Tras la suculenta cena de la noche anterior, me levanté con resaca. Lo cierto es que me presenté en casa de Manolo algo achispado y estuvimos de charleta tomando copas hasta que me echaron. Una vez pasados los cincuenta es un error no moderarse en la bebida porque las resacas se vuelven agresivas. ¡Qué tiempos aquellos de juventud en los que estabas toda la noche en pie y, tras una cabezada, entrabas a trabajar como si tal cosa! Ya me venía yo diciendo que había que bajar el pistón, pero se ve que aún no estaba convencido o que, como la cabra tira al monte, yo tiraba a las barras de los bares, donde he consumido una parte importante de mi vida junto con la investigación periodística. Esa mañana, sin embargo y a pesar del dolor de cabeza, tenía ganas de entrar en acción.
Así que, visto que no podía colaborar directamente con la juez, decidí actuar por mi cuenta. Mi mejor opción, lo entendí en seguida, era localizar a Llorente. A las familias yo no tenía entrada y menos aún si invocaba mi profesión de periodista, pero la noticia de que Llorente estaba desaparecido me excitaba. ¿Cómo dar con él? Ahí la barrera familiar se levantaba de nuevo. Después de mucho pensar y aunque el tipo no me gustaba un pelo, vi claro que mi indagación tendría que empezar por Tinín. Éste era de los que se cobran los favores, pero no tenía otro hilo del que tirar, así que me fui a verle.
La verdad es que mi profesión empezaba a hacer agua por todas partes. Yo creo que fue a partir del intento de golpe de Estado del año 1981 cuando una primera avanzada convirtió esta noble profesión en un nido de reptiles. Unos cuantos periodistas, alentados por una multitud agradecida, acabaron por sentirse los amos del cotarro, los campeones de la verdad, los paladines de la democracia, y con esa aureola empezaron a frecuentar los palacios de la política y las finanzas. Fueron unos cuantos, pero la nómina creció. Luego, la historia del Watergate les abrió los ojos a su propio poder y, como todo poder embriaga, acabaron estando al servicio de sí mismos, vale decir: de su propia soberbia; la errónea conclusión a la que llegaron fue que si un periodista podía acabar con el presidente de la nación, podía gobernar desde la sombra. De ahí a manipular la realidad sólo había un paso: de ser los héroes de la sociedad democrática pasaron a ser una banda de corruptos y acabaron comerciando con una profesión que muchos otros defendimos con dignidad; sin embargo, hay que reconocer que sacaron a la luz varias vergüenzas, aunque lo hicieran por motivos espurios porque, como dijo un viejo y curtido compañero, «a veces la verdad cabalga a lomos de hijos de puta». No llegaron a tanto como a gobernar en la sombra, pero cuando comprobaron el daño que podían hacer, fue aún peor: si no podían mangonear al poder, le venderían su influencia. La profesión se dividió entre mendaces y gente de bien; y así seguimos. Tinín era de los mendaces: los distingo a la legua, pero ahora lo necesitaba y pensé que no perdía nada con solicitar su ayuda; de hecho a esta gente le encanta codearse con los que nos hemos mantenido limpios, así que, a cínico, cínico y medio.
Tinín, como corresponde a un zorro, primero se interesó por las razones que me llevaban a querer localizar a Francisco Llorente. Yo evité cualquier excusa del tipo de «estoy preparando un reportaje» porque entonces se me cerraría en banda. A estas alturas estaba muy claro que las familias implicadas habían decidido dar carpetazo al asunto. Así que preferí contarle el cuento chino de que lo buscaba para pedirle excusas por mi comportamiento. Como es natural, Tinín no se lo tragó, pero no insistió más. Al parecer, Llorente, abrumado por la situación, había decidido poner tierra de por medio y hacer un viajecito en plan relajante. Yo lo comprendí en seguida porque, después de violar, uno se estresa, y acepté la explicación; pero eso no era obstáculo para que yo pudiera al menos telefonearle. De mentira en mentira nos fuimos enredando los dos, Tinín esquivando información y tratando de saber qué es lo que yo buscaba de verdad y yo insistiendo en mi deseo de pedir perdón por haberle sacudido la badana al cabrón aquel.
A estas alturas, yo ya estaba convencido de que de Tinín era el estratega de la fuga de Llorente y me preguntaba si trabajaría directamente para los Llorente o a través del abogado peligroso. Ahora bien: ¿por qué se fugaba el garbanzo negro de los Llorente? Tal y como se iban desarrollando las cosas lo tenía todo a su favor: no había denuncia y no había escándalo público. ¿A cuento de qué la idea de esconderse lejos? ¿Y cómo de lejos?
Pero como nadie es perfecto, Tinín hizo una referencia a S… sin venir a cuento y yo me hice el distraído, sin darle importancia. La importancia se la dio Tinín con el levísimo gesto de contrariedad que se dibujó en sus labios al hacer la mención. De manera que seguimos charlando como si nada, yo pugnando por sacarle el destino de Llorente, para despistar, y él, ya confiado, dándome largas con buenas palabras hasta que me despedí.
—Vale y adiós. Si llegas a enterarte de algo, promete que me lo harás saber.
—Descuida —respondió el tío cínico.
El único problema era que con esta conversación yo había levantado el velo. Alguien, en breve, sería informado de que estaba interesándome en el paradero de Paco Llorente y eso no sé si era bueno o malo, más bien lo segundo. Lo interesante era haber comprobado que aquélla no era una escapada insustancial sino el resultado de un plan. ¿Por qué elaborar ese plan? Sin duda, había gato encerrado. Paco Llorente fue alejado porque podía hablar. Bien: ¿qué es lo que temían que dijese y quién o quiénes lo temían? Como Llorente era un borrachín y un fantasma, resultaba lógico deducir que pronto o tarde dejaría escapar indicios de la historia de la violación si no la versión completa. Evidentemente, si no querían que se supiese, por el honor de Concepción o por lo que fuere, la cosa tenía un sentido. Pero mi olfato profesional, con decenas de investigaciones sacadas a la luz pública en mi currículo, me decía que sí que había gato encerrado, que aquí había algo más que la protección a la intimidad de Concepción. Porque yo no podía perder de vista ni que ese sinvergüenza al que yo arranqué de encima de la víctima la había violado, ni que me habían empujado a aceptar su versión; porque eso es lo que había conseguido el abogado, a cuyas sibilinas amenazas me había plegado por proteger a Manolo. De modo que ahora tenía varios motivos para ponerme a desentrañar el misterio: lavar mi culpa, joder al abogado, devolverle su dignidad a la pobre Concepción, que se había suicidado en un acto de desesperación al no poder soportar la ignominia y, sobre todo, deslumbrar con mi habilidad a la bella Juez De Marco. Así pensaba yo ingenuamente que la haría caer en mis brazos, entregada y loca de pasión; claro que aún no sabía con quién me la estaba jugando en el campo del amor.
—¿Así que S…, eh? —me dije viendo alejarse a Tinín. Muy bien, me trasladaría a S… A un tipo con las costumbres de Llorente no sería difícil localizarlo y más en una ciudad que yo conocía bien. Sí, porque la vida de reportero da mucho mundo al que la practica.