Del Juzgado me fui a El Espacio con ganas de comentarle a Manolo lo sucedido. Pero, aún sin estar completamente repuesto de la sorpresa, ya empecé a meditar, mientras caminaba, sobre el hecho extraordinario de que mi caso y el de la mujer que se suicidó coincidieran en la mesa de la juez. La verdad es que se quedó de una pieza cuando lo descubrimos. Lo malo es que yo seguía a la espera de juicio, un juicio que podía ponerse mucho más feo tras el descubrimiento de la coincidencia de hechos porque nos complicaba al otro cabrón y a mí en las consecuencias de un delito que ahora se extendía hasta la misma muerte de la víctima de la violación.

En El Espacio me esperaba un tipo bien trajeado, con el aire inconfundible de un picapleitos de provincias que se presentó como el abogado Somoano: una falsa sonrisa de oreja a oreja y un saludo de relamida cortesía mientras se excusaba por abordarme en el bar. Pretendía sacarme del local y llevarme a una especie de cafetería americana de una calle cercana donde, me dijo, podríamos hablar con toda tranquilidad. Como yo no estaba para acatar ninguna sugerencia de un personaje como él, ya me iba a negar cuando observé que Manolo me hacía un gesto con la cabeza para que aceptase la invitación del hombre y decidí hacerle caso. Al fin y al cabo, no tenía nada mejor que hacer.

En la cafetería, el obsequioso picapleitos se entregó a los circunloquios habituales antes de ir al grano y luego, casi como de pasada, me preguntó si yo estaría dispuesto a retirar mi demanda en el caso de que el tal Llorente, que era el que evidentemente lo enviaba, retirara la suya olvidando las lesiones recibidas. Esto último me cabreó, pero decidí no calentarme a destiempo.

—Ya —dije, haciéndome el pensativo—. De manera que el amigo Llorente quiere hacer las paces, ¿no es así? —siguió una pausa estilo Bogart—. ¿Y por qué tendría yo que aceptar semejante propuesta?

—Yo creo que es muy conveniente para usted, señor Goitia —respondió el picapleitos—. Se libra de un montón de contrariedades: un juicio que puede perder, una estancia prolongada en nuestra ciudad, porque creo que no pensaba estar con nosotros más de una semana —esa información debió dársela Manolo— y porque sería una operación económicamente interesante.

—¿Me está ofreciendo dinero por cerrar el pico? —pregunté simulando estar medio ofendido por la oferta.

—Por favor, no lo tome de esa manera. Nadie trata de hacerle callar, eso es asunto suyo. Lo que sí me parece razonable, en cambio, es percibir una indemnización por las molestias, cosa bien distinta y perfectamente razonable.

—Ah, ahora lo entiendo. Lo que me preocupa, sin embargo, es la posición del señor Llorente, porque de esta manera quedo como culpable.

—¿Culpable? En modo alguno. Es una solución rápida y amigable en la que se reconoce de manera positiva su voluntad de resolver el asunto.

—Sin que salga a la luz, quiere usted decir.

El otro me lanzó una mirada de advertencia.

—Mire usted: mi cliente dice que es inocente, que pasaba por allí igual que usted y que se asustó al llegar usted. Entre nosotros —dijo bajando la voz, en tono confidencial—, no me extrañaría que llevara una copa de más. Entró al pasaje como usted, tuvo miedo al sentir sus pasos, se refugió en el recodo que hay a la derecha y luego echó a correr.

—¿Y no se acercó a ayudar a la mujer?

—¿Qué mujer? No estaría usted también con unas copas de más, ¿verdad?

La cosa empezó a ponerse un tanto tensa a partir de ese momento.

—Que usted insinúe que yo me encontraba bebido puedo soportarlo porque bebo; no a lo loco, como probablemente haga su cliente, pero bebo. Ahora bien: si lo que usted quiere decir es que yo miento, entonces se ha terminado nuestra conversación.

—¡No, por Dios! —exclamó cambiando a campechano el otro—. Vamos a ver, amigo Goitia, si dejamos las cosas claras. Yo sólo tengo la versión de mi cliente y, como es mi deber, yo creo en ella si lo voy a defender. Si usted dice que hubo una mujer yo no puedo negar su palabra. Pero también puedo creer que… en fin… ¿quién sería esa mujer? En la calle, a esas horas… Yo no estaba allí y me atengo a lo que me dicen. Supongamos que tiene usted razón: pues nada, siga adelante con la denuncia, pero permítame que le diga que tiene muy pocas posibilidades de prosperar. De modo que la oferta que mi cliente le hace es sobre todo ventajosa para usted.

—Algo debe de temer, y perdone usted ahora mi presunción, cuando teniendo tan fácil salir con bien de un juicio, prefiere pagar.

—Un poco brusco por su parte, pero haré ver que no lo he oído. Le he dicho antes y se lo repito ahora que no queremos publicidad. En una ciudad pequeña las maledicencias pueden hacer mucho daño. Si lo podemos arreglar de otra manera, ¿por qué meternos en problemas añadidos, que son malos para todos? —dijo recalcando la palabra «todos».

—En eso tiene usted razón —admití—, aunque a mí no me alcanzarían porque soy foráneo.

—A usted puede que no le afectase mucho, pero si tiene amigos aquí… —dejó caer el picapleitos retirando la máscara de su rostro.

—¿Amigos? —pregunté con gesto inocente—. Ah, sí, mi amigo Manolo. Es el único que conozco en esta ciudad. Pero ¿cómo podría dañarle un asunto como éste, en el que no tiene arte ni parte?

—No me pregunte usted a mí, yo no lo sé. Aquí lo que hay es mucha información al alcance de todo el mundo. Empieza un rumor en una punta de la playa y a los quince minutos ya se sabe en la otra. Y luego están los gremios, claro. Unos fabricantes y distribuidores de sidra lo son también de otros muchos productos que llegan a los bares. Aquí hay mucha solidaridad entre unos y otros y conviene estar a buenas con todos. Todos para uno y uno para todos, como decía D’Artagnan. Su amigo se lleva bien con la gente del gremio, ¿no es verdad?

—Sí. O… bueno, esa impresión me ha dado.

—Pues usted, que es un buen amigo, aconséjele que conserve ese trato.

La sonrisa del picapleitos, cuanto más campechana, más acerada se había vuelto. Ahora tenía enfrente a una mala persona, una mala persona de verdad. Me lo estaba explicando con una cordialidad que cortaba. Me decidí por la prudencia.

—Muy bien —dije tras un silencio ominoso—. Creo que me lo voy a pensar. Sí, merece la pena pensarlo —o algo así le dije. La sonrisa se ensanchó sin distenderse.

—Tendrá usted que trabajarse un poco al fiscal —me aconsejó— para que acepte la retirada de la denuncia porque, al tratarse de un delito perseguible de oficio, la cosa es más complicada; pero usted tiene mucha labia y, si hace falta, ya daremos nosotros un empujoncito; al fin y al cabo el desdecirse, como el errar, es humano. No necesito decirle que la decisión ha de ser rápida, los rumores saltan al menor descuido y, en este caso, el salto significa la retirada de la oferta.

—Lo entiendo, sí. Deme su teléfono y hoy mismo le contesto.

El tipo sacó con gesto ampuloso su cartera, extrajo una tarjeta y me la tendió.

—Estoy seguro de que tomará la decisión correcta —dijo mientras se ponía en pie.

—Yo también; pero, en todo caso, quiero advertirle de que no aceptaré dinero alguno —respondí con franqueza.

Me encantó ver la cara que ponía al oír esto último.