Al volver de casa de Dolores Álvarez, Mariana de Marco llamó al inspector Quintero a su despacho para valorar lo que había concluido de la conversación con la viuda. Quintero, a pesar de que era hombre atento a los detalles, no puso mucha confianza en la información acerca de los pasos escuchados en el piso superior. Había aprendido a soportar con paciencia los testimonios imaginarios o recreados de tantos testigos, a los que consideraba con santa paciencia y aún mayor escepticismo; pocas veces resultaban útiles tales testimonios y, cuando lo eran, procedían casi siempre de almas simples o de personas en extremo detallistas, a las que se jactaba de calar muy pronto. A Dolores Álvarez no la integraba en ninguno de los dos grupos sino en el de las solitarias fantasiosas necesitadas de atención.
—No tiene usted más que ver cómo ahora duda del timbrazo y, en cambio, está segura de haber oído pasos, detalle del que no nos habló la primera vez —dijo, cargándose de razón.
—Eso es verdad —replicó la juez—, pero de ser cierto arrojaría alguna luz sobre las dos horas en las que Concepción estuvo vagando por la casa hasta que tomó la decisión fatal. Por cierto, ¿tenemos ya información sobre el teléfono de la casa?
—Lo están comprobando. Las llamadas enviadas y recibidas durante las dos semanas anteriores. Yo mismo di la orden, pero nos hemos distraído.
—De todos modos creo que, como ya hablamos, se impone un interrogatorio más cuidadoso a los vecinos del inmueble. Ya sabe usted que mucha gente ha visto u oído algo a lo que no le ha dado importancia hasta que, de pronto, el detalle surge a la luz y revela una pista decisiva. Yo no sé si alguien entró o trató de entrar en el piso durante esas dos horas tan misteriosas, pero de ser así, algún vecino podría aportar datos. Y es muy importante también medir los tiempos; quiero decir: el tiempo transcurrido desde que suena el golpe contra la acera hasta que vecinos y viandantes rodean el cuerpo tendido. ¿Quiénes, cuándo y cómo han escuchado no sólo el ruido del cuerpo al estrellarse contra el suelo sino cualquier otro ruido o, incluso, visto cualquier figura, conocida o desconocida, en ese breve lapso de tiempo?
—¿De verdad piensa usted que alguien estuvo en el piso, arrojó a la mujer por la ventana y se escabulló antes de que pudieran detectarlo o reconocerlo?
—Yo sólo quiero que me mida usted los tiempos valiéndose de todo cuanto le expliquen los vecinos o los viandantes que identificaron ustedes en el corro de mirones. Y además, que vaya piso por piso comprobando cómo vivieron aquellos momentos.
—Hubo gente que no se despertó.
—Serían los menos, pero le diré a usted más: averigüe qué es lo que estaban soñando los que no llegaron a despertarse con el tumulto.
El inspector Quintero la miró con un gesto entre prevenido y estupefacto.
Mariana rompió a reír:
—¡Venga, Quintero, un poco de sentido del humor, que si no nos vamos a convertir en unos sosos!
Quintero se relajó.
—La teoría del crimen —continuó diciendo Mariana— me parece poco plausible. Por más retraída, escrupulosa o insegura que fuese Concepción, una violación no tiene por qué llevarla a semejante estado de enajenación después de, insisto, dos horas, dos, recogida en su casa y rumiando el suceso. Ha de reconocer, Quintero, que nada de lo que parece ser tiene el menor sentido, así que la teoría del crimen es tan válida, a priori, como cualquier otra. Lo que me preocupa es que no hay manera de hincarle el diente al asunto y mientras tanto pasa el tiempo y todo se va poniendo borroso y puede desvanecerse como una figura en la niebla.
El inspector Quintero asintió lentamente con la cabeza, como si estuviera perdido en algún vago pensamiento.
—Por otra parte, ¿no le parece a usted extraordinaria la celeridad con que la familia o, mejor dicho, las familias, han dado por terminado el caso? —preguntó Mariana.
—Eso es muy llamativo, en efecto —murmuró el inspector.
—Al fin y al cabo ha sido un acontecimiento tremendo, pero a todo el mundo parece importarle un pito. Y no es que no le den importancia, es que parece que no ha sucedido nada. Concepción ha desaparecido de sus vidas como desaparece una figurita o un potiche que una ha tenido siempre encima de la chimenea y un día ves que no está, preguntas y, al final, piensas que lo habrá roto la asistenta al limpiar y no se atreve a confesarlo y ya no te vuelves a ocupar. Estaba y no está. Punto.
—Es como si les sobrara a todos.
—Eso es exactamente. Me pregunto qué vida llevaba ella con respecto a su familia, a sus familias. No la concibo, tal y como se están mostrando las cosas.
—Alguien tiene que saber.
—¡Bien! —exclamó la juez—. Ésa es otra vía. Vamos a hacer una lista de sus amigas y a entrevistarlas una a una. Puedo hacerlo yo, si lo prefiere usted, conmigo tendrían más complicidad.
—Amigas y llamadas telefónicas. Eso está hecho —dijo el inspector.