A la mañana siguiente, luciendo yo aún las marcas de la agresión sufrida la noche anterior, debidamente atenuadas aunque todavía visibles, un colega de La Voz de G… al cual yo había comentado que tenía interés en obtener información acerca del marido de la mujer suicida me telefoneó para ponerme en contacto con un tipo que, por lo visto, presumía de tener relaciones con la familia Sánchez-Hevia.

El día había amanecido repentinamente nublado y desapacible, como si quisiera reprender a los vecinos y veraneantes por dejarse llevar por un inmerecido relajo. Estábamos en el norte y había que pagar la correspondiente cuota de mal tiempo que los meteorólogos de la televisión adjudican siempre a la cornisa cantábrica para regodeo de todos los que veranean en esa especie de tostadero de cuerpos arracimados que son tantas playas del mar Mediterráneo. No hay playas como las del norte, qué quieren que les diga: arena de verdad, mar bravo y espacio.

El colega era un tipo desocupado y escurridizo y un charlatán de primera, de esos que hablan mucho para evitar decirte nada y que parezca que te han abierto su alma y sus conocimientos. No logré averiguar a qué se dedicaba exactamente aunque al menos pude comprobar que conocía a la familia. Así me fui enterando de que el matrimonio entre Tomás y Concepción era una especie de concierto familiar, sí, pero la relación entre los cónyuges parecía normal, es decir: se hicieron novios por mutuo deseo y en ese momento las dos familias los rodearon para evitar que se desdijeran. No se desdijeron sino que se casaron bajo una discreta y comedida presión que buscaba, sobre todo, facilitar las cosas. Según mi informante, Concepción era una mujer muy guapa y, a la vez, por educación, muy religiosa. Me lo dijo con un toque de morbo que mostraba bien a las claras su desviada libido. Tinín —ése era el nombre del interfecto— insistió en hacerme notar que Tomás, poco después de la boda, parecía ser feliz y, sin embargo, en muy poco tiempo se hizo evidente que algo andaba mal entre ellos. La opinión general era que Tomás podía haberse atascado en la pudibundez de Concepción, cosa que no dejaba de extrañarle porque, como me dijo a las claras, en su opinión ella tenía un buen polvo.

—Mira, Goitia —me dijo—, las frías y las vergonzosas son siempre las más ardientes, pero hay que saber qué botón tocar para abrir esas piernas. Si no lo consigues, la has cagado, pero si das con ello, son un volcán en erupción.

El cientifismo erótico de Tinín me dejó boquiabierto.

—Pues me has revelado un mundo —le dije con la mayor seriedad. Como era de esperar, el tío se lo tomó al pie de la letra.

—Lo que yo le diga. Para mí que Tomás estaba tan verde como ella y se llevaron un disgusto, cada uno a su manera.

Una sexualidad tétrica, pensé.

—O sea que usted piensa que tenían unas relaciones sexuales sólo esporádicas —insinué con precaución.

—Esporádicas o no esporádicas debían de ser una sosera. O el tío tenía unos gustos que la asustaron. Esas cosas se notan, ¿sabe usted? Para mí que el Tomás empezó el aprendizaje con profesionales y volvió a desahogarse con ellas al poco tiempo. En cambio ella no tenía esa posibilidad, ¿me comprende? A ver qué iba a hacer la pobre. Y con lo buena que estaba. No me extraña que se haya tirado por el balcón.

Al fin emergía una explicación medio razonable, aunque me pareciera demasiado tópica para ser cierta.

—Ella —aventuré— a lo mejor tenía un amante. A lo peor se tiró por el balcón porque éste la dejó, o era un amor imposible, o…

—O leches —me interrumpió—. Ella era una mujer prejuiciada, pero no frígida. Si lo sabré yo. El marido estaba de viaje cada dos por tres porque, como buen timorato, no quería que ni la ciudad ni la familia se enterase de sus citas y se largaba por ahí, a otras ciudades, con preferencia a S… ¿O cree usted que estaba de trabajo el fin de semana que ella se mató? Ni hablar, hombre. Además ella era sensible a lo que dijeran los demás y las correrías de su marido eran moneda corriente. Nada, que no lo aguantó. Pero digo yo, ¿de qué le sirvió ser tan religiosa si al final va y se mata? Como mucho, de que los curas hicieran la vista gorda y la enterraran en sagrado.

De toda la palabrería de Tinín, lo que me quedó rondando en la cabeza era esa afirmación tan castiza de «si lo sabré yo».

Tinín era un tipo chupado como el palo de una piruleta. Vestía de traje, pero sin corbata; un traje de un color gris indefinible, como decolorado por el tiempo, que colgaba desde los hombros, y calzaba unos zapatones de punta redondeada que daba grima verlos. El rostro era tan chupado como el resto del cuerpo y lo coronaba un escaso y revuelto puñado de pelos grises como su traje. Y con esas pintas cultivaba una aureola de pichabrava bastante creíble, lo que aproveché para ponerme confidencial.

—A ver, Tinín, tú que sabes de qué va esto: ¿has tenido alguna vez algo con Concepción Ares?

La cara de satisfacción de Tinín me demostró que había dado en el blanco.

—Tener, tener, lo que se dice tener…, no —confesó—, pero en su día, antes de que se comprometiera con Tomás Sánchez, tuvimos un romance. Y digo romance porque fue de lo más inocente, yo le llevaba unos años, ella recorría el Paseo con sus amigas haciendo risas y buscando miradas, en fin, acabamos cogiéndonos de la mano y dándonos unos piquitos. Una cursilería. Era demasiado jovencita y…, bueno, yo no tenía tanta experiencia, además me dio miedo porque con estas infelices puedes meterte en un lío y lo que yo quería meter era otra cosa en cierto sitio. A veces pienso que debí de atreverme, le habría hecho un favor y no habría acabado como ha acabado, con ese gilipollas de marido putero. Pero también anduvo medio de novia con Paco Llorente durante una temporada.

—¿Qué me dices? ¿Y él la dejó? —Ésa sí que era una vía abierta.

—No, le dejó ella a él. Paco lo vivió como una humillación. Menuda bronca que se cogió el hombre, yo creo que todavía no se lo ha perdonado; cuando le hablas de Concepción, aún respira por la herida. Y para peor, eligió luego a Tomás. Total, para acabar tragando con él.

—O sea que tú crees que ella aguantó.

—Hombre, a ver.

—¿Eso ha sido todo?

Tinín echó una mirada alrededor, displicente, antes de volver conmigo.

—Te diré una cosa, ahora que estamos en confianza: yo me la pude haber tirado después de casada.

—Me parece —dije, un poco harto de la pose que había adoptado el tipo— que ahora estás hablando por hablar.

—¿Eso crees?

—Mira, chaval, lo que yo creo es que te estás dando pisto sin motivo, así que vamos al grano: ¿a ti te parece razonable pensar que Concepción Ares se ha suicidado?

Tinín agachó la cabeza, arrugó el entrecejo como si lucubrara consigo mismo y contestó:

—No lo sé, pero no sé si era tan infeliz como para hacerlo. No me suena bien. —Luego se me quedó mirando y dijo—: ¿Por qué te interesa tanto? ¿Estás buscando un reportaje?

Así que el hombre no sabía nada de la violación, que era la pieza que la familia Llorente estaba manteniendo oculta, lo que supuse que estaba bajo las directrices del abogado que me abordó a mí; y a mí no me convenía destapar el asunto.

—No lo sé —le dije—. La cosa está dudosa cuando menos. Si encontrásemos una pista de que tenía razones para hacerlo… o —aventuré— para pensar que alguien quería deshacerse de ella…

—¿Y si yo te digo que ella estaba pensando en separarse de su marido?

Aquella declaración me dejó conmocionado.

—Pero, hombre, ¿cómo no me lo has dicho antes? ¿Y cómo te consta?

—En realidad, no me consta. Pero sé, porque alguien y no diré quién, se fue de la lengua, sé que iba a tomar una decisión. Ésas fueron sus palabras. Tomar una decisión. Y digo yo que sería una separación porque en su propia familia la estaban presionando.

—La verdad es que es duro, pero tanto como para suicidarse.

—Ahí está lo raro. Ella no haría eso. Era creyente, como toda la familia. Los Ares son más antiguos que el hilo, sobre todo el jefe, Constantino Ares. Y no digo más.

—Mucha antigüedad es ésa. Vivimos en el siglo XXI, amigo.

—¿Conoces a los padres?

—Claro que no.

—Pues sería bueno que los trataras y a lo mejor no te quedabas tan extrañado. El padre es un personaje, un tío de una pieza, de los de aquí se hace lo que yo digo. Muy duro con la familia, un patriarca de los de antes; por quien sentía un afecto más visible era por su hija, pero esta clase de intolerantes siempre tiene alguna debilidad.

Me quedé unos minutos, tratando de entender. Me dejaba perplejo lo que estaba oyendo. Y tampoco podía creer del todo al tipo, que me empezaba a resultar odioso.

—Muy bien —contesté decidido a todo—. Ahora me vas a decir cómo entro en contacto con los Ares.

—Fácil. El hermano mayor, Gonzalito Ares es un buen amigo. Te lo presento y tú te encargas de meter la nariz en la familia.

—Y Gonzalito ¿qué tal se lleva con el padre?

—Bueno, a la fuerza ahorcan. Por mucho que don Constantino lo manejase, también es su heredero y le ha ido dando cuerda.

—Tú sirves lo mismo para un roto que para un descosido, por lo que veo.

—¿Ves como mis servicios te interesaban?

—¿Y esto lo haces por…?

—¿Por amor a la verdad? No niego que me interesa descubrir lo que hay detrás de esta historia porque soy curioso, es algo que me pierde. Además está el morbo.

—¿El morbo? —pregunté estupefacto.

—A ver: el personaje.

—¿Y…?

—¿Y qué?

—¿Morbo de quién?

—Por ella. ¿De quién va a ser? Te lo he dicho antes, yo me la debía de haber tirado y no lo hice. Se casa con quien no debe, yo no aprovecho la debilidad y, de repente, un día se tira por la ventana. ¿No te da morbo lo que pudo haber sido un encuentro con ella?

—Anda que no eres retorcido tú ni nada.

—Lo que a ti te parezca. Y yendo a lo que íbamos: pásate esta noche por La Bruja justo antes de cenar y te presento a Gonzalito; solemos encontrarnos allí a eso de las nueve, para abrir la noche.

Así me dejó, después de apurar el vaso que estaba bebiendo. Para cuando quise reaccionar, él ya caminaba calle abajo, hacia el puerto, y como yo estaba razonablemente cerca de El Espacio, decidí dejarme caer por allí, a ver si Manolo contribuía a ventilar mis entendederas. El tipo me había dejado K.O. ¿Estaría enterada Concepción de las pasiones que desataba? Lo único que faltaría ahora sería descubrir que, en realidad, era una dominatrix que operaba en la clandestinidad y que se había lanzado al vacío destrozada y humillada al ser víctima de una violación por parte de un señorito calavera.

Impresionado por el vuelo de mi imaginación, por primera vez en años me persigné, como cuando era un chaval que combatía sus pensamientos impuros.