ella.

—Nuestra obligación —Quintero empezó a alzar la voz sin percatarse del efecto— es despejar cualquier duda que pueda quedar pendiente sobre el suceso antes de cerrar el caso y eso es lo que estamos haciendo, señor.

—Oiga, inspector, lo entiendo, pero no veo por qué tiene que venir a molestarme a mí. Yo no la he matado. No he estado presente. No puedo contribuir a su investigación de ninguna manera. ¿Qué es lo que quiere de mí? —Era evidente su enfado.

—Disculpe, señor, pero es usted el que ha hablado primero en un tono alterado. Yo no se lo tengo en cuenta, pero le ruego que hagamos los dos un esfuerzo para entendernos con normalidad.

—Yo estoy dirigiéndome a usted con toda normalidad, pero me desagrada que estén haciendo cábalas sobre hipótesis absurdas porque eso es el cuento de nunca acabar. Los hechos están así, los datos están ahí, han pasado muchos días y estamos como al principio porque no hay más de lo que había al principio. ¿Que eso me exaspera? Pues sí, me exaspera. ¿Hay algo más?

El inspector se puso en pie, pero el dueño de la casa permaneció sentado.

—Yo sólo estoy cumpliendo con mi trabajo profesional y si mi trabajo profesional me obliga a seguir investigando, lo seguiré haciendo hasta que la Juez De Marco dé por terminada la instrucción. En otro momento volveré para hablar con su esposa. Y con usted, por supuesto, si lo consideramos necesario.

Constantino Ares le observó con una semisonrisa irónica y luego accionó un timbre que sacó del bolsillo de su bata. Transcurrieron unos segundos de silencio en los que el inspector permaneció en pie, esperando algún movimiento de su interlocutor y éste se mantuvo en su lugar. Cada uno miraba a los ojos del otro. Luego se abrió la puerta y asomó el criado.

—Adiós, señor inspector. A su disposición —dijo Ares con cierto retintín y después, dirigiéndose al criado—: Acompañe al señor hasta la puerta, Fermín.