El gran momento de Emily
La convalecencia de Emily fue lenta. Físicamente se recuperó con una rapidez normal, pero durante un tiempo persistió una especie de languidez espiritual y emocional. No se puede descender a las profundidades de lo oculto y eludir el castigo. La tía Elizabeth decía que estaba holgazaneando. Pero Emily no se contentaba con holgazanear. Era como si la vida hubiera perdido, por una temporada, su sabor, como si una fuente de energía vital se hubiera agotado y tuviera que volver a llenar poco a poco.
En aquellos momentos, no tenía con quien jugar. Perry, Ilse y Teddy habían caído los tres con sarampión el mismo día. Al principio, la señora Kent declaró, resentida, que Teddy se había contagiado en la Luna Nueva, pero en verdad los tres se contagiaron en una merienda de la Escuela Dominical a la que habían existido niños de Derry Pond. Aquella merienda infectó toda Blair Water. Hubo una plaga completa de sarampión. En el caso de Teddy e Ilse fue suave, pero Perry, que apenas aparecieron los primeros síntomas insistió en ir a su casa con su tía Tom, estuvo a punto de morir. A Emily no le dijeron nada del peligro que corría Perry hasta que pasó, para no preocuparla. Hasta la tía Elizabeth estaba preocupada. Se sorprendió al descubrir cuánto echaba de menos a Perry.
Fue una suerte para Emily que Dean Priest estuviera en Blair Water durante aquellos días de soledad. Su compañía era precisamente lo que necesitaba y la ayudó de una manera maravillosa en el camino hacia una recuperación absoluta. Compartían largas caminatas por toda Blair Water, con Tweed olisqueando entre ellos, y exploraron lugares y caminos que Emily no había visto antes. Observaron cómo una luna nueva se hacía vieja, noche a noche; hablaron en el crepúsculo, umbroso y fragante, recorriendo largos caminos rojos de misterio; siguieron el embrujo de los vientos de las colinas; vieron salir las estrellas, y Dean le contó todo sobre ellas: las grandes constelaciones de los mitos antiguos. Fue un mes maravilloso, pero el primer día de la convalecencia de Teddy, Emily se fue a Tansy Patch a pasar la tarde y el Giboso Priest caminó, si es que lo suyo podía llamarse caminar, solo.
La tía Elizabeth estuvo muy amable con él, aunque no le gustaban mucho los Priest de Priest Pond, y nunca se sentía del todo cómoda bajo la mirada burlona de los ojos verdes de Giboso y la sutil mofa de su sonrisa, que parecía hacer del orgullo Murray y de las tradiciones Murray algo mucho menos importante de lo que en realidad eran.
—Tiene ese tono de los Priest —le dijo a Laura—, aunque en él no es tan fuerte como en la mayoría de ellos. Y es cierto que está ayudando a Emily; desde que llego, esa niña ha comenzado a animarse.
Emily siguió «animándose» y, en diciembre, cuando la epidemia de sarampión había pasado y Dean Priest había partido en uno de sus repentinos viajes a Europa para pasar el otoño, estuvo otra vez lista para ir a la escuela, un poco más alta, un poco más delgada, un poco menos niña, con sus grandes ojos grises y sombreados que habían visto la muerte y habían leído el acertijo de algo enterrado y que de entonces en adelante siempre recordarían el mundo que hay detrás del velo. Dean Priest lo había visto, el señor Carpenter lo vio cuando ella le sonrió a través del escritorio, en la escuela.
—Ya ha dejado atrás la infancia del alma, aunque siga teniendo cuerpo de niña —murmuró.
Una tarde, entre los días dorados y los resplandores de octubre, él le pidió, refunfuñando, que le permitiera ver algunos de sus poemas.
—Nunca quise alentarte —dijo—. Ni quiero hacerlo ahora. Probablemente no seas capaz de escribir ni un verso de poesía verdadera y nunca puedas. Pero déjame ver tus escritos. Si no tienen remedio, te lo diré. No te dejaré desperdiciar años de tu vida luchando por alcanzar lo inalcanzable. No quiero esa carga sobre mi conciencia. Si hay algo prometedor en lo que escribes, te lo diré con la misma sinceridad. Y tráeme también algunos de tus cuentos. Por ahora son pura tontería, estoy seguro, pero veré si hay señales de que puedes continuar.
Aquella tarde, Emily pasó una hora de mucha solemnidad, sopesando, eligiendo, rechazando. Al paquetito de poemas añadió uno de los cuadernos, que contenía, según ella, sus mejores cuentos. Al día siguiente fue a la escuela con un aire tan secreto y misterioso que Ilse se ofendió y empezó a insultarla, pero se interrumpió. Ilse le había prometido a su padre que trataría de dejar el hábito de pelear. Estaba adelantando mucho y su conversación, si bien era menos intensa, comenzaba a aproximarse a los patrones de la Luna Nueva.
Aquel día, Emily se hizo un lío con sus lecciones. Estaba nerviosa y asustada. La opinión del señor Carpenter le merecía un gran respeto. El padre Cassidy le había dicho que siguiera; Dean Priest le había dicho que algún día podría escribir bien, pero tal vez sólo habían querido alentarla porque la querían y no deseaban herir sus sentimientos. Emily sabía que el señor Carpenter no haría eso. Aunque la quisiera, amputaría sus aspiraciones sin piedad si consideraba que no había en ella raíces que valieran la pena. Si, por el contrario, le daba ánimos, ella se sentiría satisfecha e iría contra el mundo, sin perder fuerzas ante cualquier crítica futura. No era de extrañar que ese día pareciera cargado de una importancia enorme para Emily.
Cuando terminaron las clases, el señor Carpenter le pidió que se quedara. Ella estaba tan blanca y tensa que los otros alumnos pensaron que el señor Carpenter la había pescado en algo especialmente malo y que ella sabía que iba a ser castigada. Rhoda Stuart le dirigió una sonrisa significativamente maliciosa desde el porche, que ni siquiera vio. En aquel momento Emily estaba en un gran tribunal, en el que el señor Carpenter era juez supremo, y toda su carrera futura (creía ella) pendía de su veredicto.
Los alumnos desaparecieron y un suave silencio soleado se instaló en la vieja aula. El señor Carpenter sacó de su escritorio el paquetito que ella le había dado por la mañana, avanzó por el pasillo y se sentó en el asiento delante de ella, mirándola. Con gesto deliberado se caló los anteojos sobre la nariz ganchuda, sacó los manuscritos y comenzó a leer o, mejor dicho, a hojearlos, dejando caer comentarios, mezclados con gruñidos, carraspeos y exclamaciones dirigidos a ella, mientras leía. Emily cruzó las manos, heladas, sobre el pupitre y pasó los pies alrededor de las patas de la silla para no temblar. Era una experiencia terrible. Deseaba no haberle dado sus versos al señor Carpenter. Eran malos, por supuesto que eran malos. Recuerda al director del Enterprise.
—¡Ajá! —dijo el señor Carpenter—. Crepúsculo. Señor, cuántos poemas se han escrito al «Crepúsculo».
Las nubes se juntan espléndidas
en el portón sin rejas del cielo, al oeste,
donde esperan las bandas de espíritus
de ojos estelares.
Dios mío, ¿qué quiere decir?
—No… no lo sé —balbuceó la sorprendida Emily, cuya compostura había huido ante la arremetida súbita de la mirada punzante del maestro.
El señor Carpenter gruñó.
—Por lo que más quieras, niña, no escribas algo que ni tú misma entiendes. Y éste, A la vida. «Vida, no te pido que me obsequies la alegría de un arco iris», ¿es sincero eso? ¿Lo es, niña? ¿De verdad no le pides a la vida «la alegría de un arco iris»?
La traspasó con otra mirada. No obstante, Emily comenzaba a recuperarse en parte. De todas maneras, se sentía extrañamente avergonzada de los deseos tan elevados y altruistas expresados en ese soneto.
—No… —respondió con desgana—. Sí quiero alegrías de arco iris, y muchas.
—Claro que sí. Todos las queremos. No las conseguimos, tú no las conseguirás, pero no seas tan hipócrita como para simular que no las quieres, ni siquiera en un soneto. Versos a la cascada de una montaña. «Sobre las rocas oscuras como la blancura del velo de una novia». ¿Dónde has visto una cascada en una montaña en la Isla Príncipe Eduardo?
—En ningún lado; hay una foto en la biblioteca del doctor Burnley.
—Arroyo en el Bosque:
Tiemblan los rayos del sol dorado
y estremecen los arbustos encorvados
sobre el pequeño río sombreado.
Se me ocurre otra buena rima para este poema, y es «degollado». ¿Por qué no la incluiste?
Emily se encogió.
—Canción del viento:
He sacudido el rocío de los prados
del sayo color crema del trébol…
Bonito, pero débil. Junio. Junio, por Dios todopoderoso, niña, no escribas poemas sobre junio. Es el tema más aburrido del mundo. Se ha escrito hasta morir sobre él.
—No, junio es inmortal —exclamó de pronto Emily con una chispa de rebeldía que ocupó el lugar de la tensión en sus ojos. No iba a permitir que el señor Carpenter tuviera siempre la razón.
Pero el señor Carpenter había apartado Junio sin leer ni un verso.
—Cansada del mundo hambriento, ¿qué sabes tú del mundo hambriento, tú, en ese refugio de la Luna Nueva, entre árboles viejos y viejas doncellas?, aunque sí es hambriento. Oda al Invierno, las estaciones son una enfermedad que tienen que tener todos los poetas jóvenes, parece, ¡ja! «La primavera no olvida», eso es bueno, el único verso bueno en el poema. Ajá, Divagaciones:
He aprendido el secreto de la tonada
que canturrean los pinos sombríos en la ladera…
—¿Lo has aprendido? ¿Has aprendido ese secreto?
—Creo que lo he sabido siempre —respondió Emily con expresión soñadora. «El destello» de dulzura inimaginable que a veces la sorprendía acababa de llegar y de irse.
—Propósito y Esfuerzo, demasiado didáctico, demasiado didáctico. No tienes derecho a intentar enseñar nada hasta que seas vieja, y entonces no tendrás ganas de enseñar.
Su rostro era como una estrella pálida y clara.
—¿Te estabas mirando al espejo cuando escribiste eso?
—No… —contesto, indignada.
—«Cuando la luz de la mañana se estremece como una bandera en la colina», un buen verso, un muy buen verso…
Ah, en una mañana tan dorada,
vivir es un deleite…
Suena demasiado a Wordsworth. El mar en septiembre, «azul y de un brillo austero», «de un brillo austero», niña, ¿cómo haces para combinar tan bien los adjetivos? Mañana, «todos los temores secretos que acosan a la noche», ¿qué sabes tú de los temores que acosan a la noche?
—Algo sé —respondió Emily, decidida, recordando su primera noche en Wyther Grange.
—A un Día Muerto…:
Con esa calma fría en la frente
que sólo los muertos pueden llevar…
—¿Has visto alguna vez la calma fría en la frente de los muertos, Emily?
—Sí —dijo Emily, con suavidad, recordando aquel amanecer gris en la vieja casa de la hondonada.
—Me imagino, de lo contrario no podrías haber escrito eso, pero incluso así, ¿cuántos años tienes, pequeña?
—Cumplí trece en mayo.
—¡Ajá! Versos al niño pequeño de la señora de George Irving, tendrías que estudiar el arte de los títulos, Emily, hay una moda para los títulos, como para todo. Tus títulos son tan anticuados como las velas de la Luna Nueva.
Profundamente duerme con los rojos labios apretados
como un hermoso capullo junto al pecho de su madre.
El resto no vale la pena leerlo. Septiembre, ¿te queda algún mes al que no le hayas hecho un poema? «Prados ventosos hondos en la cosecha», buen verso. Blair Water a la luz de la Luna. Tela de araña, Emily, nada más que tela de araña. El Jardín de la Luna Nueva:
Risas ilusorias y viejas canciones
de hombres y muchachas felices…
Buen verso, supongo que la Luna Nueva está llena de fantasmas. «La muerte, su amante, hizo bien su papel», eso podría haber pasado en tiempos de Addison, pero no ahora, Emily, no ahora…
Tus hoyuelos azules son las tumbas
donde juegan un millón de rayos de sol
enterrados…
—Atroz, niña, atroz. Las tumbas no son campos de juego. ¿Tú jugarías si estuvieras enterrada?
Emily se encogió y volvió a ruborizarse. ¿Cómo no se había dado cuenta? Cualquier idiota se hubiera dado cuenta.
Navegad, barcos, velas blancas, navegad,
hasta más allá del horizonte púrpura.
Desaparecéis de la vista. En el rubor del alba.
Navegad, bajo la estrella vespertina.
—Tonterías, sólo tonterías, y sin embargo aquí hay una imagen:
Lamed con suavidad, olas púrpuras. Sueño
y los sueños son dulces. Ya no despertaré.
—Ah, pero tendrás que despertar si quieres conseguir algo. Muchacha, has utilizado la palabra púrpura dos veces en el mismo poema.
Botones de oro en un dorado frenesí…
—«Un dorado frenesí», muchacha, puedo ver el viento sacudiendo los botones de oro.
De los portones púrpura del oeste vengo…
—Te gusta demasiado el púrpura, Emily.
—Es una palabra tan bonita… —dijo Emily.
Sueños que parecen
demasiado brillantes para morir…
—Lo parecen, pero nunca lo son, Emily…
Voz seductora del eco, la fama…
—¿De modo que tú también la oíste? Es una seducción y, para la mayoría de nosotros, sólo un eco. Y esto es todo.
El señor Carpenter apartó las hojas, dobló los brazos sobre el pupitre y miró a Emily por encima de sus anteojos.
Emily le devolvió la mirada, muda, sin nervios. Toda la vida parecía haber abandonado su cuerpo y haberse concentrado en sus ojos.
—Diez versos buenos en cuatrocientos, Emily, comparativamente buenos, quiero decir, y todo el resto no sirve para nada, Emily, para nada.
—Me… lo imagino —dijo Emily, en un hilo de voz.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y le temblaron los labios. No pudo evitarlo. El orgullo quedaba desesperadamente hundido en la amargura de su desilusión. Se sintió exactamente como una vela que alguien acaba de apagar.
—¿Por qué lloras? —preguntó el señor Carpenter.
Emily se secó las lágrimas y trató de sonreír.
—Lamento… lamento que le hayan parecido malos —dijo.
El señor Carpenter dio un golpe sobre el escritorio.
—¡Qué me parecieron malos! ¿No te dije que había diez buenos versos? Muchachita, por diez buenos hombres Sodoma se habría salvado.
—¿Quiere decir que… después de todo…? —La vela volvía a arder.
—Claro que quiero decir eso. Si a los trece años eres capaz de escribir diez buenos versos, a los veinte escribirás diez veces esa cantidad, si los dioses son bondadosos contigo. Pero deja tranquilos a los meses, y tampoco te creas un genio porque hayas escrito diez versos buenos. Yo creo que hay algo que quiere expresarse a través de ti, pero tendrás que convertirte a ti misma en un buen instrumento. Tienes que trabajar mucho y sacrificarte y, por Dios, niña, has elegido a una diosa muy celosa. Una diosa que nunca deja escapar a sus devotos, ni siquiera cuando hace oídos sordos para siempre a sus ruegos. ¿Qué tienes ahí?
Con el corazón estremecido, Emily le dio el cuaderno. Estaba tan feliz que su felicidad salía de todo su ser como un verdadero resplandor. Vio su futuro maravilloso, brillante (ah, su diosa la escucharía): «Emily B. Starr, la distinguida poeta», «E. Byrd Starr, la prometedora joven novelista».
La risilla del señor Carpenter la trajo de su ensueño. Emily se preguntó, algo incómoda, de qué se reiría. No le parecía que hubiera nada gracioso en aquel cuaderno. Contenía sólo tres o cuatro de sus últimos cuentos: La Reina de las mariposas, un cuento de hadas; La casa desilusionada, en la cual Emily había tejido un sueño de esperanzas que se convertían en realidad después de muchos años; El secreto del valle que, a pesar de su título, era un fantasioso diálogo entre el Espíritu de la Nieve, el Espíritu de la Lluvia Gris, el Espíritu de la Niebla y el Espíritu de la Luz de la Luna.
—¿Así que piensas que no soy hermoso cuando rezo? —dijo el señor Carpenter.
Emily abrió la boca, la cerró, se dio cuenta de lo que había sucedido, hizo un gesto desesperado por arrebatarle el cuaderno y no lo consiguió. El señor Carpenter lo mantuvo lejos de su alcance y se rió de ella.
¡Le había dado un cuaderno equivocado! Y éste, ¡ay, qué horror! ¿Qué contenía? Mejor dicho, qué no contenía. Bosquejos de todo el mundo de Blair Water y una descripción completa (muy completa) del mismo señor Carpenter. Decidida a describirlo con exactitud, Emily había sido tan despiadadamente lúcida como siempre, en especial con las muecas que él hacía por las mañanas cuando abría la escuela con una plegaria. Gracias a su gran habilidad para pintar con las palabras, el señor Carpenter estaba vivo en aquel bosquejo. Emily no lo sabía, pero él sí. Se vio como en un espejo y el arte de esas palabras le gustó tanto que no le importó lo demás. Además, ella había dibujado sus virtudes con igual claridad. Y había algunas oraciones: «Da la impresión de que sabe muchas cosas que nunca pueden servirle de nada», «Creo que los lunes se pone la chaqueta negra porque le hace sentir que no se ha emborrachado». ¿Quién o qué le había enseñado esas cosas a aquella cría? ¡Ah, su diosa no abandonaría nunca a Emily!
—Lo siento —dijo Emily, roja de vergüenza sobre su palidez.
—Pero ¿por qué? ¡No habría querido perderme esto ni por todos los poemas que has escrito o que escribirás en tu vida! Por dios, es literatura, literatura, y no tienes más que trece años. Pero no sabes lo que te espera, las colinas pedregosas, los ascensos empinados, los embates, los desalientos. Quédate en el valle si eres sensata. Emily, ¿por qué quieres escribir? Dame una razón.
—Quiero ser rica y famosa —contestó Emily, con calma.
—Como todo el mundo. ¿Es eso todo?
—No. Me encanta escribir.
—Es una razón más válida, pero no es suficiente, no es suficiente. Dime una cosa, si supieras que vas a ser pobre como una rata toda tu vida, si supieras que nunca te van a publicar una línea, ¿igual seguirías escribiendo?
—Claro que sí —dijo Emily, desdeñosa—. Es que… tengo que escribir; a veces no puedo evitarlo, tengo que escribir.
—Ah, entonces sería perder el tiempo que me ponga a darte consejos. Si está en ti subir, debes hacerlo. Hay quienes deben levantar sus ojos a las colinas porque no pueden respirar en el valle. Que Dios los ayude si alguna debilidad les impide subir. No entiendes una palabra de lo que estoy diciendo… por ahora. Pero sigue, ¡sube! Bueno, toma tu cuaderno y vete a casa. Dentro de trece años podré aspirar a la fama por haber tenido a Emily Byrd Starr de alumna. Ve, ve, antes de que me acuerde de lo irrespetuosa que eres, escribiendo esas cosas sobre mí, y me enfade de verdad.
Emily se fue, todavía un poco asustada, pero extrañamente feliz debajo de su miedo. Se sentía tan feliz que su felicidad parecía irradiarse al mundo con un esplendor propio. Todos los dulces sonidos de la naturaleza que la rodeaban parecían las palabras quebradas de su propia dicha. El señor Carpenter la observó desaparecer a través del gastado umbral.
—¡Aire, fuego y agua! —murmuró—. La naturaleza siempre nos coge por sorpresa. Esta niña tiene lo que yo no tuve nunca, eso por lo que habría hecho cualquier sacrificio. Pero «los dioses no nos dejan quedar en deuda con ellos», pagará por ello, pagará.
Al atardecer, Emily se sentó en el mirador. Estaba inundado de un suave resplandor. Fuera, en el cielo y en los árboles había delicados matices y el viento murmuraba. Abajo, en el jardín, Flor correteaba por los senderos rojos detrás de las hojas secas. Ver sus patas delgadas, rayadas y la gracia de sus movimientos le daba placer, como los surcos hermosos, paralelos, brillantes de los campos sembrados, más allá del camino, y la primera estrella blanca y débil en el cielo color verde cristal.
El viento de la noche de otoño soplaba en las trompetas del país de las hadas sobre las colinas y, en el bosque de John el Altivo, había risas, como las risas de los faunos. Ilse, Perry y Teddy la esperaban allí; habían concertado una cita para jugar en la penumbra del ocaso. Iría con ellos dentro de un ratito, todavía no. Estaba tan plena de éxtasis que tenía que escribir antes de regresar de su mundo de sueños al mundo de la realidad. En otro tiempo, lo habría volcado en una carta a su padre. Ya no podía hacerlo. Pero ante ella, sobre la mesa, había un cuaderno flamante. Lo atrajo hacia sí, tomó el lápiz y, sobre la primera página virgen, escribió:
La Luna Nueva
Blair Water
Isla Príncipe Eduardo
8 de octubre
Voy a escribir un diario, para que sea editado cuando yo muera.