¿Quién demonios estaba detrás de todo este embrollo? Y ¿por qué elegirme a mí como receptor de información? Alguien se estaba adelantando a lo que, para mí, sólo era seguir tirando del hilo de una historia por instinto profesional; alguien que se disponía a utilizarme para un fin desconocido. En eso, Manolo estaba de acuerdo conmigo. Mi sensación era la de haber empezado a enredarme en una tela de araña suspendida en un espacio vacío en el que no encontraba referencia alguna que me permitiese ubicarme dentro de ese vacío; o quizá tratar de entender cuál era la estructura de la tela para intentar desplazarme por ella y localizar el nido del acechante, del que esperaba saltar sobre mí para envolverme en capullo, la araña.

—Resulta inquietante, esa araña —comentó Manolo abrazando por el hombro a su chica, Yuko, que era la razón de que yo hubiese buscado hotel en G… La chica era japonesa, o al menos eso deduje de sus ojos rasgados, porque Manolo era muy circunspecto para sus ligues. Era una muchacha preciosa, que tenía un cutis tan terso, suave y delicado como la superficie de una porcelana, un cuerpo pequeño y airoso muy bien proporcionado y una sonrisa luminosa. Nada que ver con la pinta de cabrero de Manolo. Se llamaba Yuko, era una mezcla de razas porque había nacido en el Perú, de padre cubano y madre japonesa, pero a la muerte de su madre se trasladó a Cuba, en un ataque de fervor revolucionario del padre y desde allí se mudó a España porque la revolución no le iba. Trabajaba en una empresa de electrodomésticos y al salir del trabajo echaba una mano en el bar antes de dirigirse a la casa para organizar las tareas domésticas. Parecían llevarse muy bien y a su regreso me fui de la casa muerto de envidia, pero firme en mi lealtad a la mujer del tren. Manolo, aunque atento al servicio, estaba muy interesado en mi tela de araña. Una red de ideas se superponía a ella, producto de preguntas para las que no hallábamos respuestas. Por ejemplo: ¿quién era realmente Tinín y a qué intereses servía? ¿Por qué Paco Llorente se había atrevido a violar a una mujer de su clase, por venganza? ¿A qué se debía la última indiferencia de Tomás Sánchez-Hevia? Y, ante todo: ¿por qué la muerte de Concepción Ares, una vez terminadas las gélidas honras fúnebres, se cerró sobre ella como lo hizo su propia tumba? Porque lo más llamativo era el silencio que siguió a su defunción, como si el olvido hubiera tomado posesión de su espíritu.

La mañana del entierro en sagrado, que causó no pocos comentarios entre el pueblo llano, sólo las dos familias estuvieron presentes y algunos que supuse amigos cercanos. Aquello parecía un campeonato de resistencia a la adversidad. Cada cual trataba de mostrar quién era el que estaba más entero de todos, de manera que, en su conjunto, componían un cuadro de engolada suficiencia al que me dio ganas de pasar revista, en formación alrededor del panteón familiar de los Ares. Ni una palabra de pesar, ni un discurso de alivio, ni una sola palabra de reconocimiento. Fue un acto de firmeza silenciosa y poses envaradas dignas de un boceto de pintor. Sólo el cura soltó las habituales estupideces en torno al descanso eterno. «Ya está viendo a Dios», dijo en un momento determinado, y una ráfaga de frío impropio del día en que nos encontrábamos nos recorrió a todos como un destemplado reproche. Por un instante imaginé a Concepción ante el Creador y sentí una pena infinita por ella y un sordo rencor por toda la gente que me rodeaba y que representaba aquella inicua farsa.

Entre los asistentes localicé en seguida al que supuse que era el tal Gonzalito y, sin pensármelo dos veces, me acerqué y me presenté como amigo de Tinín. Estaba avisado y volví a recelar de la eficiencia de Tinín mientras le estrechaba calurosamente la mano.

—Sí, hombre. Ya me había dicho Tinín que a lo mejor nos veíamos en La Bruja esta noche. —De repente, ya en retirada, cumplido el entierro, se mostraba cordial y campechano, como si se hubiera quitado un peso de encima. La verdad es que les había llevado su tiempo recoger y retirar el cadáver del depósito.

—Tenía ganas de hablar contigo —le dije— porque no sé si sabes…

—Lo sé, lo sé —me interrumpió, siguiendo con el derroche de cordialidad—. Nosotros somos los que estamos en deuda contigo por haber ayudado a mi hermana como lo hiciste. Una pena lo de tu equivocación con Paco, ya es mala suerte. En fin, supongo que te han dicho que ni una palabra del asunto…

—Naturalmente; podéis contar con mi silencio absoluto.

—Te lo agradezco. De veras. Por cierto, papá —dijo dirigiéndose a un hombre de edad, fornido y elegante, a cuya altura llegamos en ese momento—, no sé si conoces a Javier Goitia, ya sabes…

Constantino Ares tenía, en efecto, todo al aire autoritario de un patriarca. Me echó una mirada de frente y de arriba abajo y me tendió la mano con un gesto de cabeza que me colocó inmediatamente en mi sitio, muchos escalones por debajo de su relevancia social.

—Encantado —dijo—. Y agradecido.

Eso fue todo. Yo me despedí de Gonzalito y me quedé allí solo sin saber qué hacer. Luego di la vuelta, regresé al panteón y permanecí mirando hasta que los operarios salieron de su interior y cerraron la puerta hundida en tierra. Un ángel alado nos estuvo observando todo el rato desde lo alto del monumento en actitud dinámica.

La cara entrevista de Concepción Ares en el pasaje de la floristería se me apareció de pronto y me alejé de allí empujado por un golpe de frustración.