La noche del 9 regresé a La Bruja y allí estaba Ares con Tinín, tan tranquilo a menos de una semana del suicidio de su hermana. Yo aún mostraba las marcas de la paliza. Por un momento pensé qué ocurriría si nos encontrásemos allí con Paco Llorente, porque entiendo que la familia Ares debía de estar al tanto de la violación de Concepción y me costaba comprender que no le hubieran partido ya las dos piernas, por lo menos. En fin, como buen viernes que era, el local estaba de bote en bote after dinner. Era una noche pesada, después de un día gris y desapacible que había dado paso a un viento sur que limpió el cielo de agua y nubes e hizo subir la temperatura y la humedad ambiental. Yo estaba sudando a los dos minutos de entrar en el local, ayudado en parte por la caminata y el golpe de calor inesperado que había caído sobre la ciudad a última hora. Hacía tiempo que no veía subir la temperatura a medida que avanzaba la noche, una sensación extraordinariamente incómoda e irritante.

Casi me caigo de espaldas cuando escuché de repente, entre el ruido de las conversaciones, lo que me pareció que era el sonido del saxo alto de Johnny Hodges, que sí lo era, antes de reconocer la melodía, On the sunny side of the Street, y en seguida la voz poderosa de una mujer que resultó ser Lu Elliott cuando pude consultar, gracias al gran Rodolfo, el cedé de donde procedía. ¡Johnny Hodges y los chicos del Duque con el propio Duke al piano en aquel rincón de desocupados y noctámbulos de provincias! Todavía no me lo acababa de creer y era la segunda vez.

Gonzalito Ares no me cayó a las patadas, como dicen los argentinos, desde el primer momento, cosa que no puedo decir de Tinín. Yo no voy por la vida buscando gente que me caiga bien, pero lo procuro. Sin embargo, por esas cosas de la vida, demasiado a menudo me veo obligado a tratar a gente que me cae a las patadas. Imposibilitado de retroceder, no me quedó otro remedio que invitar a una ronda para hacer las cosas fáciles. Gonzalito era uno de esos calaveras que de día trabajan duro y la noche la viven duro, con lo que no creo que aguantase más allá de los cincuenta años sobre esta tierra si no bajaba el pistón. Conviene explicarlo porque lo cierto es que se ocupaba a fondo de los negocios, fueran cuales fuesen, de la familia, entiendo que bajo la batuta de su padre. La diferencia con el resto de los humanos, yo incluido, es que a él no sólo le pagaban un sueldo sustancioso, fijo y a prueba de errores sino que, además, cobraba beneficios, mientras que yo cobraba si podía y, si no, me quedaba a verlas venir.

En casa de los Ares —padre, madre, un hermano sacerdote, Gonzalito, su mujer y la pobre Concepción— la situación era, por lo que se dejaba traslucir, de fastidio. Había una parte de la familia —la madre y el hijo cura— de sólidas, ¿o debería decir empecinadas?, convicciones religiosas, y otra más bien indiferente, pero cuidadosa en las formas, formada por el padre, Constantino, cuya larga y eminente sombra se desplegaba y extendía sobre la casona familiar y al que seguía con mayor o menos resignación su hijo Gonzalo por una cuestión de conveniencia. También carecía de la prestancia del padre.

—Así, entre nosotros —dijo Gonzalito con aire conspirador, una vez que la confianza se instaló en él—, ¿qué coño hacía mi hermana en un sitio como la calleja esa en medio del barrio viejo? Eso es lo que yo me pregunto.

—Pero me parece que a papá no le interesa por qué estaba allí sino sólo que estaba allí, sin más, fuera de lugar —comenté. Gonzalito me miró como si contemplara a un animal de una especie desconocida.

—¿Tienes una explicación que valga la pena? —preguntó Gonzalito.

—Si la tuviera habría resuelto el enigma —respondí—. Me refiero a que lo insólito, lo que llama la atención, es que una mujer como tu hermana estuviera en semejante lugar; o sea el porqué de estar en ese lugar, tan impropio de sus costumbres.

—¿Y yo qué sé? —protestó Gonzalito—. No tenía que estar allí, eso es todo.

—¿Así que eso es todo? Pues te diré —dije yo— que si yo encontrase a mi hermana en un lugar inadecuado lo primero que me importaría es saber qué es lo que la había llevado hasta allí. Es decir, si lo que me importase de verdad fuera la persona de mi hermana.

—Ah, caramba, ¿qué estamos insinuando? Tengo entendido que eres periodista, ¿verdad? —dijo mirando a Tinín intencionadamente, antes de volverse a mí—. Vosotros los periodistas estáis demasiado acostumbrados a meter la nariz en lo que no os incumbe.

—Yo pertenezco a la reserva, no estoy en activo —contesté en voz baja para que el otro no me oyera—. Ya sé que sobre el asunto de la calleja hay un pacto de secreto, pero no olvides que yo estuve allí, vi a tu hermana, la vi descompuesta de miedo y de vergüenza y te aseguro que no se había plantado en ese lugar para que le ocurriera aquello. Si a ti no te produce ni la menor curiosidad el hecho, a mí me atormenta.

De algún modo, lo que le solté pareció impresionarle.

—Lo que el amigo Goitia quiere decir —terció Tinín, acercándose de nuevo— es que merece la pena preguntarse qué hacía tu hermana en ese barrio, tú que la querías, porque has de reconocer que es algo verdaderamente insólito, como él ha dicho.

—¿Y a mí qué? —contestó Gonzalito con brusquedad—. Eso era asunto de ella. ¿Por qué voy a tener que preocuparme yo? Concheta estaba bastante rara últimamente. Y luego estaba eso de que iba a tomar una decisión, aunque no había manera de sacarle cuál era. Lo mismo pensaba meterse a monja. Al jefe no le hacía ninguna gracia, o sea, lo de la religiosidad, ni en mi madre ni en mi hermana. Eso es cosa de curas, que aborrecen de las mujeres, pero se arriman a ellas cuando quieren conseguir algo de una casa rica.

—¿Que aborrecen de las mujeres? —pregunté—, pues ya no me atrevo a suponer lo que piensas de tu hermano cura.

—Pues verás —empezó a explicar Gonzalito—, como no piensan más que en el sexo, que es lo que de verdad aborrecen, pero por puro sentimiento de culpa, les echan a las mujeres la culpa de todo lo malo que, según ellos, sucede en el mundo y no me extraña porque, si sienten necesidad de alivio y son hombres, supongo que les humilla tener que depender de ellas para aliviarse, así que las ponen a parir; que si la manzana, que si el pecado original… ¿pues no han llegado a decir que la virgen María dio a luz sin intervención de hombre? Como son unos consumados hipócritas, que en eso tienen escuela, saben que la manera de meterle mano a un hogar es por la vía de la mujer virtuosa. Exactamente lo que son mi madre y mi hermana. En resumidas cuentas: las aborrecen, por pecadoras, y las necesitan, por esposas de gente de influencia; o, si no, para monjas: o sea, una especie de criadas, en el fondo.

—No veo qué tiene que ver esto con lo sucedido a tu hermana —dije yo, que había tomado buena nota del ataque de anticlericalismo de Gonzalo.

—Ni yo —contestó Gonzalito—. Ni creo que nos importe un carajo. Si mi hermana estaba allí, pues estaba allí. ¿Quién entiende a las mujeres? Mañana igual me estampo contra un árbol a cien kilómetros de aquí y todo el mundo dirá: ¿qué hacía el tontolculo de Gonzalito en medio de la nada? Es la vida. Y la vida —dijo llamando la atención del camarero con la clara intención de solicitar otra ronda— hay que disfrutarla y no meterse en líos.

—¿Tu hermana estaba metida en algún lío? —pregunté a bote pronto.

—No, lo digo por decir. Mira, yo no le voy a dar más vueltas, es un caso de mala suerte. Se le habría calado el coche, pediría ayuda y… Esas cosas pasan. No hay que romperse la cabeza. Pasan y ya está. Las cosas siempre son más sencillas de lo que nos creemos. No hay que estar dándole continuamente vueltas a la pelota —dijo señalándose la sien.

De improviso, tres personas más se unieron al grupo y yo aproveché para escabullirme. Acudí adonde Rodolfo y el pianista, que había hecho un alto para solicitar una cerveza.

—¿Cómo es que es usted amigo de Gonzalo Ares? —inquirió el pianista, curioso.

—Nada, buscaba información.

—¿Y la consiguió?

—Ni usted ni él se imaginan cuánta —contesté satisfecho—. ¿Sabe una cosa? La mejor información es el conocimiento. El conocimiento de las personas.