El inspector Quintero empezó a hacer una ronda por las familias implicadas directa o indirectamente en el caso. Era una ronda de rutina, pues no tenía esperanzas de obtener resultados inmediatos; más bien estaba a la caza de algún indicio, un hilo del que tirar. Empezó por la familia Ares. El hijo mayor, sacerdote adscrito a la catedral de V…, le pareció un acabado y escurridizo producto de la diplomacia eclesiástica que consiguió no decir nada relevante y sí toda clase de generalidades en el tiempo que duró el interrogatorio. Tenía a su hermana por una mujer religiosa y tradicional, de conducta intachable. Quintero le vio tan discreta y elegantemente compungido que estuvo a punto de felicitarle en vez de darle el pésame, al finalizar el interrogatorio.
La madre de Concepción estuvo tensa bajo su aparente discreción de dama de alcurnia.
El inspector captó una especie de recóndito resentimiento, o quizá desaprobación, hacia su hija; pero esto sucedía muchas capas más adentro de las que recubrían su aspecto exterior; en éste sólo resplandecía su total acuerdo con la vida que le correspondía vivir, resplandor que exhibía con un moderado deleite y comprensión hacia el resto de la humanidad, incluido el inspector. Concepción había sido una buena hija: obediente, servicial, discreta y elegante. Lo que llamó la atención del inspector fue que en ningún momento apareció la palabra «cariño» referida a cualquiera de las dos. El matrimonio de su hija lo consideraba propio y natural de quienes ellos eran y de su condición social.
Quintero se afirmó en la idea de que entre madre e hija había existido, y persistía aún después de la muerte, una tensión soterrada que, si en la hija ya no podía calificar, en la madre le pareció que tenía que ver con la dureza de corazón y una cierta decepción, un reproche amargo nacido de la convivencia. Lo cual también era selectivo, porque la señora Ares manifestaba, en cambio, no sólo una adoración afectiva por su hijo sacerdote que no se molestaba en ocultar sino que incluso a Gonzalito, el tarambana a quien, siendo ella como era de rígida debió de haber atado corto, le profesaba un cariño hecho de debilidad y preocupación. A la que, desde luego, exigía sin aprecio, era a su hija. En cierto modo era una madre rendida al macho. Incluso hablaba de su yerno, Tomás, con un reconocimiento que en ningún momento pareció mostrar por su hija. Quintero se dijo que si quien la hubiera interrogado fuese la Juez De Marco, podría haber habido un choque de trenes entre ambas.
Con enorme cautela tocó el asunto de la violación. Los Ares sabían de la presunta implicación de Francisco Llorente, hijo de una familia amiga y de semejante posición, pero en este punto la conversación fue sumamente delicada porque ella no dio a entender que supiera nada más que el hecho de que su hija había sido agredida por un desconocido. Con el mayor tacto, Quintero se atrevió a preguntar si sabía que Francisco Llorente estuvo cerca del lugar donde se produjo el ataque y ella, a su vez, se refirió a un desvergonzado que pretendió culpar al hijo de los Llorente del ataque y del que sospechaba que era el verdadero autor de la agresión.
—Como usted comprenderá, Paquito Llorente sería incapaz de una acción así, no es propio de chicos de su educación y posición. No digo que no sea un poco atolondrado e inconsciente: mi hijo Gonzalo es otro irresponsable por el estilo que nos ha dado también algunos disgustos; pero de ahí a cometer semejante barbaridad… —le explicó al inspector con inconmovible convicción.
Como ya le había advertido la juez, Constantino Ares alegó cualquier pretexto para no recibirle y Quintero, siguiendo las indicaciones de ella, no insistió.
—Que se las vea con la juez —se dijo—, que se va a enterar de lo que vale un peine.
El paso siguiente fue prescindir de Gonzalito, de quien no esperaba nada y a quien no podría localizar hasta la tarde noche. En cuanto a Tomás Sánchez-Hevia, ya lo había interrogado la juez y no quería volver a presionarle en tan poco tiempo. Los Sánchez-Hevia, por otra parte, podrían aportar alguna información sobre el matrimonio de su hijo, sobre el comportamiento de Concepción, sobre los tratos de esa familia con su nuera y cuñada, pero, a primera vista, difícilmente aportarían información de importancia sobre el meollo del misterio de aquella muerte; de manera que prefería dirigir su atención hacia la familia Llorente. Lo cierto es que era un trago, porque en la familia sí debía de saberse la implicación de Francisco; el interrogatorio a los padres y hermanos podría ser duro y extraordinariamente incómodo.
—En fin —exclamó para sus adentros al detenerse ante el edificio donde se encontraban las oficinas de la compañía de fletes Sánchez-Hevia—, gajes del oficio.