El informe del forense sobre el presunto suicidio de Concepción Ares sumió en la perplejidad a la Juez De Marco. Había abierto diligencias como correspondía a un suicidio, pero el cuerpo parecía presentar algunos hematomas en brazos y piernas no atribuibles a la caída, probablemente defensivos, principalmente los de las muñecas, por lo que tendría que esperar al informe forense definitivo. Se apreciaban erosiones en los labios. También se advertían señales de actividad sexual que hacían suponer que no fue consentida. En otras palabras: había sido violada. La meticulosa limpieza de su cuerpo que llevó a cabo la mujer en el cuarto de baño había borrado rastros de la agresión. Ahora se enfrentaban, por tanto, al presunto suicidio de una mujer trastornada quizá por la terrible impresión sufrida. Sin embargo, cuando Mariana de Marco trataba de imaginar la escena, los sucesos no encajaban con la lógica. ¿Es aceptable que una mujer traumatizada vuelva a su casa, se tome un buen tiempo en eliminar todos los restos de la agresión, lo que supone una relativa calma, o una cierta relajación al menos, y a continuación se arroje al vacío desde un sexto piso?
Antes del mediodía, gracias al despliegue de actividad organizado por el inspector Quintero, la juez dispuso de toda una batería de información referida al caso. En primer lugar, sobre el marido de Concepción Ares, que había sido localizado en S…, donde se hallaba por razón de su negocio y se le esperaba a mediodía en G… Tomás Sánchez-Hevia era natural de Madrid aunque pertenecía a una acomodada familia de la ciudad de G… y Concepción a una familia de raigambre en V…, la otra ciudad de importancia en la misma Comunidad Autónoma. La familia de Tomás era una familia de negociantes y la de Concepción de propiedades de tierras y urbanas. Más cosmopolitas los primeros, asociados a asuntos de fletes marítimos por el mundo entero, y más tradicionales y de acendrada moral católica y conservadora los segundos. En cuanto a fortunas, la de los Ares era superior a la de los Sánchez-Hevia y tanto unos como otros vivían de manera desahogada, aunque probablemente circulase más dinero efectivo por las manos de los segundos porque las rentas de la tierra no rendían los mismos beneficios que la actividad de transporte de mercancías por mar.
Ningún vecino del inmueble donde se hallaba el piso del matrimonio había visto u oído nada inhabitual que reclamara su atención con excepción de una señora que vivía en el primero, bajo cuyas ventanas se estrelló el cuerpo de Concepción. Ella no recordaba el ruido del cuerpo al estamparse en la acera, pero sí tenía nítido el recuerdo del sobresalto que la despertó: un espasmo de la glotis que, al incorporarse, le cortó la respiración; empezó a sudar frío con ahogo mientras escuchaba el angustioso sonido entrecortado de su esfuerzo por respirar. Cuando pudo reponerse oyó voces en el pasillo y también en la calle, alcanzó la ventana, que abrió para respirar y no por curiosear, como explicó dignamente al inspector, y allí se encontró con la horrible escena. Dos o tres personas rodeaban indecisas el bulto bajo el que iba extendiéndose una oscura mancha de sangre y otra hablaba por su teléfono móvil con la policía. La vecina recordaba, además, la calle vacía, tan vacía que se preguntó de dónde habían salido aquellos espectadores de la tragedia. Y de inmediato dos vecinos de la casa, que identificó, salieron a la calle: nunca, nunca olvidaría, dijo, el horror pintado en sus rostros al reconocer a la fallecida. El piso no reveló nada salvo el confort burgués de la pareja que lo habitaba. Tan sólo el cuarto de baño les explicó a los investigadores lo sucedido desde que ella entró por la puerta. Sin dudarlo, se había dirigido allí desde la entrada. La única señal de desorden era el felpudo que encontraron desplazado hasta el centro del descansillo. Allí se despojó de toda la ropa, la que encontraron totalmente chamuscada. Un resto de lo que parecían unas bragas rasgadas le hicieron suponer al inspector que, tras el brutal ataque, las recogió del suelo del lugar donde fue agredida, así como las demás cosas que llevara encima, bolso incluido; pero el bolso estaba intacto. No tenían ninguna esperanza de que los restos calcinados revelaran alguna información sobre el agresor. El inspector se inclinaba por suponer que el lugar de la agresión debía de estar cerca, que ella volvió por su pie, sobre todo porque ningún taxista —habían hecho una comprobación exhaustiva— reconocía haber recogido a la mujer. Pero en ese caso ¿sería posible que no hubiese llamado la atención entre el vecindario? A la mañana siguiente tendría que enviar a un par de agentes a preguntar por el barrio. No era una desconocida.
Se había duchado a conciencia, envuelto en un albornoz y dirigido al balcón, quizá de inmediato, quizá transcurrido un tiempo. Un análisis minucioso de las huellas de la mujer descalza hizo pensar al inspector que no había estado dando vueltas en el salón, o sentada o reclinada, sino que se llegó en seguida al balcón, abrió las dos hojas, se asomó a la barandilla y saltó o se dejó caer. En el salón había otros débiles rastros de pisadas de zapatos de hombre y de mujer, irreconocibles. Con la llegada de la asistenta, descubrió que ese mismo día había tenido que acudir a la casa para servir un almuerzo con invitados, tres personas aparte de ella, y anotó sus nombres para interrogarlos. Todo evidenciaba un día normal con un final marcado por la mala suerte. La mujer despidió a la asistenta a las cinco de la tarde, una vez recogida y ordenada la cocina.
Mariana se sintió insatisfecha e incómoda. Insatisfecha por el aspecto extravagante que presentaba el caso e incómoda porque algo de todo lo que recogió mentalmente esa noche estaba fuera de lugar, pero no sabía qué ni por qué.
El matrimonio no tenía hijos. De la indagación del inspector por el edificio se desprendía que lo habían intentado con el resultado de dos abortos, el segundo de los cuales dejó a la mujer estéril. Según la asistenta, que llevaba años con la pareja, en algún momento se planteó la posibilidad de adoptar un bebé, lo que fue descartado de inmediato por consenso familiar: el peso de la sangre estaba por encima de cualquier otra consideración y Concepción se resignó. En opinión de la asistenta, el señor habría estado dispuesto a aceptar la posibilidad por darle gusto a su mujer, sobre todo, pero la familia de ella se cerró en banda. Aceptaban que la adopción podía ser una solución para familias de tipo medio, pero consideraban que para ellos esa posibilidad era aún más rechazable que la aceptación de un bastardo.
—La puta sangre —dijo el inspector Quintero con manifiesto desprecio.
—No creía yo que fuera usted de ideas tan avanzadas —comentó Mariana con algo de retranca.
—Ni yo que usted me conociera tan mal —respondió el otro, malhumorado.
—Venga, Quintero, no se enfade. Con lo bien que nos llevamos desde el caso de la pobre Jessica Vega… o Elena, se llamaba Elena, ¿no[1]?
—Sí, pobre chica. Qué pena de vida.
«Qué pena de mujeres —pensó Mariana—. Lo que tienen que aguantar a menudo. Y menos mal que las cosas han cambiado, con lo que era esta vida en los tiempos del franquismo y la Iglesia mangoneando vidas y conciencias. Total, con lo sencillo que resultaría que cumpliese con la palabra del Evangelio en conciencia y se ocupara de dar al César lo que es del César, y no como hacen en general los curas, que es dedicarse a decir a la gente cómo tiene que vivir. En el fondo abominan de la mujer, de la pecadora, parece que les demos asco. Pero aunque estén obsesionados con el sexo nos necesitan, por eso consienten. Seguro que a esta Concepción Ares la tenían mártir, menuda familia de carcamales debe de ser la suya».
—El agente Rico —empezó a decir Quintero— es el que se ha traído esta noche a esos dos maromos que se estaban cascando en la calle, ¿no?
Mariana rió imaginando la escena. Estaba con el inspector Quintero en un bar frente a los Juzgados tomando un pincho de tortilla y un vino que a veces compartían a guisa de almuerzo. Mariana de Marco se lo había ganado tras el caso de la muerte de Jessica Vega, molesta por la tensión soterrada a que la sometieron el jefe Saludes y algún otro mando afín, o el rijoso Juez Carbajo, por poner un ejemplo, cuyas lascivas miradas ya habían dejado de afectarla y al que ahora, cuando estaba aburrida porque el trabajo se cargaba de rutina, le divertía provocarlo al cruzarse con él, un botón suelto de más en la blusa, un sugerente movimiento de caderas caminando. Pero al fin, entre unas cosas y otras, también la tirantez con gente de ese pelaje se fue relajando y de hecho había conseguido que la dejaran a su aire sin inquina ni escarmiento, por lo menos aparente.
—Al tal Llorente no le haría ninguna gracia saber que lo ha llamado maromo —dijo Mariana.
—Ése es un broncas que un día se va a encontrar con la horma de su zapato.
—Familia de sidreros, tengo entendido.
—Él se gasta lo que otros producen. Ná —dijo con desprecio—, es un pinta. No me extrañaría nada que fuera cierto lo de que estaba violando a una mujer.
—Lo malo es que el otro no tiene quien lo corrobore. ¿Usted le creería?
—No sé, nunca se sabe. Con los periodistas nunca se sabe.