Al final, Mariana de Marco se decidió por citar a Javier Goitia en su despacho porque si los veían juntos en una cafetería el encuentro podría prestarse a interpretaciones equivocadas, pues la ciudad estaba llena de ojos. Goitia se presentó con una actitud desenvuelta que probablemente, pensó ella, encubriese una mezcla de recelo y curiosidad. Alto, flaco y vestido con un elegante abandono, tomó asiento en una silla de brazos al otro lado de la mesa de la juez sin esperar su invitación. Con sus ojos claros y vivaces, más que mirar escudriñaba, como queriendo captar no sólo lo que el lugar podía decirle sino la relación que éste mantenía con su ocupante. Miraba de frente sin reparo, apoyado siempre en una media sonrisa simpática, producto, supuso ella, de la costumbre de relacionarse con cualquiera que le pudiera ofrecer información, aunque quizá fuera también una parte de su personalidad. Tras observarlo a satisfacción, Mariana hubo de reconocer que el hombre tenía su atractivo.

—Le he hecho llamar, señor Goitia —empezó a decir—, porque me gustaría volver a hablar con usted de la noche en que se produjo la violación de la señora Ares, pero antes de nada quiero advertirle que ésta va a ser una conversación informal, no un interrogatorio, si tiene usted la amabilidad de aceptarla.

Goitia se inclinó hacia delante, hacia donde ella estaba, como si fuera a solicitarle su confianza e, inmediatamente, se recostó en la silla antes de cruzar las piernas en actitud de comodidad.

—Estoy a su disposición —dijo abriendo las manos en actitud de oferta.

—Verá. Estoy un tanto confusa respecto a lo sucedido en el pasaje de la floristería. Según sus propias palabras, usted escuchó voces de auxilio…

—Escuché unos gemidos angustiados más bien. Eso eran, gemidos angustiados. ¿Sabe?, luego he pensado en ellos y he tenido la sensación de que no gritaba sino que gemía por pudor; es como si necesitara desahogar su miedo, pero por nada del mundo dejar que la vieran en semejante situación.

—Eso es muy significativo —dijo Mariana súbitamente interesada—. Una apreciación notable.

—Raro, muy raro.

—Quizá no lo sea tanto —dijo Mariana—, pero volvamos al momento. Usted entra en el pasaje, ¿y qué ve?

Goitia carraspeó durante unos segundos.

—Bueno, vi a la mujer medio incorporada en el suelo, le vi la cara y la ropa descompuesta, con señales indudables de haber sido agredida…

—Y entonces, del recodo surgió una sombra, una persona, y usted se abalanzó sobre ella.

—Eso es, exactamente.

—No. Eso es todo lo contrario, señor Goitia, eso es inexacto.

—¿De verdad? —preguntó el hombre con una mueca de ironía.

—Escuche, Goitia, ésta es una conversación informal y estamos hablando off the record, ¿me comprende?

—Perfectamente.

—Entonces dígame lo que vio en realidad.

Se abrió una pausa entre los dos. El silencio esperado se fue haciendo denso poco a poco mientras se observaban con una mirada serena y retadora a la vez; pasaron unos segundos que se desgranaron lentamente en el espacio que mediaba entre ambos hasta que, al fin, la media sonrisa característica del hombre se abrió paso entre sus labios y el silencio se distendió y la inmovilidad se disolvió en el aire.

—Yo estaba junto al pasaje y escuché unos gemidos y forcejeos que me llamaron la atención, así que me asomé para vocear: ¿Hay alguien ahí? Entonces me llamó la atención el silencio repentino, de manera que avancé unos pasos y la vi a ella, al fondo, medio caída y con el pelo y la ropa desordenados. No había mucha luz, pero la vi. Y en ese momento el hijo de puta saltó de las sombras y yo, sin pensármelo dos veces, me fui tras él, lo agarré cuando llegaba a la calle, lo inmovilicé con una llave y llamé con la mano libre a la poli con mi móvil. Grave error, porque el tío aprovechó para soltarse y tuve que correr otra vez tras él. En fin, que le di alcance y un par de hostias, lo llevé al callejón y ni me di cuenta de que había perdido el móvil. Entonces fue cuando vi que la mujer ya no estaba allí y no supe qué hacer; por un momento pensé en llevármelo al bar, pero en ese momento apareció la policía. Ésta es la verdad.

—La persona que usted detuvo era el señor Francisco Llorente.

—Muy señor no creo que sea, pero Llorente sí. Paco Llorente. Al día siguiente me lo encontré en un club llamado La Bruja.

—¡Vaya! —exclamó la juez—. Por qué será que toda la gente de mala vida acaba dando con su cuerpo en ese antro.

—Pues me han dicho que a usted la han visto en él alguna noche —apuntó Goitia con toda intención.

—En el pasado y en cumplimiento de mi deber —respondió Mariana tranquilamente, pero cambió de inmediato de conversación—. Ahora respóndame con claridad: ¿vio usted al señor Llorente forcejear o agredir a Concepción Ares?

—No.

—Entonces, ¿cómo sabe que fue el agresor?

—Porque no podía no serlo. Yo estaba fuera, en la calle, fumando tranquilamente un pitillo. De haber habido otro agresor y ser Llorente quien dice ser, o sea, alguien que quería ayudar a la mujer, el agresor misterioso tendría que haber pasado por delante de mí en su huida. Pero no pasó nadie. Allí no había nadie más que Llorente y tuvo que ser él, forzosamente, quien la agredió.

—¿Y si el agresor se marchó antes?

—¿Quiere usted decir si se marchó y al rato pasó Llorente por allí?

—Exacto.

—Pero yo ni vi salir al agresor misterioso ni entrar a Llorente; o sea, que el amigo Llorente estaba allí adentro cuando yo salí del bar. ¿Qué hizo durante esos minutos, los que me duró el pitillo? ¿Ayudar a la mujer? ¿Ayudar a qué? Yo escuché gemidos y forcejeo y no sé de nadie que forcejee con una mujer y la haga gemir de miedo para ayudarla. Mire, señoría, Llorente era el agresor y estaba en plena faena cuando yo di la voz, entonces, al oírme, se escondió en el recodo y luego trató de escapar mientras yo sí que ayudaba a la mujer.

—Supongamos que fue así…

—Pues ahora pregúnteme por qué retiré la denuncia, que es lo que de verdad quiere preguntarme.

Mariana le respondió con una franca sonrisa.

—No se lo tome usted a mal, pero yo no me fío de los jueces, que son arbitrarios y vagos.

—Hombre, no todos somos así —le interrumpió Mariana, divertida.

—Será como usted dice —concedió Goitia con alguna sorna—. En fin, alguien se ocupó de hacerme ver que sin pruebas fehacientes, mantener la denuncia eran ganas de meterse en un lío en el que no tenía arte ni parte. Así que retiré la denuncia, alguien se ocupó de animar al fiscal a que la aceptase y aquí estamos, usted preguntando y yo respondiendo.

Mariana estaba tratando de evaluar las verdaderas intenciones del periodista. No dudaba de su sagacidad y le parecía una persona de carácter decidido y dispuesta a llegar al fondo de las cosas, sin duda por su condición de periodista. No, aquella manera de retirarse del caso no le parecía propia del sujeto. Era aventurado decir eso, pero era lo que su sensibilidad le decía.

—¿No le interesa esta historia? —preguntó de repente la juez—. Me refiero a su faceta profesional de usted.

—Bueno… —dudó el periodista—. La verdad es que tiene miga, sí, es una buena historia, pero yo no estoy en activo, no tendría dónde colocarla, y tampoco parece fácil meter la nariz en ella… —Todo esto lo dijo como si deseara rodear el asunto y desprenderse de él, pero la juez no estaba dispuesta a dejarle escapar.

—Si el caso se resuelve, usted regresa a su profesión por la puerta grande, ¿no es cierto? Hablando con franqueza y estando implicados quienes lo están, este asunto tiene un morbo mediático importante.

—Señoría —preguntó el periodista—, ¿me está usted incitando a colaborar con la Justicia?

Mariana de Marco no pudo evitar una carcajada.

—¿Qué le parecería si le dijera que sí?

—Me dejaría estupefacto, pero la seguiría a usted hasta el fin del mundo —respondió Javier Goitia a calzón quitado. Mariana de Marco le devolvió una mirada de sorpresa que él leyó como una advertencia de límite.

—No le pido tanto —comentó al fin Mariana—. De hecho no le pido nada. Sólo que, si acaso usted estuviera interesado en sacar de aquí un buen reportaje, yo estaría interesada en que compartiera usted conmigo sus averiguaciones. No soy competencia suya y, quién sabe, a lo mejor puedo ayudarle yo también; siempre, claro —advirtió con artera intención— que yo no tuviera que romper el secreto de mi propia instrucción, como es lógico.

—O sea, que quiere cambiar algo por nada —dijo el periodista.

—No puedo prescindir de mi condición de juez.

—¿Y por qué iba yo a hacerle ese favor?

Mariana de Marco sonrió de manera encantadora e inclinó la cabeza ligeramente a un lado, un gesto invitador característico en ella, un gesto que había debilitado a tipos más duros que Javier Goitia. En ese instante de seducción, Goitia dejó de ver a la juez y sólo vio a la mujer que le deslumbró en el tren de venida a G… Ni tuvo duda ni dio pie a la razón, sólo se dijo que la oportunidad no se volvería a presentar por segunda vez.

—Supongamos —dijo mientras se reponía del efecto entusiasmo— que me animo a colaborar con usted sin pedir nada a cambio…

—Su generosidad me abruma —le interrumpió Mariana con falsa gratitud.

—… ¿qué le parecería si discutimos las condiciones durante una cena? Una cena —se apresuró a añadir— a la que la invito yo, como es natural.

—Pero ¿no estaba usted en el paro? —Mariana se estaba divirtiendo, sobre todo al reconocer que a su interlocutor le sucedía lo mismo.

—Razón de más. Si dejamos pasar el tiempo me quedaré sin un céntimo. ¿Eso es lo que usted quiere? ¿Ésa es la manera astuta de dejar que se desvanezca mi modesta proposición?

—De acuerdo, gana usted esta partida. ¿Cuándo quiere que cenemos? ¿Esta noche?

Goitia tuvo que reconocer que ella no sólo era inteligente y rápida sino que jugaba con verdadera habilidad y audacia sus cartas. Había vuelto a sorprenderle.

—De acuerdo, esta noche. Dígame dónde la recojo. —Estaba claro que Goitia no iba a retroceder un milímetro; aquello no había hecho más que empezar.