Por la tarde fui a dar una vuelta. Al principio, por el Paseo, pero luego me dio envidia la gente que caminaba por la playa, así que me descalcé, até los zapatos por los cordones y me los colgué al cuello, me remangué los pantalones justo por debajo de la rodilla, a pantorrilla desnuda como quien dice, y eché a andar por la arena hasta la orilla; una vez allí, empecé a caminar siguiendo la línea del agua. Aunque todo el mundo iba en bañador, no me dejé intimidar y me sumé a la fila de andarines con toda naturalidad. Hacía una tarde fenomenal, los gritos de los niños y los bañistas se entremezclaban con el rumor de la pleamar que acababa de iniciarse, el espacio estaba lleno de sensaciones agradables para los sentidos y el mar y el cielo se reflejaban en un azul luminoso. Junto a la fila de andarines corría otra de deportistas, también en dos direcciones: este y oeste. Los deportistas se distinguían de los bañistas en que iban a la carrera y disfrazados de deportistas y muchos llevaban sujeto en alguna extremidad un medidor de pulsaciones. Yo me sentía agradecido pisando la arena con los pies desnudos y de vez en cuando me desviaba un poco para meterlos en el agua. Al poco rato tuve que abrirme la camisa porque el calor apretaba por fuera y por dentro. O sea, que iba hecho un adán.

Una mujer que me adelantó a la carrera me llamó la atención. Era alta y fuerte, como a mí me gustan y de mediana edad. Mediría algo menos que yo, uno setenta y cinco o así. Manejaba su trasero con una solvencia que me hizo apretar el paso para no perderla de vista. Me gustaban esas piernas fuertes, esos muslos contundentes, las caderas amplias rematadas por una cintura estilizada que ascendía airosa hasta unos elegantes omóplatos de nadadora olímpica; llevaba el pelo recogido en una coleta que se bamboleaba de un lado a otro con energía. A la carrera, bajo el sol y con tan madura vitalidad, ese cuerpo era la encarnación de un ideal. Vestía pantalón corto de deporte con dos sugerentes aberturas laterales, camiseta elástica de tirantes y zapatillas deportivas. Era mi tipo, así que apreté el paso para no perderla de vista porque ésa es la ocupación ideal de mente y cuerpo para todo hombre desocupado en la playa. En el momento en que me adelantó y la tuve toda entera a corta distancia ante mis ojos, lo siguiente en lo que reparé fue en las gotas de sudor que resbalaban por su piel, que me produjeron una calentura insoportablemente excitante. Y apenas sin darme cuenta, me encontré corriendo detrás de ella para no perder detalle, prendido de aquel cuerpo sudoroso, hasta que un instante de lucidez me devolvió a la realidad: ¿Qué hacía yo, con las pintas que llevaba, corriendo como un poseso detrás de aquella belleza atlética? Debía de ser un contraste tan grotesco que, avergonzado al verme así, aminoré el paso y volví a caminar, resoplando ruidosamente. A mi edad los excesos se pagan.

Guardaba la esperanza de que, al cabo de un rato, ella estaría de vuelta y podría regodearme a gusto, ahora de frente y con tiempo para disfrutarla. Lo normal es hacerse el largo de la playa un par de veces al menos, pero a medida que me acercaba a la punta oeste iba perdiendo las esperanzas. Tendría que haber estado de vuelta por donde yo iba y desesperé. Entonces la localicé a lo lejos, despidiéndose de alguien y volviendo hacia mí. Pensé abordarla, pero mi aspecto me retraía: descamisado, descalzo, con las zapatillas colgando y los pantalones de calle remangados. ¿A quién quería yo engañar? Sólo podía confiar en reclamar atención negativa. La verdad es que la mía era una actitud que me recordaba la adolescencia, cuando un simple intercambio de miradas es capaz de crear un mundo fabuloso en la imaginación y uno se conformaba con un suspiro y la ilusión de haberse cruzado con el rubor o el descaro de una belleza singular. El verla avanzar hacia mí, al concentrarme en el efusivo y armónico movimiento de ese cuerpo deseable, los alegres pechos, las hermosas caderas, sentí un placer tan sentido como la arena de la playa en toda su extensión. Entonces llegó a mi altura, yo la miré, ella me miró al percibirlo, en un segundo me sobrepasó y me di la vuelta con la sola intención de seguir admirándola porque nada más podía hacer.

Entonces ella aminoró el paso como si titubeara y, sin dejar de correr, pero muy despacio, se volvió a medias para mirarme, como sorprendida por un leve recuerdo y curiosa por lo mismo; luego se detuvo en seco y compuso un gesto de sorpresa tan espontáneamente encantador que no sé si me hipnotizó o me dejó simplemente estupefacto. Así nos quedamos los dos, mirándonos a breve distancia, hasta que conseguí arrancarme de mi estupor y dirigirme hacia ella con mi mejor sonrisa; entonces dio un par de pasos adelante y por fin nos reconocimos: era la Juez De Marco.

No es lo mismo admirar a una mujer de viaje en un vagón de tren o en el ejercicio de su función pública que con un sucinto y marcado atuendo deportivo que muestra o insinúa buena parte de su cuerpo, en el que las gotas de sudor que cubrían su piel brillaban al sol con la más sensual calidez o las manchas del propio sudor en la camiseta estimulan fervorosamente los sentidos; la mancha húmeda de una camiseta, sea por el esternón o siguiendo la línea de la columna siempre me han producido un ataque de lascivia. No conseguía apartar los ojos de su cuerpo mientras aparentaba mirarla a los ojos, pero al fin nos dimos la mano y yo empecé a hablar sin ton ni son mientras intentaba asimilar el extraordinario encuentro y la contundente presencia de la mujer. Y lo que era más extraordinario aún: con tan poca ropa, ella era la dominante y yo el patoso; yo, que siempre he tenido labia con las mujeres.

—Señoría… —dije, y luego algo así como una excusa por no tener seguridad ninguna de cómo tratar a una juez en una playa medio en pelotas; pero ella manejaba su cuerpo y sus gestos con la misma soltura y seguridad con que lo hacía en el Juzgado, lo cual me impresionó.

—Usted… —hizo por recordar—. Usted es el que he puesto en libertad esta mañana, pendiente de juicio; el de la violación con víctima desaparecida…

—Sí, el mismo. No el violador sino el otro —aclaré preocupado—. Qué extraordinaria coincidencia —añadí, por decir algo.

—No es de extrañar. Esta ciudad es pequeña y la playa en verano… Pero veo que lleva usted un —me miró con una pizca de conmiseración— atuendo improvisado.

—Se nota, ¿verdad? —dije, tratando de hacerme el gracioso. Ella sonrió. Tenía una sonrisa tan luminosa como su cuerpo al sol. Calculé que pasaba de los cuarenta. Muy bien llevados, ahora sí que podía afirmarlo con seguridad.

Me lancé de cabeza a la piscina:

—Pero no es la primera vez que la veo a usted.

—¿Ah, no? —comentó sorprendida.

—Venía en el mismo tren que yo, ayer por la mañana.

—¿De veras? —dijo con curiosidad.

—En la cafetería, a primera hora. Supongo que usted no me vio, pero yo sí a usted, en cambio —empecé a animarme a abrir brecha.

—Es verdad, allí estaba.

—Pensativa. Por eso no me vio —dije, y de inmediato me di cuenta de que ése no era el tono.

—Oh —contestó ella por todo comentario.

Me despedí para no seguir metiendo la pata. También me pareció ver un leve destello de sorna en sus ojos.

—Nos veremos —añadí—. En el juicio, supongo.

—Allí nos veremos. Pero si nos encontramos antes y mientras no sea en el Juzgado sino en nuestra pequeña ciudad, puedes tutearme —dijo por sorpresa.

Me dijo adiós con la mano, se dio vuelta y reemprendió su carrera. Cuando, parado en medio de la arena, la vi alejarse como si la distancia me alegrase y entristeciera a la vez, comprendí que estaba empezando a enamorarme de ella. A mi edad.