En la madrugada del lunes 5 de julio, la Juez Mariana de Marco, al estar de guardia, hubo de desplazarse a un barrio de clase alta situado el sureste de la ciudad de G… a requerimiento de la policía para efectuar el levantamiento de un cadáver hallado en la vía pública. Personada en el lugar, recibió el informe del forense, el cual manifestó que entretanto había podido hacer una primera exploración superficial del cuerpo tendido en la acera, pero prefirió no aventurar un dictamen sin hacer un examen más detallado y la juez, que lo conocía bien, entendió que había algo más de lo que estaba a la vista. El cuerpo era de una mujer de entre cuarenta y cuarenta y cinco años que, al parecer se había arrojado desde uno de los pisos superiores del edificio ante el cual yacía. Aunque Mariana de Marco estaba más que acostumbrada a estas situaciones, no pudo reprimir una ácida sensación de angustia ante la visión del cuerpo porque éste se mostraba tan brutalmente descoyuntado que, al mirarlo, le parecía estar viéndolo estrellarse una y otra vez.
En el portal había un grupo de personas evidentemente conmocionadas. La policía había irrumpido en el edificio buscando a alguien que pudiera reconocer a la mujer porque ésta no portaba seña de identificación alguna; de hecho, estaba semicubierta tan sólo por un albornoz de baño y tendida boca abajo sobre un gran charco de sangre. Por las declaraciones de los vecinos pudo saber que vivía en el edificio con su marido, que se llamaba Concepción Ares y que residían en un séptimo piso los dos solos, que eran de familia importante, gente de buena posición, conocida en el barrio. Lo que más sorprendió a los vecinos cuando oyeron hablar de suicidio es que ambos, pero sobre todo ella, eran muy religiosos. Llevaban una vida de orden y no había constancia alguna de desavenencias entre los cónyuges. El marido no se encontraba en casa y nadie supo dar razón de él, por lo que hubo que forzar la puerta. El piso, amplio y amueblado con gusto, no mostraba el menor rastro de situación conflictiva; al contrario: ofrecía una cara amable y confortable, un orden perfecto y una presencia impecable. Ni siquiera las puertas que daban al balcón desde el que, presumiblemente, debió de caer la mujer y que tenían las dos hojas simétricamente abiertas de par en par desentonaban con el aspecto general de la casa. Tan sólo en el cuarto de baño, con trazas de haber sido utilizado poco tiempo antes, se advertía un cierto desorden, producto, quizá, de la precipitación por el uso. La mujer había utilizado no sólo la ducha sino también el bidé y en el lavabo pudieron apreciarse unos leves restos descoloridos que podían ser de sangre. Esto último había llamado la atención de los investigadores, que aislaron el cuarto para poder estudiarlo detalladamente.
—¿Cree usted que podría haberse lesionado mientras se duchaba? —preguntó Mariana sin convicción al inspector Quintero, que se encontraba a su lado.
—No —contestó el inspector—. Yo creo más bien que la mujer se estaba limpiando y quitando de encima rastros o marcas de algo. Lo que hay que hacer es decirle al forense que busque lesiones no imputables a la caída.
—Eso me ha parecido que le preocupaba —dijo la juez.
—Y se impone buscar al marido —añadió Quintero.
Los vecinos confirmaron que la pareja residía habitualmente en la casa y alguno incluso manifestó extrañeza por el hecho de que el marido no se encontrara en el piso a aquellas horas, aunque de vez en cuando solía ausentarse un par de días por negocios, al parecer.
—Si no estaba él, ella se quedaba en casa porque, de salir, salían juntos, pero no cada uno por su lado y menos por la noche.
—O recibían en casa.
¿Maltrato? ¿Violencia de género?, pensó Mariana. La realidad mostraba que, bajo apariencias de normalidad y educación se escondían almas ceñudas y perversas. De hecho, a menudo, cuando se encontraba con un caso de éstos, era ya un tópico que todos los vecinos y conocidos de víctima y verdugo pareciera que se caían de un guindo cuando se enteraban del fatal desenlace. «Eran una pareja de lo más normal —decían incrédulos—. Gente tan amable y comunicativa», «Quién lo iba a decir»… Como si todos los malvados de este mundo debieran llevar un estigma en la frente para ser reconocidos como tales. Pero el clima de burguesía establecida que llenaba la casa y revelaba un espacio de serenidad y buenas costumbres la desconcertaba. Era un contraste excesivo con la brutalidad de aquella muerte. Incluso la ausencia del marido no casaba con el cuadro general de normalidad: era evidente que debería de haber estado en el piso, tan evidente como para que Mariana volviera al dormitorio para asegurarse de que no se encontrara allí, durmiendo como un bendito, ajeno a todo el escándalo.
Quintero reapareció con un resto de ropa quemada entre sus manos enguantadas.
—Hay manchas de sangre y tierra y algo más que no puedo precisar a primera vista —comentó—. Y hay desgarraduras también, como si previamente la hubieran troceado aprisa con unas tijeras. Todo hace pensar que se desprendió de ella nada más entrar en la casa.
—Es ropa de calle. ¿Está toda ahí?
—No hay manera de saberlo con exactitud, pero es de suponer que sí; no sabemos si llevaría puesto algo más. ¿Y si el agresor la atacó en la calle y la obligó a subir y abrirle el piso? Las manchas de barro…
—¿Corriendo el riesgo de que los descubriera algún vecino? Se me hace raro.
—Me parece a mí que este piso tiene mucho más que contarnos y nos vamos a quedar por aquí un rato.
—Precíntelo. También es prioritario encontrar al marido. Cualquier noticia que tenga que comunicarme la espero en mi despacho.
Mariana de Marco se despidió del inspector y bajó a dar instrucciones al forense, que aún se encontraba abajo, junto a la furgoneta de atestados. El cadáver estaba ya en la ambulancia y en el suelo sólo quedaba una extendida mancha de sangre. Quintero reapareció para dar órdenes de establecer un perímetro de al menos dos manzanas en busca de un posible lugar donde hubiera podido ser asaltada la mujer.
—Vamos a hacer un rastreo de los alrededores por si encontramos algún indicio de que la mujer fuera atacada en la calle. De ser así, puede que alguien haya visto u oído algo.
—Si no, habría cogido un taxi —propuso Mariana—. Vamos a esperar al informe forense y si aparecen indicios de violencia ajenos a la caída tendrá usted que investigar los taxis, a ver si alguno la llevó a casa.
En ese momento sonó el teléfono móvil de la juez.
—¿Sí? ¿La pelea de la que me habló? ¿Un violador? Lo siento, pero tengo algo más urgente entre manos. Pues que sigan así, que un par de horas más no es nada… Si tienen que esperar, que esperen. Iré cuando termine aquí. —En ese momento la alcanzó el inspector Quintero.
—Los vecinos del inmueble tienen poco que decir. La de abajo, la mujer que la reconoció en la acera y que debe de ser una solterona cotilla, asegura que escuchó el ascensor varias veces, una de las cuales ha de ser evidentemente la subida a su casa de la víctima, que más tarde oyó un timbre, que los hijos de otro vecino armaron un poco de jaleo en la escalera porque están solos en el piso, que luego se quedó adormilada, que escuchó algo arriba, pasos, que la despertó el golpe de la víctima contra la acera porque tenía la ventana abierta; también oyó pisadas apresuradas en la escalera, supongo que de algún vecino, porque en seguida aparecieron varios en el portal. En fin, nada que nos conduzca a alguna parte. El resto de los vecinos no percibieron nada que nos pueda servir. La señora de abajo, que se las da de clase preferente, se quedó dignamente muda cuando al agente Rico se le escapó un comentario en voz alta acerca de las personas que acechan tras las puertas.
—Genial —murmuró la juez mientras se despedía.