Como he dicho, me dirigía a la ciudad de G… a pasar una semana de descanso atendiendo a la invitación de un amigo que regentaba un bar de su propiedad llamado El Espacio. Manolo, mi amigo, se había largado de la capital cinco años antes, harto de engatusar a la gente trabajando para una empresa de seguros, una de esas que a la hora de pagar siempre consiguen llamarse andana a costa de la letra pequeña de la póliza. Metió todo su dinero en el bar y consiguió sobrevivir y hacerse con una clientela con la que comentar las mil y una incidencias que constituían el pulso de la ciudad. «Prefiero empequeñecerme en una ciudad pequeña que desaparecer tragado por el tumulto de la gran ciudad», me dijo antes de irse. Era el clásico soltero irredento, además. El caso es que allí iba yo, dispuesto a lamerme las heridas del despido y la falta de perspectiva, porque en el inmediato futuro sólo tenía la posibilidad de trabajar como freelancer, que es una bonita manera de no saber nunca cuándo vas a cobrar.
No lo hice a propósito, porque el tren tenía su horario, pero el caso es que llegué a la hora del aperitivo. El bar no servía comidas, aunque Manolo podía darte de comer con todo el material que se alineaba en la barra, pero además su cocinera, una manchega de escasa estatura que compensaba con su expresiva facundia, era capaz de improvisar un plato diario que, por extensión, alcanzaba a algún que otro cliente habitual. El aperitivo era variado y glorioso, no en vano ella, mientras Manolo despachaba desayunos, empezaba a poner las bases de lo que luego colmaría una barra que, a juzgar por lo que encontré al llegar, tenía justa y harta fama. Como el trabajo era mucho para dos, mi amigo se permitía cerrar antes de la cena y abrir a las diez de la mañana, hora a la que llegaba con la compra base ya hecha, compra que la mujer completaba acudiendo como un clavo a la hora de apertura del mercado. Todo esto me lo contó mientras atendía a la avalancha del personal, porque era la hora punta, de manera que, al cabo, como la novia de Manolo estaba ausente, yo mismo me pasé el otro lado de la barra, solté la maleta y empecé a tirar cervezas y a servir vinos y cacharros, como llaman aquí a los combinados de alcohol con refrescos.
Lo que no se servía era sidra porque Manolo detestaba el olor agrio y ácido que emana de los charcos que suelen formarse en el suelo de los chigres. Allí, pisando suelo seco de baldosa cerámica, la clientela distribuía sus vasos y platos sobre la barra o las repisas que bordeaban las paredes y se daba a la charleta marcando territorio.
El día de mi llegada lucía un sol radiante y una luz esplendorosa cubría la ciudad de G…, de manera que a eso de las cinco, una vez que los últimos cafeteros se hubieron retirado y acabada la última partida de cartas, Manolo echó el cierre hasta las siete, como tenía por costumbre salvo los fines de semana, y me acompañó a instalarme en su casa. Era un piso pequeño cerca del puerto, sorprendentemente limpio y ordenado, lo que atribuí al cuidado al que sin duda había tenido que acostumbrarse a cuenta del bar. Yo había sugerido la idea de buscar una pensión para una semana, que era el tiempo que pensaba permanecer en G… pero Manolo se negó en redondo. El piso constaba de salón, dormitorio, cocina y baño. Yo dormiría en el sofá cama del salón y me pregunté si mi amigo se iba a abstener de fornicar durante la semana, porque tenía con quién, porque el dormitorio carecía de puerta, detalle este típico de soltero vocacional. Mi exmujer habría disfrutado a más no poder viendo cumplidos sus pronósticos sobre el desastre en que debía de convertirse mi vida después de dejarla a ella. ¿Y qué iba a hacer yo si ella hizo lo que no debía: casarse con un audaz reportero? Ella era de las que te hacen pagar a ti sus errores.
Uno de los encantos de la ciudad pequeña, que también es uno de sus defectos, es que todo el mundo se conoce; lo comprobé por la cantidad de gente que cambiaba saludos con mi amigo durante el paseo. El Paseo, muy ancho, separado de la calzada por una fila de tamarindos, estaba abierto al mar, de manera que la playa quedaba bajo nuestros pies, protegida tan sólo por una barandilla de hierro pintado que corría a lo largo de todo el Paseo. En la arena había bastante gente desperdigada y tendida al sol. Bordeando la orilla del agua se apreciaba un constante ir y venir de caminantes y corredores, figurillas reverberando por efecto del agua y de la luz. Muchos curiosos se acodaban en el barandal que remataba los balaustres, como corresponde al ocio de una ciudad marítima y norteña, deleitándose disimulada o abiertamente con los cuerpos femeninos tendidos en la arena, bastantes de ellos a pechos descubiertos.
La primera hora de la tarde era toda placidez, lentitud y tiempo libre. Las voces y los gritos se confundían con el rumor de las olas. La gente caminaba, se detenía a charlar y reemprendía su camino como si el mundo estuviera a su disposición. El espacio en torno a nosotros era benevolente y comprensivo, el mar se extendía hasta el horizonte con una expansiva serenidad y enviaba a tierra una brisa refrescante que agradecíamos, el aire estaba tan limpio como el cielo y mostraba una nitidez que permitía apreciar al detalle el escenario de la bahía, con el barrio de pescadores y la campa que lo coronaba, en una punta, y las urbanizaciones de la colonia de chalés que se extendía sobre una leve colina, en la otra.
Y yo, con la buena disposición que me caracteriza, lo tomaba por un favorable augurio sin sospechar ni por lo más remoto la que me tenía preparada el destino.
Pero ese primer paseo lo recordaré siempre como un regalo. Y digo regalo porque no había hecho nada por merecerlo. A mí la vida me ha enseñado que si quieres algo tienes que pelearlo con uñas y dientes. Con los regalos pasa como con la lotería: nunca toca.