PRIMERA PARTE

Siempre, antes de emprender un viaje, he fantaseado con la esperanza de conocer a una mujer con la que vivir una apasionada aventura que duraría lo que el trayecto. Mi preferido era el tren, especialmente un tren nocturno. En un avión la intimidad es más difícil, y en autobús, imposible. En cambio, el coche cama, el clásico wagon lits, es el escenario adecuado. La mañana del día del viaje con el que arranca esta historia, el primer día del mes de junio de 2004, jueves, comenzó tras el sonido estridente del despertador que me hizo saltar de la cama a las seis y media para embarcar en el tren que salía a las ocho menos cuarto de la estación de Chamartín. Se anunciaba un día caluroso, como suelen ser los de Madrid en esta época del año. Yo caminaba por el andén en busca de mi vagón cuando la vi de espaldas, avanzando con su troller, una mujer que se movía como una pantera, con esa elegancia felina que sólo es posible lucir desde unas sensuales caderas. Era casi tan alta como yo, de pierna atlética y muslos llenos y bien ceñidos por una falda estrecha, un trasero que se adivinaba espléndido a pesar de hallarse medio velado por el faldón de la chaqueta, la espalda recta y fuerte, los hombros marcados, el cuello orgulloso, el pelo recogido y sujeto en la nuca: una mujer de bandera, como solíamos decir en tiempos. La seguí hipnotizado hasta que sobrepasó el último vagón de clase turista y se dirigió a los de clase preferente. Yo volví sobre mis pasos, maldiciendo el ataque de tacañería que me hizo adquirir billete de clase turista, que no era sino el resultado de haber sido despedido una semana antes de mi trabajo como periodista de investigación en un semanario de actualidad de cuyo nombre no quiero acordarme. El semanario se cerraba y mi contrato con él. Mi destino era la ciudad de G… a orillas del Cantábrico, invitado a pasar una semana de relajo por un viejo amigo que había emigrado unos años antes y abierto un bar para huir de la ciudad ajetreada e histérica en que se había convertido Madrid.

En el asiento contiguo al mío se sentaba un joven mochilero autista, perdido entre sus auriculares, que se había desprendido de sus botas de montaña y lucía unos calcetines arrugados que hirieron mi sensibilidad. No me tengo por persona remilgada, pero aprecio ciertas formas externas que se están perdiendo para la convivencia. De todos modos, estaba tan desanimado por la pérdida de la mujer que no tenía ganas de dar lecciones de civismo a nadie. Cuando el tren dio el tirón que iniciaba el viaje y el entorno de la estación empezó a deslizarse hacia atrás, busqué en mi maleta, molestando al joven todo lo posible, la novela que había adquirido la tarde anterior, una de Margaret Millar, y me puse a leer.

La imagen de la mujer me impedía centrarme en la lectura y al cabo de quince minutos cerré el libro. Estuve tentado de pasar a los vagones de preferente por ver si la localizaba. Sólo la había visto de espaldas y sentía una necesidad cada vez más intensa de comprobar si por delante respondía a lo que había apreciado por detrás. A lo mejor era una decepción, lo que permitiría calmar mi ansiedad y concentrarme en la lectura, porque tenía cinco horas de viaje por delante y estaba seguro, por mi proverbial mala estrella, de que el mochilero resistiría en su asiento hasta el final del trayecto. Ella, desde luego, tenía el aspecto y el movimiento de mujer fina, a pesar de su tamaño; las mujeres grandes y bien formadas, vistas por detrás —es decir, sin la luz del gesto— suelen tener, en mucho o en poco, un punto de pendón que, a juzgar por lo visto en mi breve seguimiento, cabía sospechar en mi atormentadora. Poco a poco, la idea de darme un garbeo por los vagones de preferente me acicateaba; al fin y al cabo, antes de probar a pegar la hebra con ella, necesitaba comprobar si era o no el pedazo de mujer que parecía. ¿Para qué? Por el placer de tentar a la suerte, qué quieren que les diga. Y más allá de eso… quién sabe; hasta podría decidirme a pagar el suplemento de diferencia del billete; sobre todo si hubiera un asiento libre a su lado.

Pero lo que en realidad hice fue acercarme al vagón-cafetería. Con las prisas olvidé desayunar y necesitaba un café con leche y lo que pillara para comer. Un estómago en ayuno es como un vacío en el alma. De modo que me puse en pie y avancé tambaleándome entre las filas de asientos poblados de gente adormilada. El tren había cogido velocidad y yo avanzaba a trompicones procurando no caer sobre algún desprevenido pasajero. En mi afán de salir de tan incómoda situación, aceleré el paso, adquirí velocidad y acabé atravesando al fin la puerta de la cafetería como si me hubieran dado una patada en el culo; sólo me detuve cuando conseguí aferrarme a la barra; luego, recompuse mi figura y, mientras esperaba a que el mozo me atendiera, me dio un vuelco el corazón: allí estaba ella, tranquilamente apoyada en la repisa del ventanal ante un vaso de café humeante, oteando el paisaje.

No puedo decir que fuera guapa, pero era endemoniadamente atractiva. Un rostro de pómulos marcados que aliviaban la redondez de la cara, nariz corta y ancha, unas orejas pequeñas y encantadoramente pegadas al cráneo, signo de elegancia de cuna, y unos ojos negros para perderse en ellos. Ahora podía apreciar su cuerpo de frente; había abandonado la ligereza de la juventud para adquirir la figura esbelta de una mujer en la sazón de los cuarenta años, esa carne aún firme, acogedora y esplendorosa de la madurez de una persona que se cuida con esmero. Admiré su pecho altivo, el vientre recto y acogedor, anchas caderas y piernas bien formadas, unas manos grandes y estilizadas… y allí la tenía, a un par de metros de distancia, mirando por la ventanilla, con la naturalidad propia de una persona sensible y soñadora, ajena a la admiración que despertaba en mí y en un par de ejecutivos de medio pelo que desayunaban a mi lado, y ajena a la imagen de mujer de rompe y rasga con que la había clasificado cuando la seguía por el andén de la estación; por un instante ella levantó la vista hacia donde yo estaba y nuestros ojos se encontraron, pero creo que no me vio, sumida como debía de estar en sus propias cavilaciones. En realidad, viéndola así, acodada en la repisa del ventanal, con la mirada perdida en el paisaje, por un momento me pareció, sencillamente, una hermosa mujer contemplando el veloz discurrir de los campos que despertaban al calor de la primera luz del día.

Conmovido por la fuerza poética de mis sentimientos, me refugié en el café con leche y el pincho de tortilla que me había calentado el mozo en un vano intento de devolverle sus mejores cualidades y me entretuve en alimentarme mientras improvisaba una excusa para acercarme a ella. Yo era bueno y rápido en ese menester, debido a mi profesión, pero cuando levanté la vista hacia ella, ya dispuesto, descubrí que había desaparecido. Los dos ejecutivos de medio pelo conversaban con el camarero con una rijosa complicidad que me produjo algo parecido a un ataque de celos. Luego, tras pensarlo unos segundos, admití que buscarla por los vagones de preferente era una actitud pueril e impropia de un tipo como yo, así que acepté la derrota y regresé a mi vagón, desalentado. Aquél era un mal comienzo. Además, el mochilero había colocado sus sucios pies sobre el respaldo del asiento delantero y, falto de ganas de pelear, pero asqueado, me cambié a otro libre un par de filas más atrás.