Cuando al fin hizo su aparición, me levanté como un resorte para ir a su encuentro, pero antes de que pudiera alcanzarla se metió, para mi frustración, en su despacho. El secretario, que la seguía, sí se percató de mi presencia y me indicó por señas que esperase, así que tuve que poner toda mi confianza en él; y no en vano, porque al rato, la juez salió por la misma puerta, me localizó de inmediato y se dirigió a mí. Al verla acercarse vestida de calle con un traje sastre elegantemente ajustado, la falda por encima de la rodilla y luciendo unas piernas atléticas rematadas con unos zapatos de tacón de ante gris, a juego con el color del traje, estuve a punto de marearme. Y eso que aún no me había fijado —esto fue en una segunda ojeada— en esos ojos imponentes que resplandecían como perlas negras en su rostro. Por un momento quise pensar que resplandecían al verme, pero un acendrado sentido de autodefensa me hizo recular. La verdad es que me conformaba con que me mirase. Menuda era la dama.
Al parecer le hizo gracia que hubiera estado esperando tan sólo para darle mi teléfono. Yo era consciente de lo inconsistente de mi situación porque, en efecto, bien podría haber dejado un recado sin más; con mi actitud, me descubría, pero, por otra parte, eso también era un mensaje para ella. Yo había ido en persona porque, evidentemente, buscaba la ocasión. Otro en mi lugar se habría sentido descubierto como un adolescente; no era mi caso: buscaba precisamente eso, que ella supiera. De este modo, los pasos siguientes, fueran cuales fuesen, serían reveladores. Si ella aceptaba un nuevo encuentro, la cosa prometía; si me daba largas, habría que iniciar el asedio por otros caminos antes de rendirse. Le propuse, ya que estábamos allí, tomar un vino y un pincho en algún bar cercano y aceptó.
Al salir del bar me encontraba en un estado de euforia difícil de disimular. Ella tuvo que notarlo porque tenía que ser evidente para una persona con su experiencia, sin embargo, no me hice especiales ilusiones. Aquello sólo quería decir que nos caíamos bien, que nos gustaba nuestra conversación y que era una mañana radiante de julio. No me atreví a invitarla a almorzar porque no es bueno precipitar situaciones que deben fluir por su propia naturaleza y porque intuí que ella me había concedido el máximo de su compañía por esa mañana, así que la acompañé hasta su casa y de esta manera me enteré de dónde vivía.
No quedaba lejos del Paseo Marítimo por lo que deduje que debía de salir a correr muy a menudo, pero tampoco quise preguntarle. Nada que pareciese petición de información sobre sus pasos y actividades personales. Me despedí como un caballero que, sólo por pura caballerosidad y sin ninguna otra intención oculta, ha venido a acompañarla hasta su portal, y me alejé después con el aire de ir a ocuparme de otras cosas tanto o más importantes que hacer de inmediato.
A mis cincuenta y cuatro años me encontraba tras una mujer como si fuera un jovenzano de veinticinco años atrás. He tenido muchas mujeres, siempre con el prurito de ser un monógamo sucesivo porque las mujeres me gustan tanto que sólo puedo disfrutar con ellas de una en una. Que la vida es corta sólo lo comprendes cabalmente cuando llegas a una edad como la mía, de manera que me arrepiento de no haber apurado más todos los momentos felices de una relación amorosa o sólo física, que también suele ser bastante amorosa porque yo no soy de los de aquí te pillo, aquí te mato. También me arrepiento de no haber sido más valiente en los momentos de dolor, sobre todo de aquellos momentos en los que causas dolor y por miedo a causarlo lo prolongas inútil y devastadoramente. Ahora, flaco aún, algo cansado, con menos pelo, habiendo perdido un trabajo fijo y remunerado que posiblemente ya nunca recuperaría porque había entrado en el camino del descenso hacia la pobreza propio de la edad, miraba atrás sin rencor y sin nostalgia, pero con la memoria intacta, esa memoria que es lo que tú eres, ni más, ni menos; una figura que cuesta cada vez más sostener con dignidad hacia delante.
Me quedaba la opción de acabar como Manolo, con un negocio pequeño en un mundo pequeño rodeado por la rutina y los clientes pequeños, con una criatura joven y pizpireta para llenarte de alegría, calentarte la cama y recordar con la mayor frecuencia posible el delicioso pecado de la carne, pero eso no era para mí. No lo habría sido nunca, pero ahora menos. Para mi mala fortuna, me había cruzado con una mujer de verdad, una de esas mujeres de una vez que te hacen entender la prodigiosa potencia de la naturaleza de la tierra. Y digo para mi mala fortuna porque ¿a qué podía aspirar yo? Esa mujer no era para un polvo ni para unos cuantos, no, ésa era una mujer de las que dan sentido a toda una vida, dure lo que dure el amor a su lado; a esa duración extrema es a lo que yo aspiraba y a la que muy posiblemente llegaba tarde, como a todas las cosas buenas que son buenas por lo que duran, es decir, por lo que tienen de inagotables, por lo que tarda en llenarse uno de ellas, pasiones tan poderosas que resultan prohibitivas para la gente ya maleada. Mariana de Marco daba la sensación a los cuarenta y pico años que debía de tener, de hallarse en sazón. Yo, en cambio, ya no disponía de esa parte de empuje aprendida en la juventud, tan prodigiosa cuando se junta con la primera madurez.
Y tampoco mi situación era envidiable. ¿Qué artes de seducción podía desplegar yo en mis condiciones actuales? No es que me estuviera haciendo el humilde; si fuera así, no intentaría el asalto a la fortaleza; es que uno debe de medir sus fuerzas, simplemente para no caer en la desesperación si las cosas se tuercen, que se torcerán. Pero no va con mi carácter retirarme por presumible inferioridad de condiciones en un asalto amoroso; lo que ocurre es que en este caso estamos hablando de lo que mi madre llamaba «posibles», o sea, situación financiera; lo que también ocurre es que sé que puedo acabar como se decía de aquel hombre que «si no cumplió grandes hazañas, murió por acometerlas». Siempre queda el espíritu.
Todo esto pensaba yo camino de ninguna parte porque en mi apresuramiento y meditación llegué andando hasta el borde mismo del agua en el puerto deportivo. Un paso más y habría caído al mar. Recuerdo que miré a derecha e izquierda por ver si alguien estaba observando mi ridículo aspecto de orate y al hacerlo, acabé poniendo los ojos en el restaurante donde había cenado con Mariana de Marco la noche anterior. No es que estuviera muy bien de dinero, que lo estaba siempre que no buscara cubrirme las espaldas de cara al futuro inmediato. Ésta no era la primera vez que me quedaba temporalmente sin trabajo, pero sí era la primera que se me abría un horizonte árido e inquietante, por lo que debía andarme con cuidado y aguantar el derroche. Pero si yo estaba dispuesto a derrochar mi vida y mis esperanzas por aquella mujer ¿por qué no derrochar unos billetes en rememorar la primera cena con ella al borde del mar entregándome a un almuerzo sin restricciones de ninguna clase? Y, dicho y hecho, entré en el restaurante como un señor y salí de él hora y media después con la cartera vacía y una esplendorosa sensación de plenitud en el alma y en el cuerpo.