El día 9, viernes, en que enterraron a Concepción Ares, Mariana de Marco había dedicado la mañana a reconstruir las últimas veinticuatro horas de vida de la víctima y acabó agotada por las numerosas entrevistas que hubo de realizar. En realidad estuvo dando palos de ciego entre la vecindad de Concepción, la familia y servidumbre de los Ares, las amigas íntimas que no eran tales sino simples amigas porque, al parecer, ella era muy celosa de su intimidad, y su propia asistenta de hogar.

Aquella mañana del domingo 4, al término del cual fue agredida primero y saltó por el balcón después, Concepción, sola en la casa, fue vista por primera vez por una vecina que la saludó cuando salía a las once de la mañana. La vecina no dejó de advertir la anormal pesadumbre de su rostro; quizá la impresión fuera debida en parte al hecho de que iba sin maquillar o el efecto añadido de una mala noche. En todo caso, se pudo comprobar que había asistido a misa de doce y que a la una y pico apareció en el Marítimo para tomar el aperitivo con sus amigas, como tenía por costumbre. Sin duda regresó a su casa después de la misa porque en el Marítimo apareció perfectamente maquillada. ¿Efecto balsámico de la ceremonia religiosa?

A las dos y cuarto estaba de nuevo en su casa, donde la esperaba la asistenta con la comida a punto y a las dos y media empezaron a llegar los invitados, un matrimonio amigo y un pintor de fama local que a Mariana le pareció un personaje redicho y esnob. El testimonio de los tres coincidió, con algunas variantes, en que Concepción no parecía ser distinta a la que ellos conocían y trataban habitualmente; si acaso, un poco ausente en algunos momentos de la conversación. La sobremesa se extendió hasta la media tarde. En el curso de la misma recibió una llamada que sí pareció alterarla («Pero si fue así —dijo el pintor— es una mujer de educación tan exquisita que apenas dejó traslucir señal alguna de inquietud o preocupación»). El pintor la acompañó aún un rato más y luego se despidió de ella sin que nada le hiciera pensar en la tragedia que sucedería unas horas más tarde. Al parecer, ella también se disponía a salir a la calle minutos después.

La llamada no se pudo rastrear porque procedía de un teléfono móvil desechable. A partir de entonces, nadie volvió a verla, pero tuvo que salir de casa en algún momento, evidentemente. Tuvo que salir y dirigirse a la parte vieja, al centro histórico. Sin duda salió del edificio en coche por el garaje, donde tampoco nadie la vio. Lo dedujeron porque encontraron el coche mal aparcado junto a la acera, en la misma esquina de la manzana a la que pertenecía su casa, y ella siempre lo guardaba en el garaje. Eso dejaba en claro que escapó en su coche del lugar donde fue agredida y que al llegar a la casa, en vez de entrar por el garaje, que habría sido lo más lógico si quería evitar un encuentro fortuito con cualquier vecino en el estado en que se encontraba —lo cual quería decir que llegó descontrolada—, soltó el coche en la calle, entró por el portal y subió en ascensor al piso. La pregunta era otra vez: ¿qué demonios fue a hacer a la zona del barrio de pescadores? Y ¿cómo acabó en aquella calleja cercana al bar El Espacio, de donde salió en su momento el periodista que trató de socorrerla?

La hora de llegada era tardía, sin duda. La dedujeron haciendo el cálculo del tiempo que habría tardado desde el pasaje hasta su casa, tomando como punto de partida la declaración de Javier Goitia sobre la hora en que abandonó El Espacio para salir a fumar un cigarrillo. Lo que sucedió después en la casa era lo sabido, aunque no supieran lo que sucedió entre su llegada y el momento del salto. En todo caso, parecía seguro que desde que abandonó el cuarto de baño hasta que se aproximó al balcón pasó un tiempo en el que quemó la ropa. La decisión de suicidarse debió de tomarla en ese tiempo. No se registró llamada telefónica alguna mientras estaba en casa. Hasta el momento del impacto con el suelo, nadie la vio ni oyó nada.

Pero quedaba una incógnita: ¿qué sucedió entre el momento en que salió de su casa, a eso de las siete de la tarde en el coche y su aparición en el lugar donde fue agredida? ¿Dónde estuvo en todo ese tiempo?

El casco viejo era una zona de tránsito llena de bares, restaurantes y comercios variados por la que la gente paseaba con toda normalidad. Sólo en algunas callejas pequeñas y retorcidas había locales de dudosa reputación, pero en general era zona de paso hacia el puerto, muy concurrido por paseantes, y el barrio de pescadores. Una persona como Concepción Ares no lo frecuentaría a esas horas, no porque fuera tan peligroso sino porque le parecería impropio recorrerlo sola. El inspector Quintero y un par de agentes hicieron un barrido por la zona, fotografía en mano, para ver si alguien reconocía haberla visto, sin obtener resultados. Mariana de Marco había recomendado prudencia, pues sólo se había hecho público el suicidio, no la violación.

La otra posibilidad era que no hubiese permanecido allí todo el tiempo de su desaparición, sino que se hubiera dirigido al pasaje directamente, quizá por una cita convenida; pero en ese caso, quien la citara hubo de hacerlo con la decidida intención de violarla, lo cual parecía descabellado. Por tanto, lo lógico era pensar que había dejado su coche cerca del pasaje por una cita, sí, en los alrededores y que, yendo a su destino, fue secuestrada, arrastrada al pasaje, y agredida. Pero ¿qué clase de cita pudo haber concertado en plena noche una mujer como Concepción Ares en semejante lugar?

Mariana de Marco se dio también cuenta de que esta última pregunta, una pregunta clave para resolver el misterio, no parecía afectar o preocupar a su familia ni a su marido. O, si se la habían hecho, decidieron esconderla o ignorarla. Que no hubiera aflorado en ninguna de las conversaciones que Mariana mantuvo con miembros de la familia era, cuando menos, chocante.

Ésa fue la razón por la que decidió empezar a ir de frente con todas las personas que, de un modo u otro, podían considerarse implicadas. Si ellos no manifestaban curiosidad o escurrían educadamente el bulto en forma de desinterés o evasivas, los obligaría a enfrentar la realidad. Volvió a llamar a declarar al marido y esta vez no lo dejó escapar hasta que reconoció que la presencia de Concepción en el barrio viejo era inusual.

—Cuando ella salía con sus amigas no puedo decir a ciencia cierta adónde iban: por lo general, de compras al centro por Carretería, otras veces al Club Marítimo; también salían a pasar la tarde en alguna población cercana.

—¿Y a la playa?

—No. Ella no era de playa. Para bañarse acudía a la piscina del Club Marítimo o bien a la del Club de Regatas. La gente la agobiaba. La playa se pone imposible ahora en verano.

—¿Algún restaurante de barrio viejo, quizá? ¿Alguna amiga o conocida en la zona?

—Supongo que alguna vez iría con amigas a almorzar, pero no sé de ninguna que viva en la zona. Un poco más lejos, sí, por la parte del café Noriega y el paseo de Jovellanos. Allí, justo en los jardines del paseo, vive una de sus mejores amigas, Anita Vallín. Si alguien conoce bien toda esa parte hasta el puerto, ésa es Anita.

—¿No se ha preguntado qué podía estar haciendo su esposa en la calleja donde la agredieron?

—No creo que estuviera haciendo nada; creo que la atacaron.

—Pero, para que la atacaran, tenía que estar ahí.

—O la llevaron.

—¿En su coche?

—¡Sí! ¡En su coche! ¿Por qué no? —Sánchez-Hevia habló con irritación—. ¿Por qué me hace a mí esas preguntas? ¿Es que no tiene suficiente con el suicidio?

—Porque usted la debe de conocer mejor que nadie —arguyó Mariana con calma.

—Pues se equivoca. Las mujeres son un misterio y, de repente, te saltan por donde menos te esperas. Además, desde hace un tiempo estábamos distantes. No sé lo que hacía con su vida. —Torció el gesto, como si le molestara haber hablado de más.

—Vaya. No tenía la menor idea. Lo siento, no quiero abrumarle. Entienda que es mi deber llegar hasta donde sea para aclarar las circunstancias del suicidio.

—Ya lo sé, señoría. Disculpe este arrebato.

Mariana sonrió, paciente y escéptica.