El día 14 de julio, miércoles, las cosas seguían estando en punto muerto y yo no sabía por dónde tirar. Se habían cumplido dos semanas desde mi llegada y hacía una que debería estar de vuelta en Madrid buscando trabajo; sin embargo, el rechazo al calor seco y atosigante de la capital, que ya estaría quedándose medio vacía, no animaba a regresar y menos a buscar un trabajo. Eché cuentas y decidí permitirme el lujo de apalancarme en G… ¿Cuánto tiempo llevaba sin tomarme unas vacaciones de las auténticas, o sea, de tocarse las pelotas y escuchar jazz a placer? Lástima que mis discos estaban todos en Madrid, pero Manolo, que era de la cofradía de los ellingtonianos, estaba bien surtido, desde King Oliver hasta el Bop más elegante. Y, si no, siempre podía acercarme a la librería Paradiso, recién descubierta, un filón de vinilos y de libros. Tenían tantos y tan apretados que si un día los retiraban estaba seguro de que se hundiría el edificio. Y luego estaba la juez, claro.
Con el mejor de los ánimos, a pesar de las contrariedades de la investigación, me acerqué a El Espacio a pactar con Manolo el uso de su equipo de sonido mientras él estaba en el bar y, para mi sorpresa, allí estaba el inspector Quintero desayunando tranquilamente.
—Hombre, inspector, qué gusto verle. ¿Me permitirá que le invite a desayunar?
—Usted sabrá —dijo Quintero encogiéndose de hombros. Yo ya sabía que no le caía bien, por eso insistí.
—Venga, hombre, Hoy por ti y mañana por mí.
—De eso, nada —contestó—. Si me invita, es cosa suya, es sin condiciones.
—Vale, le invito sin condiciones, pero no hace falta que sea tan borde conmigo. ¿Qué culpa tengo yo de haber estado en medio del lío este? Lo único que he hecho es colaborar.
—Bueno, al grano. ¿Qué quiere usted?
—Un café con leche y un pincho de tortilla —dije. En estos casos me pierden las ganas de bromear, no puedo evitarlo.
—¿Qué pasa? ¿Que estamos de cachondeo?
—Era una broma, hombre, alegre esa cara. Manolo: ponme un café y una bayonesa, que no he desayunado. ¿Tan mal van las cosas? —le pregunté tratando de congraciarme.
—Peor, pero eso a usted no le importa.
—Tengo alguna teoría que quizá…
—Oiga, guárdese sus teorías. No me amargue el desayuno, que bastantes problemas tengo ya.
En ese momento se apuntó Manolo.
—He estado preguntando —dijo dirigiéndose al inspector— y le puedo decir que a Francisco Llorente se le ha visto muy a menudo por esta zona, a la hora del aperitivo y luego a media tarde. Aquí no entró nunca, al menos que yo recuerde, y después del lío de la otra noche me habría acordado, pero la zona la conoce bien y el pasaje lo conocía porque la florista lo reconoció y me ha comentado que una vez le compró un ramo de rosas.
—Sería para alguna furcia local —comentó Quintero.
—A mí no me cabe la menor duda de lo que estaba haciendo en el pasaje —dije yo— sin flores ni nada.
Quintero me fulminó con la mirada.
—¿Ha preguntado a sus clientes habituales si lo vieron rondar por aquí en algún momento del día? —le dijo a mi amigo.
—Nadie recuerda haberlo visto. De todos modos, si estuvo por el lado del callejón ese, desde aquí no se lo podía ver porque hacemos esquina con la calle. Javier lo vio, o sea, lo pilló, porque salió a echar un pitillo. Siempre dobla la esquina para acercarse a terminar el cigarrillo y está de vuelta por echar una mano con el cierre. De hecho, si salí afuera fue debido al jaleo de los gritos que se cruzaron los dos y luego el follón de los municipales con la sirena.
—La familia sigue dando largas con que se ha ido y no saben adónde —comentó Quintero para sí mismo mientras encendía un cigarrillo, como si Manolo y yo no estuviéramos allí. Mira que era borde el tío.
Así que se confirmaba que se había ido de G…
—Sin comentarios —recuerdo que dijo.
—Pero si lo ha dicho usted ahora mismo —le contesté. Estaba empezando a cabrearme.
—Pues como si no lo hubiera dicho —dijo el tío y se largó sin decir adiós y sin darme siquiera las gracias.
—Pero tú ¿por qué tenías que invitarle? —me riñó Manolo.
—Porque soy un bocazas —respondí de mal humor.
Pero lo dicho estaba dicho. Así que Francisco Llorente se había largado. Me imaginé al abogado mafioso metiéndolo en un tren camino de alguna parte para quitarlo de en medio.
Mientras desayunaba, pensé en la juez y me dejé llevar por la ensoñación. Ahí estaría ella, con Quintero, pensando cómo enfocar el caso. Yo recordaba nuestra conversación en el restaurante del puerto deportivo, me la representaba en mi imaginación con todo detalle y sentía un cosquilleo en el estómago. La verdad es que habíamos quedado en colaborar, no estaba nada claro cómo, aunque eso era lo de menos porque lo único que yo quería era volver a verla, pero ahora no sabía cómo contactar con ella si no me llamaba. Pero, entonces, ¿cómo iba a contactar conmigo si yo no le había explicado dónde ni cómo localizarme? Este descubrimiento me dejó planchado. Por un momento pensé en acercarme al Juzgado. En seguida comprendí que Quintero estaría por allí y, sabiendo del humor que estaba, seguro que me echaba a patadas. Luego recordé que el secretario de la juez, un tal Arenas, que era un chico joven y amable, quizá podría si no introducirme, al menos pasarle mi recado. Eso fue lo que hice, darme un buen paseo hasta los Juzgados.
La juez estaba ocupada, lo mismo que su secretario. Una funcionario se brindó a pasarle mi nota a Pelayo Arenas en cuanto tuviera una oportunidad, pero yo tengo mi oficio y sé muy bien que si quieres que algo llegue a su destino, te tienes que ocupar tú personalmente, así que me dediqué a dejar pasar el tiempo, tanto que casi me duermo. En una de éstas, se abrió la puerta del Juzgado y salió Arenas, que no me reconoció, para llamar apresuradamente a otros concurrentes al juicio que esperaban fuera, sin darme oportunidad de hablarle y lo mismo volvió a ocurrir un rato después. Se ve que tenía señalado más de un juicio. Yo creía que la juez lo era de Instrucción, que no juzgaba, pero aproveché la salida de un oficial para preguntarle y me dijo que sí, que de los juicios de faltas sí se ocupaba ella. En fin, lo que estaba claro era que Quintero no andaba por allí y seguí esperando y perdiendo la mañana. Lo que hace uno por un amor no correspondido.
Lo que no me esperaba era encontrar al abogado mafioso. Cuando me vio allí sentado mostró alguna sorpresa, pero se rehízo en seguida y se acercó a saludarme. Quería saber qué hacía yo en aquel lugar y me divertí contándole que estaba dudando si volver a cambiar mi testimonio hasta que empezó a mirarme mal; tengo la virtud de hacer bromas a destiempo con bastante frecuencia. Así que le cambié el tercio diciéndole que, si veía a Llorente, le presentase de nuevo mis excusas y eso lo tranquilizó. En ese momento apareció el fiscal, que también me echó una mirada de reproche (sólo me recordaban los que me tenían manía), saludó efusivamente al abogado y se alejaron los dos con la más que probable intención de darse una comilona durante la cual tramar alguna sinvergonzonería semejante a la de librar a Llorente de la acusación de violación.