Cuando pude abrir los ojos, fue como si no lo hubiera hecho. La oscuridad era absoluta. Por un acto reflejo, me vino a la cabeza (o lo que quedaba de ella) la vez que me tuvieron secuestrado veinticuatro horas en una habitación cerrada, un cubículo de dos por dos metros en San Salvador, adonde había ido con la intención de rastrear la pista de un empresario de origen español desaparecido. Fue una especie de secuestro exprés del que pude escapar cuando un desharrapado que dijo venir de parte del paisano que yo empleaba como guardaespaldas apareció de improviso en la especie de cuarto ciego donde me tenían escondido y me sacó de allí. En mi vida he corrido más y durante más tiempo hasta que volví a arriesgar mi integridad parando un taxi medio destartalado que, por esas cosas de la providencia, me depositó junto con mi salvador en la puerta de mi hotel. Me habían despojado hasta del cinturón y el taxista y el desharrapado esperaron pacientemente mientras mi guardaespaldas, que me esperaba en la recepción, me acompañaba a sacar una fuerte suma de dinero de la oficina de American Express con la que pagar el soplo que me había concedido la libertad. Sólo cuando pasaron dos días sin noticias de él desde que le entregué todo el dinero comprendí que el secuestrador había sido él mismo con la ayuda de algún compinche. Esto sucedía en 1991, época en que todavía duraba la brutal guerra civil que empezó con el asesinato de monseñor Óscar Arnulfo Romero, y yo era un osado reportero que por primera vez cruzaba el Atlántico. Nunca supe quién ni por qué me secuestraron porque, apenas comprendí lo que había sucedido, salí en el primer avión bajo amparo diplomático después de contar mi caso. Esto ocurrió un año antes de que muriera de cáncer el siniestro Roberto D’Aubuisson, el presunto asesino de monseñor Romero, y aún me pregunto si no estuve en poder de sus escuadrones de la muerte. Cada vez que me despierto a oscuras, me viene a la memoria aquel momento y ya no puedo pegar ojo.
Apenas empleé un par de minutos en decirme a mí mismo que, estuviera donde estuviese, no era en San Salvador, pero la sensación era la misma y la verdad es que no tenía noción de tiempo ni lugar allí encerrado. Al cabo de unos minutos más, la tímida luz que entraba por debajo de la puerta me dejó ver que me hallaba en una habitación desnuda, una especie de trastero vacío. Después pude percatarme de que estaba tendido sobre una especie de cama turca desvencijada e incómoda. Lo demás eran paredes y suelo desnudo y una especie de ojo de buey en lo alto de una de las paredes, cubierto por una rejilla.
«No es posible que a uno le secuestren en S…», pensé sin acabar de tenerlas todas conmigo, así que me obligué a recordar cómo demonios podía haber llegado hasta donde me encontraba. Recordaba, con alguna imprecisión haber salido del Mesón del Riojano y haber echado a andar calle abajo y también, sin secuencia lógica, unas caras que me miraban mientras lo hacía. Quizá estuviera borracho, pero si mi recuerdo del rato que estuve en la barra del mesón era correcta, estaba seguro de no haber bebido lo suficiente como para haber cogido una cogorza. Me dolía la cabeza y tardé unos minutos en comprender que no era resaca sino un bulto del tamaño de un huevo un poco más arriba y atrás de la sien derecha. ¿Me habían golpeado o me había caído? No lograba recordar nada salvo una sensación de vacío o, más exactamente, de perderme en el vacío; y luego nada.
¿Qué se puede hacer en un caso así salvo tantear la puerta por ver si cedía, que no cedió? El lugar no era una celda o, por lo menos, no era un calabozo policial. Poco tiempo después escuché ruidos en el exterior y, como no tenía nada que perder, grité pidiendo auxilio. Los ruidos enmudecieron y no volví a escuchar señal de vida alguna. La habitación no olía bien; era un olor extraño a suciedad pero que me recordaba también a algo muerto, no podrido sino muerto. Era un olor conocido que me sentía incapaz de identificar y que de nuevo me recordó a San Salvador. Entonces la memoria volvió a actuar: era el olor de la muerte y volví a ver la imagen de dos cadáveres arrojados a un lado de la carretera de Rosario de Mora a Huizúcar, asesinados apenas unas horas antes.