En su casa, Mariana de Marco se preguntaba cómo era posible que se hubiera podido tapar el asunto de la violación de Concepción Ares. Era de todo punto evidente que tendría que referirse a ella en la instrucción del caso, pero había recibido una indicación superior, concretamente del decano, para que tratase de solapar o quitar relevancia al incidente «por consideración a la dignidad de la familia y para evitar la morbosa y desagradable curiosidad que provocaría hacerlo vox pópuli». En otra ocasión, la advertencia la habría dejado atónita, pero Mariana, que no era santo de la devoción del Juez Carbajo, tendría que haber esperado una recomendación semejante, dada la consideración social de los interesados. Carbajo había decidido hacer de G… su plaza fuerte y de los juzgados su reino y se contaba entre las fuerzas vivas como uno entre iguales.

Ya habían tenido algún encontronazo anteriormente, que le valieron a ella fama de persona incómoda incluso entre miembros del cuerpo de policía, empezando por el jefe Saludes, y en este caso se le hacía muy cuesta arriba seguir su inclinación a la verdad porque presagiaba nuevos y desagradables incidentes; pero también tenía apoyos (el inspector Quintero o su secretario de Juzgado, el fiel Pelayo Arenas). Lo mejor sería que el caso no trascendiese a los medios de comunicación más allá de la escueta noticia del suicidio que, de todas formas, tenía su relevancia; ella se debía a la instrucción y la haría del mejor y más completo modo posible, como siempre. En cuanto a la discreción solicitada, lo mejor sería que la familia Ares se ocupase de acallar cualquier conato de sensacionalismo para que el asunto de la violación no trascendiera a la calle. ¿Acaso no habían conseguido echar atrás la denuncia por violación?

De todos modos no había avanzado un paso desde que terminara con los interrogatorios correspondientes y la verdad es que lo único que quedaba claro era, por un lado, el conjunto de dudas suscitado por la insólita situación; dudas que parecían irresolubles porque no encontraba hilo del que tirar para ir más allá de las apariencias; por otro lado, la sensación de que nada había ocurrido, que el suceso había sido como una piedra en aguas quietas que, tras extenderse discretamente en ondas cada vez más amplias, desapareció de la superficie sin llamar la atención.

Ni siquiera el periodista que, de ser quien pretendía ser, debería haber ido tras el asunto por puro olfato profesional, había vuelto a dar señales de vida, perdido en la rutina placentera de sus vacaciones. ¿O habría obtenido alguna compensación por retirar la denuncia?

Por un momento dejó su mente en suspenso hasta que una idea regresó para abrirse paso en su cabeza. ¿Y si volviera a interrogar, esta vez en plan amigable, no formalmente, al tal Javier Goitia?

Mariana de Marco seguía viviendo en su apartamento de la calle Mercedes Álvarez esquina a Méndez Riestra. Como cada noche, desde que Julia Cruz viajara a São Paulo para ocuparse de seguir a pie de obra un importante proyecto que había sorbido el seso de todos los componentes del Estudio de Arquitectura, estaba echada en el sofá con un libro abierto en el regazo y un vaso de whisky con hielo y soda en la mesita auxiliar. La habitación se hallaba en penumbra salvo por la luz de la lámpara de pie que se erguía tras ella y en ese preciso momento, cuando la tarde declinaba definitivamente, las notas de un piano solitario llenaban la habitación de gratas vibraciones.

—Buenas noches, señor Magaloff —dijo Mariana en voz alta, removiéndose en el sofá voluptuosamente. Nikita Magaloff interpretaba la sonata para piano n.º 3 de Chopin. El libro resbaló y cayó al suelo y allí se quedó, abierto y boca abajo. En la portada podía leerse: Thomas Hardy, Lejos del mundanal ruido. No hizo ademán alguno de levantarse a recogerlo sino que dio un sorbo a su copa, suspiró y se lo quedó mirando como si no lo viera.

Echaba de menos a Julia Cruz. Julia era su mejor amiga y aliada, la vida con ella era más abierta y más divertida, se entendían con sólo mirarse; era una amistad enriquecedora porque compartían ideas y emociones, pero era aún mejor cuando discutían aquellos asuntos, grandes o pequeños, en los que disentían. Siendo bien distintas de carácter, coincidían en un fino sentido del humor y en una alta sensibilidad a las cosas de la vida, por ética y por estética. Esa sensibilidad cercana, afilada y sentimental a la vez, le gratificaba extraordinariamente. Por eso la ausencia de su amiga, ahora, en el atolladero en que se encontraba: sola, sin pistas, si saber bien si había abierto la vía de investigación adecuada en el extraordinario caso que la ocupaba, se le hacía tan gravosa.

Pero la idea de interrogar de nuevo a Javier Goitia le parecía cada vez más interesante. En el momento en que Concepción Ares quemó su ropa sentenció la investigación. ¿Lo habría hecho con algún propósito? La verdad es que más parecía producto de un ataque de desesperación o de enajenación, o de ambos estados de ánimo a la vez, que otra cosa. Pero con la ropa desaparecían las pistas que pudieran haber hablado claro sobre la violación señalando al autor de la misma. Porque la situación era ridícula: una violación anterior al suicidio que no se podía probar más que en sus señales físicas externas, las lesiones sufridas por Concepción. ¿Qué clase de presión habría recibido Goitia para echarse atrás? ¿Dinero? ¿Una promesa de trabajo, ya que según confesó en el interrogatorio, estaba en paro? Lo cierto es que no parecía un hombre fácil de amedrentar, al menos a primera vista; tampoco un simple, capaz de aturullarse por una situación así: lo había demostrado con su decidida intervención en el incidente e inmediatamente después presentando la denuncia, un acto que revelaba indignación y convicción; sin duda era inteligente, tenía encanto personal, tenía mundo… él tendría que saber que cualquier oferta que le hubieran hecho a cambio de su silencio llevaba fecha de caducidad.

Pero ¿quién no se deja presionar hoy en día? Lo difícil es resistir, sobre todo porque estás viendo cómo se rinde la gente a tu alrededor.

O, se le ocurrió pensar, ¿no sería que estaba detrás de una buena historia y lo que había hecho en realidad era cebar el anzuelo?

Este pensamiento la puso en pie.

Sí, Javier Goitia era un tipo interesante en todo caso, pensó.