—Mi hermano, inspector, hablemos sin tapujos, es un verdadero membrillo, como dicen en Madrid.
«Al parecer —reflexionó el inspector—, en esta familia todos son muy claros excepto el huidizo Tomás».
—¿Un infeliz? —aventuró Quintero.
—Un incauto, un pardillo. —Fulgencio Sánchez-Hevia Jr. estaba haciendo una exhibición de mundología de casino—. Se quedó embobado con el estilo y la belleza de Concepción y no pasó de ese estado. Lo que yo me pregunto es lo que vio ella en él. Tomás no se creía que fuera el elegido y, en confianza, ésa es una actitud deplorable.
«Y también habla en confianza, como el padre —pensó el inspector—. Tendré que conocer a la madre».
—Luego se encontró con que aquello no funcionaba como él pensó y se encerró en su concha. Bueno —añadió con una sonrisa pícara— en su interior y en otras conchas, como dicen en Argentina.
«A este paso —se dijo el inspector—, voy a saber cómo hablan en los cinco continentes».
—Lo que a mí me importa —prosiguió Quintero— es su opinión acerca de la actitud de Concepción.
—Una estrecha, como la madre y el cura. En esa familia sólo hay dos bandos: Constantino y los demás. Constantino es una fuerza de la naturaleza, un verdadero jefe. Los demás van todos para beatos, excepto el hijo menor. Debe de ser la manera que tienen de defenderse del viejo, de sublimar la autoridad. La madre se apoya en el cura, que es un taimado, para justificar su sumisión al padre y Gonzalito le baila el agua al padre, pero no es tonto, sólo juerguista. Como usted comprenderá, qué iba a salir de ahí: una encogida como Concepción que tampoco creo que fuera una mosquita muerta. No me extraña que se haya tirado por la ventana, ese matrimonio era un desastre. Y, encima, a mi hermano le da por respetarla. Mire, de verdad: Dios los cría y ellos se juntan. Y conste que yo quiero mucho a mi hermano. Si le digo lo que le digo es porque me subleva… me sublevaba viéndole quemar su vida y sus sentimientos de esa manera.
—Es usted contundente.
—Soy como soy.
Quintero decidió dar un paso adelante.
—¿Cree usted que ella tenía relaciones extramatrimoniales?
—No lo sé, pero lo supongo. ¿Cómo iba a aguantar si no?
—Pues no sé, como los curas que juran castidad.
—¡Anda ya! —saltó divertido Fulgencio—. Y eso voy y me lo creo yo; no me fastidie.
—Pues no hay indicios.
—Pues habrá tenido mucho cuidado.
—¿Sabe qué vida hacía ella?
—Lo normal. Amigas, merienda, mucho tiempo en casa, huyó de la familia, del padre también, aunque él la visitaba de vez en cuando; los demás no, salvo Gonzalo, que era más afectivo. El padre la visitaba cuando Tomás estaba fuera, en sus líos, ya sabe. Constantino despreciaba a mi hermano y éste prefería no encontrarse con él.
—O sea, que se llevaba bien con el padre.
—No sé. Tampoco tanto. Pero las mujeres, ya sabe, el complejo de Electra. El nuestro es el de Edipo, aunque en mi caso no se cumple; en el de mi hermano, sí.
—¿Sabe si Concepción frecuentaba el barrio viejo de noche?
—¿Concepción? No. Seguro que no, a no ser que tuviera allí una distracción, ya me entiende usted. Pero no creo; de noche, las señoras como ella se detienen justo en la frontera. ¿Por qué me lo pregunta?
—Curiosidad. Hay que cubrir todo el terreno.
—Mucho terreno es ése. —Quintero se dio cuenta de que había despertado el interés de su interlocutor y empezó a retroceder. «Este tipo no tiene un pelo de tonto», pensó.
—¿Sabe si Concepción tuvo mucho éxito entre los jóvenes de su generación?
—¿Éxito? Éxito es poco. Por eso le digo que mi hermano se quedó lelo al verse correspondido. Era una belleza, de cara y de cuerpo. ¿Y dice usted que la han visto por el barrio de pescadores?
—¿Yo? Yo no he dicho eso. Usted mismo me ha dicho que no es un lugar para señoras como ella.
—Cierto, cierto —dijo el otro, pensativo—, aunque nunca se sabe.
—Muchas gracias por su tiempo. —Quintero se apresuró a despedirse—. Me ha ayudado usted mucho a hacerme una idea de la que era su cuñada.
—No hay de qué. Vuelva cuando quiera. Pero avíseme antes, siempre estoy en campaña.