El inspector Quintero y el agente Rico se habían dedicado a batir todas las viviendas del edificio donde vivió Concepción Ares. Cuando terminaron, tras un día agotador en el que hubieron de regresar por la tarde para rematar la labor, Quintero pensó en cuántas cosas no se les escaparían en cada investigación. La conclusión venía a cuento de todo lo que habían averiguado sobre la noche del suicidio. En primer lugar, que en un par de pisos se produjeron llamadas desde el telefonillo para solicitar que abrieran la puerta de calle por personas desconocidas que dijeron ser conocidos de vecinos de otros pisos donde no contestaban a sus llamadas; en ambos casos les fue abierta la puerta sin comprobar su identidad ni si entraron en el edificio.
—Luego viven aterrados porque les roben, pero abren a cualquiera sin cerciorarse de quién se trata —gruñía el agente Rico.
Curiosamente, nadie recordaba haber escuchado timbre alguno, lo que concordaba mal con la entrada de los desconocidos que, en buena lógica, debieron de perder al menos varios minutos insistiendo en la puerta del piso al que se dirigieran. Con una excepción: el vecino del piso cuarto izquierda, es decir, en diagonal con el de Concepción, que era el tercero derecha, al ir a echar la llave de la puerta creyó escuchar en el descansillo de abajo, el sonido de un timbre, el que debió de haber sonado en el piso de la víctima, porque el tercero izquierda estaba desocupado. Esto coincidía con la declaración de Dolores Álvarez, pero no esclarecía nada por sí solo. La vecina del piso frontero al de Dolores, otra viuda, creyó escuchar un ruido sospechoso de pasos que sonaban como si alguien recorriera una y otra vez ese trecho en el descansillo superior y al salir a la puerta, después de otear por la mirilla y no ver a nadie, le pareció que, arriba, la puerta del piso de Concepción se cerraba en ese momento.
—Le pareció —dijo Quintero decepcionado.
—De todas maneras —dijo el agente Rico— parece que en esta casa las viudas se pasan el día pegadas a la mirilla de la puerta.
Fue un vecino del quinto el primero que se asomó a la calle al oír el golpe y el primero que se precipitó escaleras abajo. Desde el primer momento reconoció a Concepción en la persona tirada en la acera porque a medida que descendía hacia el portal intuyó que era ella aunque no podía definir por qué.
—Cuando vi el bulto desde mi balcón. A lo mejor era el pelo, estaba boca abajo, quizá fueran los zapatos en la acera. En realidad, pensé que se había caído —estaba confuso y apenado al recordarlo—. En cuanto salí a la calle, lo comprobé. Había un charco de sangre extendiéndose por debajo de la cara. Entonces llamé a la policía, sin atreverme a tocarla.
—Cuando bajó por la escalera ¿no vio a nadie más?
—No, a nadie.
—Pero es extraño —comentó Quintero— porque según su declaración anterior en seguida se encontró rodeado por otros vecinos.
—Sí, es cierto, pero yo no vi a nadie. Debieron de salir justo detrás de mí.
—¿Cuánto tiempo cree que transcurrió desde que oyó el golpe contra la acera?
—¿Hasta que llegué abajo? No sé; yo estaba con mi mujer viendo la televisión. No, perdón, ella ya se había ido a la cama y me disponía a hacerlo. Quizá tardé un par de minutos entre que reaccioné y me asomé al balcón; ponga otros dos o tres mientras me decidía a bajar después de avisar a mi mujer, y lo que me llevara llegar abajo, abrir el portal y salir a la calle.
—¿Diez minutos? ¿Menos?
—Sí, diez. Probablemente fueran diez minutos.
—Un margen suficiente —comentó para sí el inspector.
—No entiendo.
—No se preocupe. Ideas mías. Otra cosa: ¿recuerda a las personas que se encontraban con usted alrededor del cadáver?
—Recuerdo a… —se detuvo a pensar— tres vecinos, el matrimonio del primero y el hijo de los del quinto enfrente de mi piso; pero había más gente.
—De la calle. Gente de la calle. Los tenemos localizados. Gente que estaba cerca, en la calle, y se acercaron al ver el tumulto.
Quintero pensó en el mencionado matrimonio del piso primero.
—¿Su piso da a la calle, no es cierto?
—Como los demás. Somos dos por planta, pero el suyo queda a la derecha del portal, no a la izquierda.
—Que es hacia el que cayó Concepción Ares —meditó durante unos segundos—. De todos modos tuvieron que oír el golpe más fuertemente que usted y, sin embargo, salieron detrás de usted.
—No puedo decirle.
—Sí que puede —precisó Quintero—. Salieron a la calle después que usted.
—Ah, eso. Sí. Es verdad. Deberían hablar con ellos.
—Es lo que pienso hacer —dijo Quintero armándose de paciencia.
El matrimonio del piso primero admitió que, efectivamente, les había sobresaltado el golpe, una especie de chasquido brutal que tenían enquistado en la cabeza.
—No sabe usted lo que fue. Horrible. Sobre todo porque desde el primer momento supe que era un cuerpo. No voy a olvidar ese ruido en toda mi vida. Era tan humano… y tan brutalmente seco…
—Horrible, horrible —repetía la mujer.
—Y ustedes salieron de inmediato a la calle.
—Nosotros… sí, salimos, pero no inmediatamente. No nos atrevíamos a mirar por la ventana que da a la calle. Primero pensamos si no habría sido en el patio, porque estábamos en el dormitorio.
—¿Y lo oyeron con esa nitidez?
—La ventana del salón estaba abierta. Como es un primero no hay balcón y tenemos rejas en la ventana por precaución. Cuando ha habido un día de mucho calor, dejamos abierto. Al principio yo me asomé al patio y, al no ver nada, comprendí que el ruido había venido de fuera. Entonces me acerqué al salón y sólo pude escuchar las voces porque las rejas no dejan asomar el cuerpo. Yo tenía precaución por salir, porque ya somos mayores, pero al comprobar que había otras personas, decidí acudir al portal por si se necesitaba ayuda.
—¿Y no vio a nadie en la escalera o en el portal?
—Vi llegar al muchacho del quinto que me dijo: «¡Se ha matado! ¡Doña Concepción se ha matado!». Y la verdad es que ahí a mi mujer le fallaron las piernas y tuve que acompañarla dentro de casa. Luego, sí, volví a salir, ya había unas cuantas personas arremolinadas y la pobre doña Concepción aplastada contra el suelo. Qué horror, pensé, ¿cómo se habrá caído?
El hijo de los vecinos del quinto no pudo aportar nada más. Sí hubo quien escuchó el ascensor dos o tres veces, pero eso era normal y nadie prestó especial atención. Era uno de los ruidos familiares de la casa y punto.
—¿Han interrogado ustedes a todos los vecinos? ¿También al portero?
—A todos, aunque no hay portero por la noche.
—Un pobre resultado —comentó Mariana—, pero menos es nada. ¿Y el vecino del piso de enfrente de Concepción? ¿Tampoco vio ni oyó nada?
—El piso está vacío, para alquilar. También es de la familia Ares. Que yo sepa, compraron los dos pisos del mismo descansillo, como inversión o para los hijos, no lo sé a ciencia cierta; el caso es que el que habitaban Tomás y Concepción se lo alquilaban, no era de su propiedad; y el otro está por alquilar.
—¿Se lo alquilaba, eh? Menudo negociante don Constantino. Imagine las propiedades que debe de tener aquí en G…
—Lo único que podemos sacar en limpio —dijo el inspector a la juez— es que, si había alguien en el piso con Concepción, pudo escapar del edificio; por los pelos, pero pudo escapar. De hecho arriesgaba muchísimo, porque se libró por segundos de coincidir con los que bajaban por la escaleta. Por cierto, Quintero, compruebe si el ascensor estaba en la planta baja. Sin embargo, yo no confiaría en esa posibilidad. Mucho me temo que no haya habido ningún visitante ajeno al edificio esa noche.
—Excepto los dos que llamaron por el telefonillo —le recordó Mariana.
—No aparecen. Debieron de ser un par de gamberros. Es muy frecuente hacer esa gracia por las noches —informó el inspector.