La Juez Mariana de Marco estaba verdaderamente molesta esa mañana. Había recibido un aviso del fiscal manifestándole su incomprensión por el tiempo muerto en que parecía haber entrado la instrucción del suicidio de Concepción Ares. En opinión del fiscal, a quien conocía bien, que la conocía bien y con quien se entendía profesionalmente, carecía de sentido alargar más la investigación de un caso evidente de suicidio. Detrás de la protesta del fiscal, Mariana trató de adivinar por dónde venían las presiones, si por las familias o por el jefe de policía, aunque quizá estuvieran ligadas una a otra. En todo caso, Andrade no era de los que cedían, pero esta vez parecía estar por la labor de resolver la instrucción cuanto antes. Las malas relaciones de la juez con el decano también llevaron a éste a hacer un comentario malicioso que llegó hasta los oídos de ella: «Ésa sólo quiere crímenes para lucirse». Mariana de Marco era la única juez que solía llevar sus asuntos al día, lo que producía la irritación de algunos de sus colegas y por eso mismo le parecía injusto el comentario. Lo cierto era que se estaba creando mal ambiente en torno al caso. El jefe de policía consideraba una pérdida de tiempo y de hombres la insistencia de la juez en investigar un suicidio que, en su opinión, no dejaba lugar a dudas.

Mariana sólo contaba con el apoyo del inspector Quintero y el de su secretario de juzgado, Pelayo Arenas.

—A ver, Pelayo, ¿qué les he hecho yo para que me pongan la proa de esta manera? Cuando ellos se eternizan, el tiempo no es problema; pero me alargo yo, que tengo razones para hacerlo, y se ponen de uñas. ¿Es que va a ser siempre así?

—Les pone negros que usted eche horas extras si hace falta; yo creo que piensan que lleva sus asuntos al día sólo para fastidiarlos.

—Bonita manera de entender la Justicia.

—Ya sabe usted cómo son las cosas. Pero no les haga caso. Usted, a lo suyo.

—Bueno, Pelayo, aquí hay jueces que, con retraso o sin él, son personas decentes y se aplican a su trabajo.

—¡Sólo faltaría! —exclamó Pelayo. Era un joven bastante impulsivo, contagiado por el ritmo de trabajo de su superior y bastante independiente en sus opiniones—. Tampoco nosotros estamos siempre al día. Es un problema de mentalidad.

Mariana de Marco se quedó mirando por la ventana cuando el secretario salió del despacho. Al escuchar el sonido del picaporte cerrándose le vino a la memoria el día en que Santiago Montclair se encerró con ella en el despacho y dejó deliberadamente descorrido el cerrojo de seguridad. Si Pelayo Arenas hubiese entrado en aquel momento y hubiera sorprendido la terrible escena que se desarrollaba en su interior se habría quedado petrificado[3].

Pero no fue sino tiempo después cuando empezó a clarificar sus ideas con respecto a sí misma porque la experiencia de aquella escena le hizo comprender que no era el lado canalla de ciertas personas lo que la atraía. No, la verdadera atracción, y ése era un descubrimiento que la dejó de un aire, era el peligro, el puro peligro, la atracción del peligro, que había estado a punto de causarle o le había causado tantos problemas. No era la morbosa atracción por lo maligno que creía haberla conducido a relaciones un tanto peligrosas porque lo que le preocupó siempre fue que en el origen mismo del deseo anidara un componente de culpa e inevitabilidad que le hiciera pensar en una parte de su mente en la que se alojase un enemigo inexpugnable, una suerte de virus que podría acabar dominándola y destruyéndola. No era así. El vértigo del peligro, con ser igualmente temible, no contenía una corrupción moral autodestructiva. A lo sumo era un producto de su inconsciencia vital y de una inquietante afición a pisar los límites. Las bromas que le gastaba Julia con la mejor intención de quitar hierro a sus preocupaciones, que su amiga consideraba producto de una obsesión y no de un mal interno, no tenían otro objetivo que relativizar sus temores, pero no fue hasta aquel asunto con Santiago Montclair —con quien, por otra parte, no se podía decir que hubiera iniciado siquiera una relación— cuando descubrió que la temible inclinación al lado oscuro, si es que se la podía llamar así, era simplemente la atracción por el peligro. Muy preocupante, sin duda, pero mucho menos malsana.

Tampoco había logrado saber de dónde provenía, pero estaba ahí y era una amenaza cierta para su seguridad. «Afortunadamente —pensó— el caso de Concepción Ares no parece dejar resquicio alguno al riesgo aunque sí, en cambio, al enfrentamiento con algunos de mis superiores inmediatos».

De nuevo se acordó de Javier Goitia. No sabía nada de él desde tres días antes por lo menos. Con lo insistente que había sido hasta entonces, parecía haberse evaporado sin dejar rastro. Y el caso es que andaba husmeando tras los pasos del desaparecido Francisco Llorente, según él mismo le había anunciado. ¿Dónde estaría ahora? ¿O se habría cansado y vuelto a Madrid sin despedirse? La verdad es que era un hombre diferente.