No voy a extenderme en las primeras impresiones de mi estancia en G… pero fue al tercer día de vaguear por allí cuando empezó todo. Yo estaba en el bar con Manolo, ya en plan de esperar al cierre para ayudar a recoger, y se me ocurrió salir a echar un pitillo al fresco porque afuera hacía una noche tentadora. Incluso le propuse a Manolo que, cuando acabáramos, nos fuéramos a tomar una copa por ahí, para alargar la velada, a nuestro aire. Bueno, el caso es que salí, encendí mi pitillo y me alejé unos pasos. Un par de manzanas más allá, en la misma acera, se abría un hueco entre dos edificios al fondo del cual había una florería en lo que debió de ser un garaje o un almacén; de noche no disponía de otra iluminación que la proveniente de las farolas de la calle y yo solía acercarme y tirar la colilla cuando terminaba de fumar, una especie de ritual gratuito. Así que me acerqué paso a paso, apurando el tabaco y, de repente, me pareció escuchar un gemido triste mezclado con ruidos de forcejeo, pero no le presté mayor atención que a mi propia imaginación. De pronto los ruidos cesaron y justo en ese momento, en el vacío que siguió, pensé que quizá alguien estaba en apuros. Después creí escuchar un estertor como una sucesión de sollozos roncos y como yo no puedo dejar pasar una oportunidad de curiosear, me asomé a su interior a ver en qué consistía aquello dando una voz:

—¿Hay alguien ahí?

Los sollozos callaron y, sorprendido, me adentré en el lugar y en seguida descubrí, al fondo, a una mujer medio incorporada en el suelo. Al acercarme a ella, retrocedió espantada, volvió a caer, yo traté de tranquilizarla y le tendí la mano; entonces, al tenerla más cerca fue cuando me di cuenta por su aspecto que debía de haber sido atacada. Y de repente, de entre las sombras de un recodo que hasta ese momento me había pasado inadvertido, salió un tipo que echó a correr hacia la calle y yo dudé entre ayudar a la mujer o perseguir al fulano. Me equivoqué, claro, como siempre en estos casos, y fui tras él; le di alcance, le hice una llave doblándole el brazo a la espalda e, inmovilizándolo contra la pared, llamé a la policía con la mano libre.

Serio error. No sé cómo el tipo se soltó, pero me largó una patada que si me pilla, me desgracia, y trató de escapar. Total, que me puso de tan mala leche que le aticé a base de bien, lo dejé sentado en el suelo en el mismo vano de la calleja y me fui por la mujer. Y aquí empieza lo bueno: la mujer había desaparecido.

Mi estupor coincidió con la llegada de un coche de la policía dándole a la sirena en plan aparatoso. Al principio, como en toda confusión, me tomaron por lo que no era, uno de ellos me echó sobre el coche y me cacheó mientras el otro atendía al violador, que debía de estar hecho un cristo a juzgar por lo que se quejaba. No se quejaba: el tío cabrón me estaba denunciando.

Manolo y el que debía de ser el último cliente habían salido a la calle, atraídos por las luces y la sirena y eso me salvó de que me esposaran y me metieran en el coche como si fuera un vulgar atracador. Luego llegó la ambulancia para llevarse al tío cabrón, pero lo arreglaron allí mismo con un par de puntos y unas tiritas. Yo había conseguido, con la mediación de Manolo, que la poli me escuchara, de manera que el asunto quedó en tablas: denuncié al violador y el violador me denunció por agresión, con lo que al cabo de un buen rato de perder el tiempo a la española, acabamos los dos en comisaría.

La desaparición de la mujer me colocaba en una situación difícil y el otro tipo, que se ve que no andaba mal de reflejos, se aprovechó de ello. Nadie más había visto nada, la calle estuvo desierta durante el incidente, yo apenas podía dar detalles sobre la mujer, aunque sí recordaba haberme fijado durante un segundo en su cara descompuesta por el miedo, un miedo total, abrumador, pero no había ni rastro de ella. ¿No habría sido lo lógico que, al salir de la calleja, se metiera en el bar de Manolo a pedir ayuda? Pues sí, era lo lógico, pero no lo había hecho, le dije al policía que me miraba con sorna. Entonces recordé mi teléfono: yo había llamado a la policía, ahí estaba mi testimonio, la llamada estaría grabada en el móvil. Y sí, seguro que lo estaba, pero lo que no conseguí encontrar en ninguno de mis bolsillos fue el móvil.

Mi oficio de periodista me ha enseñado a ser paciente. Mientras nos dirigíamos al Juzgado en busca del juez de guardia, recapacité. El policía de turno me había explicado que la denuncia por violación tenía escasas posibilidades de prosperar y, al no haber cuerpo del delito, tenía toda la pinta de llevar razón; pero entre mis numerosos defectos se encuentra el de ser cabezota e insistente, lo que me ha dado no pocas alegrías en el ejercicio de mi profesión, así que insistí. El otro tipo también insistió en su denuncia y no hace falta decir que a esta última el policía de turno le veía muchas más posibilidades de prosperar. Yo debí de perder mi mejor baza, el móvil, en el fragor de la pelea, así que tendría que estar tirado en la calle y Manolo se ofreció a ir a buscarlo pero la policía no le dejó ir solo, conque se fueron en el coche patrulla, rastrearon la zona y no encontraron nada. Así es la vida: cuando yo estaba armando follón y sacudiendo al tipo aquel, no había nadie por los alrededores, nadie escuchó nada; en cambio, cuando la calle estaba dormida y en silencio, aparece alguien, ve un móvil tirado en el suelo y se lo lleva tan contento. La vida es que no te hace un favor ni por equivocación.

—Tenga usted en cuenta —me había dicho el policía después de intentar que retiráramos las denuncias de común acuerdo— que aquí la denuncia del amigo no es más que un juicio de faltas por lesiones, pero si usted mantiene la denuncia por violación, eso es un delito perseguible de oficio.

Lo sabía, pero no lo recordé hasta ese momento. Si seguía adelante, la cosa se ponía complicada. Y seguí, es mi carácter, aunque he de confesar que ver allí, delante de mí, a aquel sinvergüenza haciéndose la víctima pudo con todos mis reparos. O le juzgaba la Justicia o le juzgaba yo a mi aire, o sea, a hostias, pero de la penitencia no se escapaba.

Total, que quedé a disposición de la autoridad y en espera de acudir ante el juez de guardia… con Manolo como única referencia y, por decirlo así, fiador. Al menos, dentro de la desgracia, lo más probable sería que no tuviese que pasar la noche en un calabozo, aunque más bien debería decir el día porque, al paso que íbamos, nos iban a dar las del alba. En cuanto al proceso en sí, no es que me disgustara quedarme en G… más tiempo del previsto, pero la situación no me hacía ninguna gracia; lo que pasa es que la sola idea de que aquel hijoputa no sólo se fuera de rositas sino que, además, me viera obligado a indemnizarle, me sublevaba.

—Si es que eres un impetuoso, joder —decía Manolo, camino del Juzgado.

¿Impetuoso yo? ¡Pero si estaban violando a la mujer! O eso parecía, porque, a medida que pasaba el tiempo y trataba de recordar en detalle la escena del incidente, no dejaba de preguntarme si realmente aquel tipo la estaba violando; porque yo no lo había visto, stricto sensu, encima de ella y él sostenía que había entrado a la calleja por lo mismo que yo, pero que se asustó al verme aparecer, se escondió y luego trató de escapar en cuanto vio la oportunidad, pensando que el violador era yo que volvía sobre mi presa, menudo cínico. Así que yo no podía afirmar que fuera testigo de una violación. Entre todos trataron de echarme un capote sugiriendo que no podía precisar lo que creí ver debido a la ofuscación del momento. Sí, la verdad es que había empezado a dudar, sobre todo por la rapidez de reflejos con que reaccionó el otro para volver la situación a su favor. Vaya sangre fría la del tipo; una sangre fría que a los ojos de los presentes no correspondía tanto a un violador sino a un… ¿a un qué?, ¿a un idiota? Pues tanto daba: no por eso iba a ser menos hijoputa. Y aunque mi denuncia empezaba a deshilacharse, todos mis sentidos me decían que aquel tipo era el que había violado a la mujer desaparecida.

De modo que tomé mis decisiones: si el tipo conocía a la víctima, o incluso era su amante, yo daría con ella para empezar a poner las cosas en claro. Llevaba una temporada como para que alguien viniera a tocarme los cojones y cobrar una indemnización por daños, encima. Lo que no dejaba de pensar era que había llegado a G… de vacaciones, para relajarme y asimilar el despido antes de empezar otra vez a hacer por la vida. Una semana, sólo una semana de relajo me había permitido y ni esa semana se me concedía. En fin, el hombre propone y Dios, o la Materia en su caso, dispone. O como solía decir mi amigo Onofre, un empedernido cinéfilo la mar de simpático: El hombre propone y Dorothy Malone. ¡Ja! Más quisiera.