Al día siguiente volvió el calor y la playa se puso de bote en bote. Yo eché la mañana en la hemeroteca del periódico La voz de G… buscando información con la ayuda de un par de colegas que andaban bien de tiempo y de ganas de ayudar. En realidad, la ayuda no vino sólo de sus indicaciones para husmear en la prensa local sino, sobre todo, de la conversación que mantuvimos luego a la salida, a la hora del aperitivo, al que convidé yo en agradecimiento.
No hay nada como meterse en una investigación y empezar a encontrar piezas para montar el puzle. El perfil de la familia Ares respondía en todo a los comentarios de Gonzalito y mostraba una fachada mezcla de honorabilidad y dureza de linaje en lo civil y en lo religioso. La madre resplandecía por su hijo sacerdote y el padre era el jefe indiscutido. Ninguno de los dos apreciaba a Gonzalito más allá de lo justo, supongo que debido a su escasa consistencia, y el misterio era la relación con la hija, Concepción, al parecer custodiada por su beata madre hasta que se casó con Tomás Sánchez-Hevia; era una mujer muy guapa y más que lo había sido de jovencita, tan solicitada como retraída o insegura o simplemente tímida hasta la exageración. La opinión general era que la habían empujado a los brazos de Tomás en busca de una alianza de poder local y ella no rechistó, pero el matrimonio no tenía sustento personal y, como ya sabía por informaciones anteriores, se había quedado en una relación de conveniencia. La guapa era en realidad el patito feo que nunca encontró a su pollada.
Los Sánchez-Hevia formaban un clan familiar muy unido en el que todos, padres, hijos, tíos y primos trabajaban de un modo u otro en los negocios asociados al apellido. Lo mismo que los Llorente aunque en este último caso la figura de Paco Llorente fuera la del vago tarambana, que no existía en las otras dos familias. Un vago al que tenían crujido pasándole tan sólo el dinero imprescindible, lo que no contribuía a mejorar su carácter. Los Llorente, que eran muy estrictos, cumplidores y trabajadores, acumulaban tres generaciones vivas en el momento presente: el abuelo Anastasio, hijo del fundador del primer lagar, el padre, Rufino —que era el que había modernizado el negocio de la sidra y creado alrededor la más importante distribuidora local de vinos y licores, que extendía sus redes por toda la cornisa cantábrica—, el hijo mayor, Rufino Jr., que era el delfín, y Paco. Los Llorente y los Sánchez-Hevia estaban bien avenidos, por razón de sus respectivas dedicaciones profesionales que venían a coincidir en el negocio de la importación y exportación.
En resumidas cuentas: las tres familias eran familias dominantes en la región. El suicidio era, para cualquiera de ellos, un baldón. Lo que ocultaron fue la violación y éste era el punto que exasperaba a Javier Goitia. Era capaz de comprender el horror que suscitaba entre los Ares esa doble afrenta: violación y suicidio, que parecía un castigo del cielo; sin embargo, el rostro descompuesto por el horror y la humillación de Concepción Ares caída en el pasaje no se borraba de su mente, como tampoco la dureza de corazón de la familia. Él se sentía, en cierto modo, responsable por haber retirado la denuncia contra Paco Llorente; en un principio pensó que merecía la pena hacerlo por proteger en la medida de lo posible la reputación de Concepción, pero ahora tenía la certeza de haberse acomodado a la situación que se le propuso por no meterse en líos.
Por otra parte, ¿cómo era posible que Paco Llorente anduviera tan tranquilo por las calles y tabernas de G… sin que nadie le partiera la cara? Pensó en el patriarca del clan, Constantino Ares, un prepotente de la antigua escuela afecto al régimen franquista, a la arbitrariedad propia del patriarca y a un periclitado sentido del honor que aún se adivinaba en su manera de ser y de estar en la vida. Al menos debiera de haber ido a pedir explicaciones a la familia Llorente; pero no, lo habían tapado. De hecho, empecé a pensar que los intereses de poder estaban por encima de cualquier otra consideración, que las alianzas, firmadas o tácitas, eran más fuertes que los lazos de sangre, al menos en lo referido a las mujeres. Lo cierto era que la historia de la violación no había trascendido de puertas afuera, hecho milagroso que revelaba la fuerza de la tríada. Sin embargo, pronto o tarde saltaría por los aires el techo de protección. Incluso me parecía imposible que no se hubiera empezado a cuartear aún.
El recuerdo de Concepción Ares reclamaba venganza.