Tomás Sánchez-Hevia, el marido de Concepción Ares, compareció ante la juez apenas llegado a la ciudad al final de la mañana del mismo día 5. Su mujer permanecía en el depósito a petición de la Juez De Marco, que había requerido una segunda autopsia para poder deslindar con la mayor precisión los golpes ocasionados por la caída de los ocasionados por la agresión de la que había sido objeto. Era un hombre de buena planta aunque proclive a la gordura, pronunciadas entradas que dejaban al descubierto una frente alargada y abombada, traje gris con corbata y pañuelo a juego y unos modales clásicos de persona acostumbrada a dar órdenes. Mariana de Marco, que desconfiaba de las personas que lucían corbata a juego con el pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta, trató de imaginarse, sin conseguirlo, la forma de afecto que lo unía a su mujer.
El hombre parecía estar realmente apesadumbrado, pero su reacción ante un hecho tan terrible como la violación y posterior suicidio de su esposa denotaba una falta de empatía o, simplemente, de emoción propia de un carácter secundario. Hablaba como si hubiera asimilado el hecho y vuelto la página, como si ahora estuviera acomodándose ya a su viudez y todo su interés estuviera puesto en cumplir con el comportamiento adecuado a su nuevo estado. Esa falta de curiosidad por los pormenores del durísimo suceso le producía a la juez un inequívoco rechazo que no dejó traslucir.
—No puedo imaginar —decía el hombre con gesto inexpresivo— que nadie deseara mal alguno a mi mujer porque no tenía enemigos. Al contrario, era una persona paciente y sociable que se llevaba bien con todo el mundo. Yo creo que el asunto está desgraciadamente claro: por uno de esos golpes del azar, se cruzó en el camino de un delincuente y no pudo soportar el dolor de la agresión. No se me ocurre ninguna otra explicación.
»Era una mujer de ideas conservadoras, como sus padres. La madre es muy religiosa y tiene un hermano sacerdote —dijo contestando a otra pregunta de la juez—. No es que a mí me disguste la religión; yo mismo soy católico practicante. No, me refiero a que desde hace un tiempo se le había pegado algo de esa ranciedad que a veces acompaña a la religiosidad; la familia de mi mujer es muy tradicional, ¿me comprende usted?
»Imagine usted —continuó Tomás— el impacto tremendo que ha debido de ser para ella que la… —vaciló— maltrataran de esa manera. No quiero ni pensarlo. —El hombre se estremeció; era la primera vez desde que había entrado en el despacho que Mariana lo veía reaccionar con alguna emoción.
—Pero ¿quiere decir que le parece asumible que decidiera cometer suicido? Suicidio… de la manera en que lo ha hecho —aventuró la juez.
—No sé qué decirle, pero creo que tiene su lógica.
—Le recuerdo que el suicidio es uno de los pecados mayores para un católico.
—Sí, sí, efectivamente. No concuerda. Sólo se explica estando bajo un fuerte impacto emocional.
—Por supuesto —reconoció Mariana—. Aunque, por lo que hemos podido deducir, ella se tomó su tiempo para deshacerse de las huellas de la dolorosa agresión; parece, y perdone si entro en disquisiciones de intimidad, que en el baño celebró algo así como un ritual de purificación, lo que se corresponde mal con un estado de shock, de pérdida completa del control. Si su esposa tenía un arraigado sentido de los valores religiosos tendría que haber sido presa de una pérdida absoluta de control, una especie de estado de locura, para hacer lo que hizo.
—La verdad es que no sé qué decir. Tiene que comprender que para mí es un asunto muy doloroso.
«No recules —pensó Mariana—, no te hagas ahora el abrumado porque no lo estás en absoluto. Tú ya te has hecho tu composición de lugar, vuelto a ordenar todo en la mente y ahora sólo te preocupa olvidar lo único que te molesta del asunto: la incomodidad y las obligaciones que acompañan a esta muerte».
—¿Cuántos días ha estado usted ausente de G…?
—Todo el pasado fin de semana.
—¿Viaja usted a menudo?
—Frecuentemente.
—¿A S…?
—Dentro de España, sí. También a Bilbao, a León… a Lisboa…
—¿Asuntos de negocios?
—En efecto.
—El fin de semana… —dijo la juez, dejando deliberadamente inconclusa la frase, flotando en el aire. El hombre no se dio por aludido y esperó.
»Entiendo —continuó Mariana— que las relaciones entre ustedes eran todo lo cordiales y naturales que cabe esperar en un matrimonio bien avenido.
—Por supuesto. Mi mujer ha sido siempre un gran apoyo para mí.
—Ya veo. Y usted no había notado nada en ella, nada extraño, o distinto… Cambios de humor, que estuviera inquieta, pasando una mala racha, no sé, estrés quizá.
—Nada en absoluto. Como le he dicho, nos compenetrábamos muy bien, nos apoyábamos el uno al otro. Si yo hubiera notado en ella algo de lo que usted sugiere, habría tomado cartas en el asunto.
—Claro, es lo que se hace en estos casos: tomar cartas —dejó pasar unos segundos y suspiró—. Bien, sigamos. ¿Tienen o han tenido recientemente algún problema de tipo económico?
—Ninguno. La vida nos va bien en ese aspecto.
—La verdad es que cada vez resulta más incomprensible la acción de su esposa.
—Eso es lo que yo pienso. Por eso creo que la única explicación es que se encontrase en un estado de alteración extrema, producto de… la violación.
—¿No le interesa saber cómo ocurrió? ¿Si llegó a consumarse?
—No. No quiero saberlo. Ya no se puede hacer nada por ella. Prefiero obviar todo lo que de desagradable… de insoportable tiene este asunto.
—Como comprenderá, nuestro deber es aclarar lo sucedido y dar con el delincuente que precipitó de manera tan horrible el desenlace, por insoportable que resulte —comentó Mariana con toda intención. El paso de «desagradable» a «insoportable» en el comentario del marido le pareció revelador. Sí, él lo consideraba sólo desagradable, lo de insoportable era una concesión a la imagen que quería presentar ante la juez. Después de todo, el hombre era sensible a su manera.
—Hasta que no avance la investigación no voy a volver a molestarle y sólo le llamaré si lo necesito realmente. Crea que respeto su dolor.
—Muchas gracias. Llame cuantas veces lo necesite. Estaré encantado de colaborar en todo lo que pueda.
«Tendrías que haber añadido: para esclarecer la muerte de mi pobre esposa. Es impresionante la sequedad de carácter de este hombre, el desafecto que exhala. Serías un buen candidato a sospechoso si no fuera porque estabas en León la noche de autos. Porque ese suicidio sigue siendo, como poco, inexplicable. ¿Te habrás librado de un peso con la muerte de tu mujer? ¿Tendrás alguna amante por los alrededores?».