El jefe de la familia Sánchez-Hevia era todo lo contrario de Constantino Ares. A éste, Quintero le consideraba un tipo que hacía de la sequedad virtud y autoridad, al menos con quien no fuera de su clase; en cambio Fulgencio Sánchez-Hevia tenía a gala ser un hombre campechano, exigente cuando lo creía necesario y paternal con sus empleados. La suya era una empresa familiar al estilo de muchas del País Vasco, donde su padre había empezado a trabajar y cuyo modelo se llevó a G… al independizarse de aquel patrono armador que a su vez había sido como un padre para él en sus dependencias de Bilbao. De los dos hijos varones, Fulgencio hijo era uno de esos ejecutivos modernos que todo lo fían y supeditan a los resultados de la gestión y para el cual la gente, los empleados, eran exclusivamente mano de obra a la que había que vigilar de cerca. Tomás, en cambio, era más parecido a su padre, más cercano al lado humano de la plantilla. Las diferencias entre los hijos las solventó el padre ocupando a Tomás en la burocracia y a Fulgencio, más activo, en el negocio propiamente dicho, lo cual le tenía a menudo viajando, como en esta ocasión en que Quintero fue a visitarlos.

Fulgencio padre estaba realmente afectado. Para él, el matrimonio de su hijo Tomás era una consecución, un logro. En cierto modo, le producía sensación de estabilidad debida, más que nada, a la situación del mayor, separado, con dos hijos y pocos deseos de volver a contraer matrimonio. Mantenía relaciones afectuosas con su nuera para no cortar los hilos con sus nietos a los que adoraba, y reprochaba a su hijo mayor la poca paciencia con que había afrontado el proceso de separación. Temía el divorcio por la sola posibilidad de que su nuera volviera a casarse y el contacto con los nietos se resintiera. Era evidente que la falta de hijos en el matrimonio de Tomás la llevaba con mal disimulada resignación. Quintero extrajo todas estas conclusiones gracias a la naturalidad con que Fulgencio se expresaba.

Fulgencio se encontraba aún muy afectado por la muerte de su nuera. Estaba informado también de la violación, sobre la que se guardaba un convenido secreto por todas las personas afectadas, aunque Quintero pensaba que acabaría saliendo a la luz.

—Dios no lo quiera —dijo Fulgencio— porque si trasciende será la comidilla de toda la ciudad y no habrá medio de comunicación que no le dé la primera página. Aparecerá en todos los periódicos de España. Qué desgracia.

Estaba realmente abrumado ante la posibilidad.

Ni por un momento pasó por su cabeza que el asunto escondiera algo más que el suicidio.

—¿Le parece a usted poco? —dijo, y Quintero comprendió que no sacaría nada más de él.

Estuvo comprobando que, en efecto, Tomás se encontraba de viaje el día fatídico y en ningún momento apreció que su padre estuviera al tanto de la fama de frecuentador de burdeles que discretamente se le atribuía. Incluso hizo algún tanteo para dar pie a un reconocimiento del hecho y finalmente se rindió ante la evidencia de que el padre estaba en la inopia. Para Fulgencio, el matrimonio de su hijo funcionaba correctamente y sólo la mala suerte había hecho que no tuviera descendencia. La idea de que cualquiera de los dos cónyuges solventara sus necesidades sexuales fuera del matrimonio le hubiera parecido un disparate. Fulgencio era un hombre de orden, un honrado trabajador que había amasado una considerable fortuna con su esfuerzo y parecía una buena persona aunque tuviera sus arranques de genio de vez en cuando. Por un momento, mientras caminaba por la calle después de la entrevista, le dio por pensar lo que significaría para ese hombre enterarse de la verdad de la disimulada relación de su hijo con la víctima.

«Lo peor —pensó— es que se acabará enterando, porque este asunto tiene muy mala pinta, y el hombre no se merece el daño que le va a causar cuando salga a la luz si es que no sabe algo ya».

De lo que tampoco le cabía duda era de la no implicación de cualquier miembro de la familia en el caso, con excepción de Tomás. Si, como empezaba a sospechar la juez, y él con ella, la posibilidad de un crimen empezaba a abrirse paso, no procedería de ningún miembro de la familia Sánchez-Hevia. Es decir: salvo del marido, un sospechoso inevitable.