La noticia de que Llorente y Goitia estaban dispuestos a llegar a un acuerdo gracias a los buenos oficios del abogado Somoano, bien conocido en el Juzgado, se supo pronto. Mariana pensó entonces que había juzgado mal al tal Goitia.
—El señor Goitia ha demostrado ser un verdadero calzonazos —le comentó al inspector Quintero— y no me extrañaría que su historia fuera un cuento, que montase un numerito para hacerse el héroe, porque en cuanto le han dado el primer aviso, se ha bajado los pantalones.
—Sí, pero las cosas son como son: a nuestra suicida la agredieron en ese pasaje de la florería, fuera quien fuese el que lo hizo, así que los vamos a necesitar a los dos como testigos de una agresión. ¿O es que se cree usted lo de que Llorente pasaba por allí?
—Es verdad que van a tener mucho que aclarar a pesar de todo. Ya veremos. ¿Qué me trae usted?
—El forense no tiene dudas: hay rastros de forcejeo en el cuerpo de la mujer; en manos y cara, sobre todo, que no son imputables a la caída.
—¿Y el registro de la casa?
—Nada de nada, salvo lo que ya sabemos: que se duchó y se tiró por la ventana. Nada en su ropa porque le prendió fuego en la chimenea y está totalmente chamuscada.
—¿Qué me dice usted? ¿Que ella misma se quitó la ropa y la echó al fuego? ¿En verano? ¿Quién enciende la chimenea en verano?
—No, la chimenea no estaba encendida. Lo que hizo fue colocarla en el hueco, vaciarle encima un envase de alcohol, de los de farmacia, y prenderle fuego.
—Pues no sé cómo no salió ardiendo la casa.
—Eso pienso yo, pero la verdad es que no debía de estar muy en sus cabales. Yo me inclino a creer que se quedó a ver cómo ardía, paseando por el salón o delante mirando, y luego se arrojó al vacío.
—¡Qué cosa más macabra! —exclamó Mariana.
—Ya le digo yo que no debía de estar en sus cabales.
Por un momento, Mariana visualizó la figura de Concepción arrebujada en su albornoz, a oscuras ante la chimenea mientras el resplandor dibujaba sombras móviles a sus espaldas, ella misma envuelta en la luz de la fogarada, contemplando hipnotizada el baile de las llamas. Lo que más la impresionaba era la imagen de Concepción volviéndose hacia el balcón, una vez extinguido el fuego y, con pasos decididos, encaminándose a una muerte horrenda. ¿Tan terrible era para ella lo que le había sucedido? Terrible lo era, sin duda, pero hasta el extremo de provocar semejante reacción… Tendría que investigar en el seno de la familia Ares y en su entorno para hallar una respuesta. En todo caso, el marido lo daba por bueno, ni por un momento se le ocurrió poner en duda que la violación era la causa del suicidio. No lo afirmó; simplemente, no lo negó. Concepción tenía que ser una persona un poco especial, demasiado influida por un miedo negativo. Pero ¿miedo a qué? ¿Al qué dirán? No, tenía que ser algo de más adentro, una enfermedad del alma.
—Habría que empezar por someter a un careo a Llorente y Goitia para ver lo que sucedió en la calleja aquella.
—Si es que sucedió algo —dijo el inspector.
—Hombre, algo sucedió. No se lo van a haber inventado. Vamos a dar por hecho que Concepción fue asaltada y violada en aquel lugar. Ahora lo que hace falta saber es quién de los dos dice la verdad. O si la dicen los dos y, en efecto, Llorente sólo se asomó a la calleja y, al ver a la mujer y escuchar la llegada de Goitia, trató de escapar. Eso querría decir que hubo un violador que la dejó tirada antes de que estos dos apareciesen por allí.
—Puede ser, pero tenga usted en cuenta que Goitia, según su declaración, se acercó al lugar viniendo del bar de su amigo, o sea, que tuvo que ver salir al violador mientras se acercaba e incluso a Llorente entrando a la calleja después. Un poco raro todo, ¿no?
—La verdad es que la versión más convincente de los hechos es la que cuenta Goitia. Hay que hacerle hablar. Hay que hacerle hablar —repitió Mariana— y que nos vuelva a contar todo al detalle. Después tenemos que buscar información sobre la familia, alguna información que nos permita dar crédito al salto por el balcón.
—¿Y si no la encontramos?
—Podemos —siguió Mariana por su cuenta— hablar con su confesor, si es que lo tiene, o con su párroco, para que nos hagamos una idea del grado de religiosidad de la interfecta. Cabe la posibilidad de que, en efecto, estuviera medio trastornada por un exceso de fe.
—A ver, insisto —repitió el inspector, molesto—, ¿y si no encontramos esa información?
—Entonces, mi querido inspector, vamos a tener que empezar a pensar en otra causa de la muerte.
—¿Quiere usted decir asesinato? —tanteó Quintero.
—¿Por qué no? —respondió la juez.
—¡Porque eso es todavía más retorcido! —explotó el inspector.