Me desperté a la mañana siguiente a la cena con la juez con el alma en paz y un optimismo contagioso. De la noche a la mañana estaba exactamente donde me apetecía estar: abriendo relaciones con la mujer a la que deseaba y metido de lleno en una investigación que me devolvía a lo mejor de mi vida profesional.

Me fui a desayunar a El Espacio con un ánimo excelente. Manolo ya había vuelto del mercado y se encontraba muy atareado preparando la oferta de tapas y raciones del día con la ayuda de su chica, que libraba. Como estaban a la vez atentos a la barra y al condumio, me ofrecí a hacerme cargo de la primera, que en aquella hora entre el desayuno y el aperitivo apenas si daba trabajo; tan poco trabajo que, con un ojo en la barra y otro en la cocina donde trajinaban, aproveché para contarle la razón de mi excelente estado de ánimo.

—No sé por qué —me dijo mientras limpiaba calamares y Yuko, ocupada en freír dados de pixín, me enviaba sonrisas pícaras sin cesar—, pero estaba seguro de que andabas detrás de la juez esa. Por tu manera de hablar de ella —explicó—. Se te veía trastornado. Pero tengo entendido que no es precisamente una mojigata, que le van más los gallos de corral que los tipos decentes como tú, así que ándate con ojo.

—¿Mojigata? Pero ¿tú has visto a ese pedazo de mujer? —le dije fingiendo indignación.

—Claro que la he visto. No se le despinta a nadie. Pero ya te contaré alguna historia que corre por ahí.

—Te estás volviendo un provinciano, Manolo. ¿Qué es eso de historias que corren por ahí? Los chismes, guárdatelos, que a mí no me interesan. A mí me interesa ella. Lo que haya hecho con su vida es cosa suya. Yo estoy a otra cosa.

—Habló el cosmopolita.

—Te voy a decir una cosa: yo no seré cosmopolita, pero tú te estás convirtiendo en un pocacosa.

—Me encanta la confianza que tienes en mí. Yo sólo te advertía de algo que desconoces y te puede interesar. No presumas de calar a la gente al primer golpe de vista porque eso sí que es una fantasmada.

Yo estaba de tan buen humor que ni probé a seguir la provocación de mi amigo a pesar de que en el trato entre nosotros las pullas formaban parte de la diversión y el afecto. Así que me serví un vino y lo alcé en brindis.

—Por tu chica. Por Yuko, que es una gloria aquí y en Cuba.

—En Cuba no, chico —contestó ella con desparpajo—. Tremendo esfuerzo nos costó a mi amiga y a mí salir de allá.

—Se vino con una amiga —comentó Manolo—. Que si quieres —añadió— te la presentamos porque está libre y medio sin compromiso.

—Gracias, ya tengo a mi dama. A mí me va el amor cortés, el amor sin tacha de los caballeros andantes.

—Peor para ti. Y luego me hablas de provincianismos. Nosotros, al menos, jodemos sin tanta prosopopeya.

—Los caballeros andantes —le expliqué— eran seres generosos y universales entregados a grandes causas.

—Anda y que te folle un pez.

—Para peces, los que tú destripas, tabernero.

Hizo ademán de tirarme un calamar, pero en ese momento ambos advertimos que un par de paisanos acodados ante un par de vermús de grifo nos estaban mirando con evidente interés y cambiamos rápidamente de onda. Lo recuerdo porque uno de ellos me acabó poniendo en un compromiso. Uno que resultó ser confidente del comisario jefe Saludes. No es conveniente hacer juegos verbales delante de palurdos.