El día 19 de julio el inspector Quintero, harto de inacción, había pasado al ataque. Primero visitó a la Juez De Marco para solicitar vía libre con la intención de someter a interrogatorio a Tomás Sánchez-Hevia, a Gonzalito Ares, a su madre, a los Llorente y a Constantino Ares. Estaba dispuesto, si hacía falta, a llegar a un careo entre unos y otros en busca de cualquier clase de indicio que le permitiera recomponer la historia de la difunta Concepción Ares. Puso en el asunto tal ardor que la juez lo lanzó en pos de ellos como quien suelta a un podenco tras la presa; y luego se quedó a la espera del resultado de la batida.
—Hasta ahora —refunfuñaba Quintero— los hemos tratado con guante de seda, apartándolos de todo lo que les pudiera resultar desagradable, y todo lo que hemos conseguido es que se olviden de nosotros y del caso. ¿Cómo pueden estar tan impasibles ante la muerte de uno de los suyos? ¡Violada, por si faltase algo! Esta gente tiene el corazón de piedra, lo que yo no dudo, pero además esconden algo y por mis muertos que se lo voy a sacar.
—Pero no se les tire al cuello con esa furia, Quintero, no me los asfixie —le aconsejó divertida la juez.
Fulgencio Sánchez-Hevia era un hombre cordial, de talante acogedor, metido en un corpachón que sugería amor por la buena vida y el buen comer. Al contrario que sus hijos, delgados y fibrosos, desplazaba su humanidad con acogedora lentitud, siempre presto a recoger a sus conocidos con una palmada amistosa o algún comentario bienhumorado. Estaba al frente de la compañía de fletes más por un sentido de la propiedad que por necesidad, pues tenía puesta la confianza en sus dos hijos y, de hecho, acudía a su despacho sólo dos o tres horas por las mañanas, de lunes a viernes, como quien acude a un gimnasio a hacer ejercicio. Allí recibió al inspector Quintero.
—Un asunto bien triste —respondió con voz apesadumbrada a la expresión de pésame del inspector.
—La juez de Instrucción ha hablado ya con su hijo, pero queríamos precisar algunos aspectos referentes a su nuera, si no tiene inconveniente.
—No, claro que no. Es desagradable y doloroso, pero entiendo que tienen que hacer su trabajo. ¿Qué es lo que les preocupa del caso?
—Sobre todo queremos saber algo más acerca del carácter de su nuera…
—Verá usted, yo siempre dije que Tomás, el día que se casara, elegiría a alguien parecido a su madre: una mujer tranquila, dulce, delicada… lo contrario que yo, en una palabra. Concepción respondía a ese perfil y me pareció una elección acertada, pero ya ve usted, no lo era.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que, por alguna razón que desconozco, porque mi hijo nunca me habló de ello, no se entendieron. —Fulgencio se inclinó hacia delante, hacia el inspector—. Si me guarda usted la confidencia, me refiero a la cama. Supongo que habrá oído rumores.
Quintero carraspeó antes de hablar.
—Algo he oído. Y él…
—También habrá oído hablar de sus —titubeó— aficiones.
—También. Perdone que entre en estos asuntos, pero…
—No se disculpe. A mí me gusta hablar a las claras; así nos entendemos mejor.
—Gracias. —El inspector hizo una pausa mientras simulaba consultar su cuadernillo de notas—. El hecho es que nos preguntamos por qué existía esa distancia entre ellos, es decir, por qué ella había puesto la distancia con su hijo.
—¿Quiere saber la verdad? No tengo ni idea. Mi hijo nunca me contó nada, nunca quiso hablar del asunto. Él es un hombre reconcentrado, discreto, no le gusta llamar la atención. Su hermano, en cambio, es muy dinámico, muy combativo. Así es como se han distribuido el trabajo y los dos se entienden a la perfección. Mire, Concepción era una mujer muy guapa a la que nunca faltaron pretendientes, pero ya le digo que era como mi esposa: un ser destinado a casarse y ser mujer de un solo hombre. Y a fe que lo cumplió, porque no se ha sabido de ningún enredo de ella. Yo creo que, sencillamente, no se entendieron y tampoco lo afrontaron, simplemente lo dejaron pudrirse sin cuestionarlo y lo convirtieron en costumbre. Yo habría actuado de otra manera, desde luego, pero no soy mi hijo. Ellos no se llevaban mal, Tomás la trataba con toda deferencia, eso me consta. Ya sé que suena raro, pero así eran las cosas.
—La vida de su nuera… esa vida así… tuvo que afectarla. —Quintero no encontraba las palabras.
—No tengo ni idea de cómo resolvería sus necesidades. Supongo que como una monja. Y lo más natural es pensar que, en un momento, creyó que no merecía la pena vivir. Es terrible, pero sospecho que mi hijo no podía hacer nada por ella.
—¿Quiere usted decir que la decisión de… mantener un matrimonio casi blanco era cosa de ella?
—Sí, creo que sí, pero esto son deducciones mías porque, como ya le he dicho anteriormente, no he podido hablar de esto con mi hijo. Lo deduzco por observación, ¿me comprende? Lo que sí puedo asegurarle es que mi hijo no era responsable de la situación.
El inspector Quintero no pensaba lo mismo. Sin embargo, empezaba a considerar la posibilidad de que Fulgencio Sánchez-Hevia tuviera una parte importante de razón. Cada nuevo paso adelante apuntaba con estremecedora coincidencia hacia la idea de que Concepción Ares era no sólo una persona escrupulosa en lo moral, incluso una enferma de pudor, sino también una mujer frígida. Llegados a este punto, la única esperanza de seguir indagando en las razones de su suicidio radicaba sobre todo en su marido y se le hacía muy cuesta arriba pensar en un interrogatorio en condiciones. Quizá la juez se atreviera.
Quintero se decidió a dar una vuelta de tuerca a la conversación.
—¿Considera usted que ella habría llegado a tener pensamientos suicidas?
—¿Qué quiere usted decir? —La alarma se encendió en el rostro del hombre.
—En realidad le estoy preguntando si cree usted que se suicidó. —Con un gesto detuvo la protesta que se disponía a brotar de los labios del viejo Sánchez-Hevia—. No se precipite. Lo que quiero saber es si en algún momento dudó usted del suicidio al conocer la noticia. Pudo ser… —trató de atemperar la dureza de la pregunta— pudo ser un accidente, por ejemplo.
El viejo pareció tranquilizarse.
—¿Que se cayera accidentalmente, dice usted? Sí, sí pudo ser.
—Pero yo le pregunto a usted, le pregunto si dudó en algún momento o dio por hecho el suicidio desde que supo la noticia. Por cierto, ¿cómo la supo?
—Lo supe porque la policía, ustedes, me llamaron para preguntarme si sabía dónde estaba mi hijo, porque trataban de localizarlo. Y no, no dudé, es verdad, pero no me lo esperaba, si es eso lo que usted me preguntaba. Nunca sospeché de mi hijo. Nunca.
—Disculpe, señor Sánchez-Hevia. Yo sólo trataba de establecer si la idea del suicidio había rondado por su cabeza o la de su familia en algún momento. Trato de establecer la situación emocional de su nuera los días o meses anteriores al suceso.
—Ya sabe usted que algunas veces nos pasan ideas raras por la cabeza. Es posible que pensara que quizá un día la situación se haría insoportable, pero sólo así, una idea fugaz que no encuentra destino.
«Hasta que lo encontró», pensaba Quintero y pensó también cuántas veces el viejo no habría soñado con la muerte de su nuera, quizá no del modo como había sucedido, pero sí por alguna enfermedad, un azar… En realidad, no parecía sentir la menor pena por ella.
—Me ha ayudado usted mucho —concluyó el inspector— y le agradezco su buena disposición. ¿Sabe usted si su hijo Fulgencio se encuentra hoy aquí, en las oficinas?
—Ha tenido usted suerte, porque su trabajo le tiene siempre de aquí para allá, pero sí, hoy se encuentra aquí. Voy a pedir que le avisen.