La ronda de la noche anterior no dio resultado. Así que estábamos ya a día 17 y sin progreso. A este paso echaría el mes en G… opción absolutamente imprevisible cuando salí de Madrid huyendo de la parrilla juliana. Me esperaba un nuevo día en S…, no sabía qué hacer y me eché a andar sin rumbo, pero la querencia del mar me fue llevando a subir animosamente por el Paseo de la Reina Victoria y sin apenas darme cuenta me encontré recorriendo a pie la amplia curva que daba acceso a la península de La Magdalena. Allí me detuve.
Toda la vista de la bahía es de una belleza estremecedora. Animado por el espectáculo, empecé a descender por los jardines de Pombo hacia el nudo donde se encuentran el Casino y las terrazas de los bares. El de los jardines es uno de mis paseos favoritos, siempre que sea cuesta abajo. Tanto las flores como el césped y el camino a la orilla del mar separado de la playa por una noble balaustrada son irresistibles. A lo largo de la otra acera se alzaban las villas familiares y los lujosos bloques de viviendas que formaban la primera línea de la zona más señera de la ciudad; S… era una dama y a su lado, G… parecía una señorita formal. Fui andando, por el camino bordeado por los tamarindos, las palmeras y algunos eucaliptus. En la pérgola, tomé asiento y me quedé absorto ante la amplísima perspectiva de la bahía. Debí de permanecer sentado una hora o así y después volví a ponerme en marcha. Hasta la media tarde no podría intentar recorrer los barrios húmedos de la ciudad para ver de dar con Paco Llorente, así que decidí seguir hacia abajo y, de hecho, me llegué hasta el hotel Chiqui, en la punta. Seguía soplando el nordeste y la playa estaba llena de gente.
Cerca del mediodía —había salido muy pronto del hotel— tomé un taxi que me dejó en la plaza del Ayuntamiento y desde allí me acerqué a la librería Studium en la calle Burgos. No soy mal lector y ésa es una gran librería en la que se puede echar una buena hora buscando, que siempre encuentras algo que te interesa. Mi interés estaba, sobre todo, en dar con un libro que me ayudase a recorrer lo que faltaba del día hasta el momento de salir de rastreo y lo encontré: El hombre que miraba pasar los trenes, de Simenon. Un crack. Cuando lo tuve que abandonar para salir a cumplir con mi misión, lo dejé con pena, deseando volver.
La mía es una profesión que te llena de conocidos en cualquier parte del mundo y aquí no podía ser menos, de manera que había quedado con un colega para que no se me hiciese tan solitaria la ronda nocturna; así que me dirigí a buscarlo en un café de la plaza de Pombo, donde nos habíamos citado. Lo encontré sentado en la terraza ante una cerveza y una ración de rabas y acompañado por uno de los tipos más estrafalarios que he visto en mi vida. No era sólo su cara de roedor, unida a su pequeña estatura, sus ojillos ratoniles y un bigote con cuatro pelos, lo que lo singularizaba, no. Lo verdaderamente estrambótico era el abrigo largo, tipo gabán que le cubría hasta las pantorrillas en un cálido día de verano. Porque si bien era cierto que la brisa del mar se había llevado el bochorno que la humedad contribuía a crear, desde luego que no justificaba semejante atuendo. ¿Con qué se abrigaría este hombre en invierno?, me pregunté.
Tras los saludos de rigor nos presentó:
—El inspector Alameda, un verdadero sabueso. Javier Goitia, uno de los mejores periodistas de este país.
—Una hora menos en Canarias —contesté haciéndome el gracioso, sin ganas.
Pero la verdad es que el inspector Alameda era un figura. A poco de empezar a hablar salió el asunto de mi estancia en G… y ante la insistencia de mi colega tuve que ofrecer una versión muy light del caso Ares, hablando solo del suicidio y nada de la violación. Yo intenté pasar de largo, pero el astuto Alameda no me dejó y hubiera seguido todo siendo un tira y afloja a ver quién se cansaba antes hasta que escuché al inspector decir:
—¿No estará el caso, por casualidad, en manos de la Juez De Marco?
No necesitó esperar mi respuesta porque el sobresalto se debió de notar descaradamente.
—¿Acaso está usted al tanto…? —pregunté cautelosamente.
—No, para nada —respondió el inspector—. Es una suposición. Como es juez de Instrucción en G… tenía el cien por cien de posibilidades de acertar porque sólo hay uno.
Pero yo no me conformé. En el comentario del inspector había una evidente intención que, sin embargo, yo no quería abordar con un colega presente. Una cosa es el compañerismo y otra muy distinta regalar noticias. De manera que seguimos paseando con alguna parada para tomar un vino y algo sólido para empapar hasta que mi colega se enredó con unos amigos y aproveché la ocasión para despedirme a la francesa llevándome conmigo al roedor, que no pareció extrañarse de la maniobra.
—Usted dirá —me espetó con cierta sorna cuando nos detuvimos en el siguiente bar. Me miraba de abajo arriba debido a su corta estatura, pero el interesado y, hasta cierto punto, intimidado por su naturalidad, era yo.
—Así que conoce usted a la Juez De Marco —dije yo por empezar de alguna manera.
—Trabajamos juntos durante una temporada en G… Sobre todo en un caso que acabó dando la vuelta a España gracias a ustedes.
—No recuerdo, pero tanto da. La verdad es que ahora estoy colaborando con ella en un caso que no quería mencionar delante de mi colega.
—¿Colaborando usted con ella? ¿Un periodista? —preguntó con retintín el inspector, lo que me mosqueó.
—Sí, señor. ¿Qué le parece tan extraño?
—En primer lugar, que será al revés; si le deja acercarse es porque quiere sacar algo de usted.
—No me diga. ¿Tan dura y arrogante le parece a usted?
—Ni dura ni arrogante. Inteligente, muy inteligente. Y muy intuitiva. Se lo digo yo, que tengo mis buenos motivos para saberlo. Esa mujer es un monumento; no sólo físico, que también, sino de personalidad.
—No me he fijado tanto en ella como para descubrirlo.
—Ya —comentó con un punto de ironía el inspector.
Yo estaba actuando como un novato y eso me cabreó. Entonces decidí apelar a lo que me estaba faltando, la veteranía, para salir al paso de la creciente guasa del inspector: opté por contar la verdad.
Así que le conté toda la historia del caso, mi aparición e intervención en el mismo y, ya puestos, le reconocí que, en efecto, la juez me había parecido un monumento.
—Pocas cosas habrá que se me escapen a mí —le oí decir, aunque decidí aguantarme.
Ahora ya sabía lo que yo estaba buscando y se ofreció a echarme una mano. Conocía de oídas a Paco Llorente porque G… y S… estaban razonablemente cerca, unidas por esa cornisa cantábrica que todo el mundo recorría de oeste a este y viceversa cada vez que se trataba de atizarse una comilona con cualquier pretexto.
—Pero, dígame, ¿es que ella sospecha de este Paco Llorente?
A decir verdad, me molestó que sólo pensara en ella, como si sólo a ella se le ocurrieran los caminos de investigación a seguir, porque la idea de indagar por el lado de Llorente se me había ocurrido a mí; pero comprendí de inmediato que si me atribuía la idea, Alameda dejaría de interesarse en el acto, así que hice de tripas corazón y asentí.
—Pues no veo por qué —continuó el inspector—. No tiene sentido que un tipo viole a una mujer a la que conoce bien porque pertenece a su clase y, encima, se obceque de tal modo que un par de horas después la tire por un balcón. Es una majadería —concluyó.
Un rayo de luz me atravesó como debió de ocurrirle a Saulo montado en su caballo para convertirse en Pablo de Tarso. Fue una conmoción tan violenta que el mismo inspector detuvo su paso para observarme con gesto de asombro. ¡Claro que no tenía sentido semejante conducta! ¡Justamente ésa era la clave del suceso! Estábamos contemplando el crimen y la escena o, mejor dicho, las escenas del crimen, desde el punto de vista errado. Todo crimen tiene una explicación lineal, los torcidos somos nosotros cuando lo enfocamos equivocadamente. Como sucede en la caza, hay que esperar a que la pieza se ponga a nuestro alcance, no apuntar adonde no se encuentra. Quizá por eso, por haber llegado a tal conclusión y refocilarme en ella, no me percaté de quién era el tipo que no me quitaba el ojo de encima.
—¿Acaso le he iluminado a usted? —escuché de repente que me decía Alameda.
Estábamos a la puerta de un bar famoso por sus rabas, rabas de verdad, no esa especie de anillas de calamar rebozado que España entera conoce, con razón, como calamares a la romana. No: éstas eran las rabas-rabas, los tentáculos y la cabeza maravillosamente fritos del calamar de la zona.
—Me atrevería a decir que sí, aunque aún no sé cómo.
—Confío en que ella lo descubra cuando usted se lo cuente.
Estaba empezando a hartarme del menosprecio.
—Verá, inspector, este camino, el de investigar a Paco Llorente, exactamente —precisé— el de intentar averiguar la verdadera razón por la que Llorente agredió a Concepción Ares, es cosa mía, no de la juez. Hasta ahora no había caído en lo significativo de que el autor de esa agresión fuera Paco Llorente, una persona del mundo de las buenas y varias familias de G…, sólo seguía una intuición que está empezando a concretarse.
—No lo dudo, amigo, pero se equivoca si cree que ella no ha pensado ya en eso. Mire, la conozco bien y estoy seguro de que está recorriendo, entre otros, ese camino. Lo importante ahora es que usted dé con el señor Llorente y le sonsaque alguna clase de información que nos lleve hacia delante.
—¿Nos? —pregunté alarmado.
—Oh, por mi tiempo no se preocupe. Estoy fuera de servicio esta noche.
Más tranquilo me habría quedado de saber que, a su vez y mientras seguía hablando conmigo, el inspector Alameda no había quitado ojo al tipo aquel que me miraba en la barra.