A la mañana siguiente, camino del Juzgado, Mariana se preguntaba cuántas propiedades tendría Constantino Ares, no sólo en fincas sino también en pisos y locales repartidos por todo G… Por lo que había podido averiguar, era un hombre chapado a la antigua que desconfiaba de los Fondos de Inversión y de la Bolsa y prefería tener su dinero invertido en tierras y bienes inmuebles. Las otras dos familias implicadas en el caso parecían ser más modernas y emprendedoras, pero a los Ares el dinero les venía de muy atrás y toda su ocupación parecía ser la de administrar sus propiedades rurales y urbanas. El mismo Gonzalito Ares, personaje tedioso e insustancial en el trato aunque se las daba de simpático, no era tonto. De hecho sería quien se encargase de tomar el mando cuando el padre faltase porque los demás no ofrecían garantía alguna de continuidad. Gonzalito era soltero, su hermano cura y Concepción no había tenido hijos. ¿Fin de raza? Quizá el viejo Constantino lo intuyera. Su única baza era Gonzalito, que más que una esperanza parecía un modelo de desconfianza hacia la institución matrimonial.

Dentro de la investigación no había dejado de llamar la atención el hecho de que Concepción Ares hubiese dejado el coche donde lo hizo en vez de entrar con él en el garaje. Sin duda, el insólito hecho evidenciaba que había llegado fuera de sí, pero, bien considerado, el acto parecía equívoco. Ella quería llegar cuanto antes a su piso y refugiarse en él, eso era obvio y de ahí venían las prisas; ahora bien, sabiendo cómo era ella, lo normal habría sido que accediera al piso por el garaje ya que en la calle tenía más posibilidades de ser vista por viandantes y por vecinos, y eso era seguramente lo único que no deseó: su aspecto debía de ser lamentable.

Lo lógico era pensar que, en efecto, estaba fuera de control cuando llegó a su calle y que su necesidad de recogerse y protegerse era tan frenética que prácticamente soltó el coche allí mismo; de hecho estaba mal aparcado y con las llaves puestas en el contacto. Así pues, se precipitó al interior del portal, pero tuvo que buscar la llave para abrir, unos segundos preciosos; después tomó el ascensor; ¿estaba en el bajo?, ¿esperaría?, ¿no esperaría? Y por fin, en casa, cierra la puerta a sus espaldas, se apoya en ella y se deja caer, exhausta. Lo deducía por unos restos descendentes de tierra en la hoja de la puerta.

Todo indica que dirigió sus pasos al dormitorio y de allí al baño incorporado. Se debió deshacer de la ropa en el baño. Toda. Hizo un revoltijo con ella y la echó al suelo, no al cesto de la ropa sucia. Después se metió en la ducha y estuvo bajo el agua un buen rato hasta que se relajó; quizá tras la ducha llenó la bañera y se quedó sumergida en el agua hasta el cuello. En ese momento es cuando debió de empezar a pensar. ¿Pensaría también en el periodista? ¿Se habría percatado de que pretendía ayudarla? En quien tuvo que pensar detenidamente fue en Francisco Llorente, un conocido de toda la vida y un amigo de la familia. Tuvieron que ser unos momentos de cavilación realmente horrorosos. ¿Sabría ella por qué la había forzado? Pero ¿de dónde venían? ¿Se encontraron en la calle? ¿Se habían citado? ¿Cómo se metieron en aquella calleja? ¿Cómo empezó todo?

Mariana comprendió que era incapaz de encontrar las respuestas. Sólo Llorente podría ayudarla y Llorente había desaparecido. Ahora sentía haber perdido de vista a Javier Goitia porque él sí estaba en posición de dirigirse a Llorente, mucho mejor que Quintero. Sólo que después de andar dando la lata se había esfumado y no podía contar con él. Fue un error no perseguir de oficio la violación en lugar de taparla. Comprendía las razones de las dos familias para ocultar el asunto; de haber sabido desde un principio que la violación estaba unida al suicidio habría actuado de otra manera: la primera noticia se la dio Goitia en su despacho, al ver las fotos del cadáver. Lo que la desconcertó y le impidió tomar medidas adecuadas fue su resistencia a aceptar que no había razones para el suicidio porque ahí perdió tiempo. Sólo cuando rondó por su cabeza la idea de un crimen entendió que la investigación debía ir mucho más lejos.

Quintero estaba tras el paradero de Francisco Llorente, sin resultado por el momento, pero ella se había ocupado de conectar con el inspector Alameda, de servicio en S… Alguien tenía que saber adónde había ido. La familia no abría la boca. Los amigos y compañeros de correría nocturna no sabían nada, incluso lo extrañaban. Mariana de Marco se desesperaba. ¿Tendría que emitir una orden de búsqueda?

Después del almuerzo en una cafetería donde solía comer cuando no tenía ganas de organizarse la comida en casa, subió a su piso, se despojó de toda la ropa excepto las braguitas, se puso el calzón corto y una camiseta elástica, los calcetines y las deportivas, una cinta en el pelo y salió a la playa a correr. Solía correr por la calle, desde el portal, y tras cruzar la calzada que bordeaba al Paseo, cortaba en diagonal hacia la escalera que bajaba a la arena.

La playa —estaban teniendo un espléndido mes de julio— estaba llena a esas horas y llegó hasta la orilla para empezar a correr en paralelo al mar, en dirección oeste hasta donde las olas golpeaban la base del muro. Corría como si con ello fuera a deshacerse de todas sus dudas, de toda preocupación, midiendo el paso con ayuda de la experiencia, y pronto rompió a sudar. La sensación del sudor sobre la piel le causaba un placer saludable. Una fila de gente recorría la orilla en ambas direcciones y, en paralelo, ella y otros corredores sobrepasaban a los apacibles paseantes derrochando energía.

Corrió hacia el oeste hasta la base de rocas del muro, volvió hacia el este a lo largo de toda la playa y al llegar a la desembocadura del río tornó a hacer el mismo camino de vuelta. Su alta figura destacaba entre los corredores, a los que seguía y a veces sobrepasaba. Cuando llegó al muro este y dio la vuelta para rehacer el último tramo del ejercicio lamentó no haberse puesto el biquini en casa porque lo que verdaderamente le apetecía después de la carrera era una buena zambullida en el agua. Si la playa hubiera estado medio desierta no habría dudado en despojarse de la ropa de carrera y bañarse sólo con las braguitas porque ya lo había hecho alguna vez en días ásperos y poco concurridos, incluso bajo el orbayo; en realidad, muchas mujeres solían hacer topless de manera habitual en verano pero Mariana no estaba dispuesta a ser cazada por la cámara de un bañista, como juez que era y conociendo a los paisanos de G… Y, por otra parte, meterse en el agua y salir con sólo unas braguitas normales que se quedarían pegadas el cuerpo como una segunda piel le parecía exhibicionismo. De manera que siguió corriendo y lamentando privarse del deseable y refrescante baño; y al acercarse a la escalera de entrada a la playa, apretó el paso, enfiló los escalones con el mejor espíritu, alcanzó el Paseo, atravesó corriendo las calles que la separaban de su casa y, como solía ocurrir demasiado a menudo, volvió a cruzarse en el portal con la rancia vecina que siempre la miraba, al llegar de correr, como si fuera desnuda por la vía pública.

La vieja bruja sin duda soñaría en su cama que por las noches volaba desnuda y con la melena al viento por encima de los tejados de la ciudad.