CAPÍTULO TREINTA

Cuando se alzo el telón

Sería agradable poder dejar registrado que, después de la reconciliación en el mirador, Emily y la tía Elizabeth vivieron en absoluta concordia y armonía. Pero la verdad es que las cosas siguieron más o menos igual que antes. Emily avanzaba despacio, y trataba de mezclar la sabiduría de la serpiente y la inocencia de la paloma en proporciones prácticas, pero los puntos de vista de las dos eran tan diferentes que no podía no haber choques. No hablaban el mismo idioma: no podía no haber malentendidos.

Y sin embargo había una diferencia, una diferencia vital. Elizabeth Murray había aprendido una lección importante: que no hay una ley de lo que es justo para los niños y otra de lo que es justo para los adultos. Siguió siendo tan autoritaria como siempre, pero no le hacía ni le decía a Emily nada que no le habría hecho o dicho a Laura, de darse la ocasión.

Emily, por su parte, había descubierto el hecho de que, por debajo de su superficie de frialdad y severidad, la tía Elizabeth en realidad sentía afecto por ella, y era maravillosa la diferencia que ello suponía. Le quitaba a las «manías» y a las palabras de la tía Elizabeth todo sarcasmo y curaba por completo una herida no demasiado consciente que Emily guardaba en el corazón desde que la echaran a suertes en Maywood.

«Ya no creo que soy un deber para la tía Elizabeth», pensó Emily, feliz.

Aquel verano, Emily creció rápidamente en cuerpo, mente y alma. La vida era deliciosa, y se hacía cada vez más interesante, como una rosa que se abre. Las formas de la belleza llenaban su imaginación y ella las transfería de la mejor manera posible al papel, aunque en éste nunca eran tan hermosas, y Emily experimentaba los dolorosos momentos en que el verdadero artista descubre que:

Nunca sobre la tela del pintor vive

el encanto que ha soñado su fantasía.

Quemó muchas de las «cosas de antes», incluso La hija del mar fue reducida a cenizas. Pero el pequeño montón de manuscritos que estaba en el armario, encima de la repisa del hogar, en el mirador, crecía día a día. Emily ahora guardaba allí sus garabatos, dado que el estante del sofá de la buhardilla había sido profanado y, además, de alguna manera sentía que la tía Elizabeth no volvería a inmiscuirse en sus «papeles privados», los guardase donde los guardase. Ahora no iba a la buhardilla a leer o a soñar. Para eso, el mejor lugar era su querido mirador. Adoraba aquella pequeña habitación, para ella era casi algo vivo, alguien que compartía su alegría y que la consolaba en su dolor.

Ilse también crecía, y florecía hacia una belleza y un brillo extraños, sin conocer más ley que su propio placer, sin reconocer más autoridad que su propio capricho. La tía Laura se preocupaba por ella.

—Será mujer tan pronto… y, ¿quién va a cuidar de ella? Allan no.

—Yo ya no tengo paciencia con Allan —dijo la tía Elizabeth, cortante—. Está siempre dispuesto a reprender y aconsejar a los demás. Pero no mira dentro de su propia casa. Aquí viene y me ordena que haga esto o aquello, o que no lo haga, con Emily, pero si le digo una sola palabra sobre Ilse, se pone hecho una furia. Que un hombre se vuelva contra su propia hija y la desatienda como él ha desatendido a Ilse sencillamente porque la madre no resultó ser lo que debió haber sido, como si la pobre criatura tuviera la culpa…

—Chitón —soltó la tía Laura, justo en el momento en que Emily atravesaba la sala, camino de su habitación.

Emily sonrió para sus adentros, con tristeza. No hacía falta que la tía Laura chistara. A Emily no le quedaba nada por averiguar sobre la madre de Ilse, nada, excepto lo más importante, lo que ni ella ni ningún ser viviente sabía. Emily no había abandonado su convicción de que nadie conocía la verdad sobre Beatrice Burnley. A menudo pensaba en ese tema cuando estaba acostada en la nuez negra de sus noches, escuchando el gemido del golfo y a la Señora Viento que cantaba en los árboles, y se quedaba dormida deseando intensamente poder resolver aquel misterio antiguo y oscuro y destruir aquella leyenda de vergüenza y dolor.

Emily subió, algo lánguida, al mirador. Iba a escribir un poco más de su cuento, El fantasma del pozo, en el que estaba tejiendo la vieja leyenda del pozo en el campo de Lee, pero, por alguna razón, le faltaban ganas. Volvió a poner el manuscrito en el armario de la repisa y se puso a releer una carta de Dean Priest que le había llegado aquel día, una de sus cartas gordas, divertidas, caprichosas, deliciosas, en la cual le contaba que iba a pasar un mes con su hermana en Blair Water. Le llamó la atención que este anuncio no la alegrara más. Estaba cansada; le dolía la cabeza. Emily no recordaba haber tenido dolor de cabeza nunca. Ya que no podía escribir, decidió acostarse y ser Lady Trevanion un rato. Aquel verano Emily era Lady Trevanion con mucha frecuencia, en una de las vidas de fantasía que había comenzado a inventarse. Lady Trevanion era la esposa de un conde inglés y, además de ser una novelista famosa, era miembro de la Cámara de los Comunes británica, donde siempre aparecía vestida de terciopelo negro y con una majestuosa diadema de perlas en los cabellos oscuros. Era la única mujer en la Cámara y, como esto sucedía antes de la época de las sufragistas, tenía que soportar muchos desprecios, insinuaciones e insultos de parte de los poco galantes varones que la rodeaban. La escena favorita del sueño era, para Emily, una en la que ella se ponía de pie para pronunciar su primer discurso, un acontecimiento emocionante. Como a Emily se le hacía difícil hacerle justicia a la escena con ideas propias, siempre recurría a La respuesta de Pitt a Walpole, que había encontrado en su Royal Reader, y la declamaba, con variantes apropiadas. El orador insolente que había provocado a Lady Trevanion obligándola a hablar la había despreciado como mujer y Lady Trevanion, magnífica en su terciopelo y sus perlas, se había puesto en pie, entre chitones y un silencio espeso, y dijo:

«No intentaré paliar ni negar el atroz delito de ser una mujer, del cual el honorable miembro me ha acusado con tanto espíritu y tanta decencia, sino que me conformaré con desear ser una de aquellas cuyas tonterías cesan con su sexo y no uno de esos que son ignorantes a pesar de su virilidad y su experiencia».

Aquí siempre era interrumpida por una ovación.

Pero aquel día la escena estaba totalmente desprovista de encanto, y cuando Emily llegó a la frase «pero la femineidad, señor, no es mi único delito», abandonó el sueño, disgustada, y se puso a pensar otra vez en la madre de Ilse, mezclando sus pensamientos con inquietantes especulaciones sobre el clímax de su cuento sobre el fantasma del pozo, confundidas con sus desagradables sensaciones físicas.

Cuando movió los ojos, le dolieron. Tenía frío, aunque aquel día de julio hacía calor. Seguía tendida en la cama cuando la tía Elizabeth subió a preguntarle por qué no había ido a traer las vacas del pasto.

—No… no sabía que era tan tarde —dijo Emily, confusamente—. Yo… me duele la cabeza, tía Elizabeth.

La tía Elizabeth corrió la cortina de algodón blanco y miró a Emily. La vio muy colorada y le tomó el pulso. Entonces le indicó que se quedara allí, bajó y mandó a Perry a buscar al doctor Burnley.

—Probablemente sea sarampión —dijo el doctor, tan enfurruñado como de costumbre. Emily no estaba todavía tan enferma como para que él se pusiera cariñoso—. Hay un brote en Derry Pond. ¿Pudo haberse contagiado de alguien?

—Hace unos diez días estuvieron los dos hijos de Jimmy Joe Belle. Ella jugó con ellos, siempre juega con gente con la que no tendría que tratarse. Pero no he oído nada de que estuvieran enfermos.

Jimmy Joe Belle, cuando se lo preguntaron directamente, confesó que sus «pequeños» habían caído en cama con sarampión al día siguiente de estar en la Luna Nueva. Por lo tanto, no cabía duda sobre la naturaleza de la enfermedad de Emily.

—Al parecer es un sarampión muy fuerte —dijo el doctor—. Muchos niños de Derry Pond han muerto. Aunque casi todos eran franceses, los dejaban levantarse de la cama antes de tiempo y cogían frío. No te preocupes por Emily. Es mejor que pase el sarampión de una vez por todas. Mantenla calentita y con la habitación a oscuras. Vendré a verla mañana por la mañana.

En los cuatro o cinco días siguientes, nadie se asustó mucho. El sarampión es una enfermedad que hay que pasar. La tía Elizabeth cuidaba mucho a Emily y dormía en un sofá que pusieron en el mirador. Hasta dejaba la ventana abierta durante la noche. A pesar de eso (tal vez la tía Elizabeth pensó que a raíz de esto) Emily estaba cada día más enferma y al quinto día empeoró. La fiebre le subió mucho y comenzó a delirar. El doctor Burnley fue a verla, cambió de expresión, frunció el entrecejo y cambió el remedio que le había dado.

—Me han mandado llamar de White Cross por un caso grave de neumonía —dijo— y mañana por la mañana tengo que ir a Charlottetown para estar presente en la operación de la señora Jackwell. Le prometí que iría. Regresaré al atardecer. Emily está muy inquieta. Es evidente que su organismo tan excitable es muy susceptible a la fiebre. ¿Qué son esas tonterías que dice de la Señora Viento?

—Ay, no sé —respondió la tía Elizabeth, preocupada—. Se pasa el tiempo diciendo esas tonterías, incluso cuando está bien. Allan, dímelo francamente, ¿hay algún peligro?

—Siempre hay peligro con este tipo de sarampión. No me gustan los síntomas. La erupción tendría que haber aparecido ya y, sin embargo, no hay señales. Tiene mucha fiebre, pero no creo que debamos alarmarnos por ahora. Si creyera lo contrario, no iría a la ciudad. Mantenla lo más quieta posible, complácele cualquier capricho si puedes, no me gusta esa intranquilidad mental. Parece muy alterada, como si algo la preocupara mucho. ¿Ha tenido algo en la cabeza últimamente?

—No, que yo sepa —dijo la tía Elizabeth. De pronto se dio cuenta, con pena, de que en realidad no sabía mucho de la mente de la niña. Emily nunca habría ido a contarle a ella sus problemas y preocupaciones.

—Emily, ¿qué es lo que te preocupa? —preguntó el doctor Burnley con suavidad, con mucha suavidad. Cogió la manita caliente y agitada con su gran manaza, con mucha delicadeza.

Emily levantó la mirada con los ojos muy abiertos, brillantes por la fiebre.

—Ella no pudo haber hecho eso, no pudo haber hecho eso.

—Claro que no pudo —dijo el doctor, animadamente—. No te preocupes; no lo hizo.

Sus ojos le enviaron un mensaje a Elizabeth: «¿Qué quiere decir?», pero Elizabeth negó con la cabeza.

—¿De quién hablas, querida? —le preguntó a Emily. Era la primera vez que le decía «querida».

Sin embargo, Emily estaba en otra parte. El pozo del campo del señor Lee estaba destapado, dijo. Alguien podría caerse dentro. ¿Por qué el señor Lee no lo tapaba? El doctor Burnley dejó a la tía Elizabeth tratando de tranquilizar a Emily sobre el pozo y salió rápidamente rumbo a White Cross.

Junto a la puerta casi se tropieza con Perry, que estaba acurrucado sobre el escalón de piedra, aferrado con desesperación a sus propias piernas.

—¿Cómo está Emily? —preguntó, agarrando al médico por el abrigo.

—No me molestes, estoy apurado —bramó el doctor.

—O me dice cómo está Emily o me cuelgo de su abrigo hasta que le salten las costuras —soltó Perry, empecinado—. No puedo sacarles ni una palabra con sentido a esas viejas señoritas. Dígamelo usted.

—Está muy enferma, pero creo que todavía no hay razón para asustarse. —El doctor le dio otro tironcito a su abrigo, pero Perry no lo soltó hasta no terminar de hablar.

—Tiene que curarla —dijo—. Si le pasa algo a Emily, me ahogaré en el estanque, recuérdelo.

Lo soltó tan súbitamente que el doctor Burnley estuvo a punto de caerse de cabeza al suelo. Entonces, Perry volvió a acurrucarse en el escalón. Se quedó allí hasta que Laura y el primo Jimmy se fueron a la cama y entonces se metió en la casa y se sentó en la escalera, desde donde podía oír cualquier ruido procedente de la habitación de Emily. Permaneció sentado allí toda la noche, con los puños apretados, como haciendo guardia contra un enemigo invisible.

Elizabeth Murray cuidó a Emily hasta las dos y entonces Laura ocupó su lugar.

—Ha delirado mucho —dijo la tía Elizabeth—. Cómo quisiera saber qué es lo que la preocupa. Hay algo. Estoy segura. No es nada más que un delirio. No deja de repetir «ella no pudo haberlo hecho» con una entonación tan implorante… Ay, Laura, ¿te acuerdas de cuando leí sus cartas? ¿Te parece que se referirá a mí?

Laura negó con la cabeza. Nunca había visto a Elizabeth tan conmocionada.

—Si la niña no… no se cura… —dijo la tía Elizabeth. No dijo más y salió rápidamente de la habitación.

Laura se sentó junto a la cama. Estaba pálida y agotada por su propia preocupación y el cansancio, porque no había podido dormir. Quería a Emily como si fuera su hija, y el miedo espantoso que se había apoderado de su corazón no la abandonaba ni un instante. Se puso a rezar mentalmente. Emily cayó en un sopor agitado que duró hasta que el gris del alba penetró por el mirador. Entonces abrió los ojos y miró a la tía Laura, a través de la tía Laura, más allá de la ella.

—La veo venir por los campos —dijo con voz alta y clara—. Viene muy contenta, cantando, pensando en su hijita, ¡ay, apartadla, apartadla, no ve el pozo, está tan oscuro que no lo ve, ay, se ha caído, ha caído dentro del pozo, se ha caído!

La voz de Emily subió hasta convertirse en un alarido penetrante que llegó hasta la habitación de la tía Elizabeth y la hizo venir corriendo por el vestíbulo con su camisón de franela.

—Laura, ¿qué pasa?

Laura trataba de calmar a Emily, que luchaba por incorporarse en la cama. Tenía las mejillas rojas y los ojos seguían con una mirada distante, enloquecida.

—Emily, Emily, querida, has tenido una pesadilla. El viejo pozo de Lee no esta destapado, nadie ha caído dentro del pozo.

—Sí, se cayó —dijo Emily, con voz aguda—. Ella se cayó, la vi, yo la vi, con el as de corazones en la frente ¿Piensas que no la conozco?

Cayó sobre la almohada, gimió y agito las manos que Laura Murray le había soltado por la sorpresa.

Las dos mujeres de la Luna Nueva se miraron por encima de la cama, desoladas y hasta aterrorizadas.

—¿A quién has visto Emily? —preguntó la tía Elizabeth.

—A la madre de Ilse, a la madre de Ilse. Yo siempre supe que ella no había hecho algo tan espantoso. Se cayó en el viejo pozo, está allí ahora, ve, ve a sacarla, tía Laura. Por favor.

—Sí, sí, claro que la sacaremos, querida —dijo la tía Laura, tranquilizadora.

Emily se sentó en la cama y miró otra vez a la tía Laura. Esta vez no miró a través de ella, sino dentro de ella. Laura Murray sintió que aquellos ojos ardientes le leían el alma.

—Me estás mintiendo —gritó Emily—. No vas a ir a tratar de sacarla. Lo dices para que me calle. Tía Elizabeth… —Rápidamente se volvió y le cogió la mano—. Tú lo harás por mí, ¿verdad? Vas a ir y la vas a sacar del viejo pozo, ¿verdad?

Elizabeth recordó que el doctor Burnley había dicho que había que complacer los caprichos de Emily. Estaba aterrada con el estado de la niña.

—Sí, la sacaré si todavía está allí —respondió.

Emily le soltó la mano y se dejó caer. La mirada desesperada desapareció de sus ojos. Una gran calma repentina se apoderó de su carita angustiada.

—Sé que mantendrás tu palabra —dijo—. Eres muy severa, pero tú nunca mientes, tía Elizabeth.

Elizabeth Murray volvió a su habitación y se vistió con dedos temblorosos. Poco después, cuando Emily había caído en un sueño tranquilo, Laura bajó y oyó a Elizabeth dándole algunas órdenes al primo Jimmy en la cocina.

—Elizabeth, ¿no estarás pensando en serio hacer revisar ese viejo pozo?

—Sí —dijo Elizabeth, resuelta—. Sé que es una tontería, lo sé tan bien como tú. Pero tuve que prometérselo para tranquilizarla, y cumpliré mi promesa. Ya has oído lo que ha dicho, que estaba segura de que yo no le mentiría. Y no lo haré. Jimmy, después de desayunar ve a casa de James Lee y pídele que venga.

—¿Cómo se enteró Emily de la historia? —preguntó Laura.

—No lo sé, ay, alguien se la contó, sin duda, tal vez ese viejo demonio de Nancy Priest. No importa quién fue. La conoce y la cuestión es mantenerla tranquila. No es tan complicado poner escaleras en el pozo y hacer que baje alguien. Lo que pasa es que es muy absurdo.

—Se reirán de nosotras por tontas —protestó Laura, cuya porción de orgullo Murray se rebelaba violentamente—. Además, es reabrir todo el escándalo.

—No importa. Cumpliré la palabra que le he dado a la niña —dijo Elizabeth, empecinada.

Allan Burnley fue a la Luna Nueva al atardecer, cuando regresaba a su casa desde la ciudad. Se sentía cansado porque había trabajado noche y día durante más de una semana; estaba más preocupado por Emily de lo que quería admitir. Cuando entró en la cocina de la Luna Nueva se le veía viejo y bastante abatido.

Sólo el primo Jimmy estaba allí. No parecía tener mucho que hacer, aunque era un buen día para guardar paja y Jimmy Joe Belle y Perry estaban apilando los grandes y fragantes paquetes secados por el sol. Él estaba sentado junto a la ventana que daba al oeste, con una extraña expresión en el rostro.

—Hola, Jimmy, ¿cómo están las chicas? ¿Y cómo está Emily?

—Emily está mejor —respondió el primo Jimmy—. Le ha aparecido la erupción y le ha bajado la fiebre. Creo que está dormida.

—Bien. No podemos permitirnos perder a esa pequeñita, ¿verdad, Jimmy?

—No —contestó Jimmy. Pero al parecer no quería hablar del tema—. Laura y Elizabeth están en la sala. Quieren verte. —Hizo una pausa y luego añadió, con un tono extraño—: No hay nada oculto que no haya de ser revelado.

Allan Burnley pensó que Jimmy estaba actuando misteriosamente. Y si Laura y Elizabeth querían verlo, ¿por qué no venían? No era típico de ellas guardar tanta ceremonia. Abrió con impaciencia la puerta de la sala.

Laura Murray estaba sentada en el sofá, con la cabeza sobre el brazo del mueble. Él no le veía la cara, pero supo que estaba llorando. Elizabeth estaba sentada muy erguida en una silla. Llevaba uno de sus mejores vestidos de seda negra y una de las mejores cofias de encaje. Y ella también había llorado. El doctor Burnley nunca daba demasiada importancia a las lágrimas de Laura, fáciles como las de la mayoría de las mujeres, pero que Elizabeth Murray llorara… ¿la había visto llorar alguna vez?

La imagen de Ilse se le cruzó por la cabeza, su hijita tan abandonada. ¿Le había pasado algo a Ilse? Durante un momento espantoso, Allan Burnley pagó el precio de su manera de tratar a la niña.

—¿Qué pasa? —preguntó con la mayor rudeza.

—Ay, Allan —dijo Elizabeth Murray—. ¡Qué Dios nos perdone! ¡Qué Dios nos perdone a todos!

—Ilse… —dijo el doctor Burnley, balbuceando.

—No, no es Ilse.

Entonces se lo contó, le contó lo que habían encontrado en el fondo del viejo pozo de Lee, le contó cuál había sido el destino verdadero de la joven esposa amante, risueña, cuyo nombre no había salido de los labios de aquel hombre durante doce amargos años.

Hasta el atardecer del día siguiente, Emily no vio al doctor. Ella estaba acostada en la cama, débil y laxa, roja como una remolacha con la erupción del sarampión, pero otra vez ella. Allan Burnley se detuvo junto a la cama y la miró.

—Emily, querida niña, ¿tienes conciencia de lo que has hecho por mí? Sólo Dios sabe cómo lo has hecho.

—Yo pensaba que usted no creía en Dios —dijo Emily, intrigada.

—Tú me has devuelto la fe en Él, Emily.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho?

El doctor Burnley se dio cuenta de que ella no recordaba su delirio. Laura le había dicho que había dormido mucho y muy profundamente después de la promesa de Elizabeth y que, cuando se despertó, ya se le había ido la fiebre y la erupción le estaba apareciendo rápidamente. No había preguntado nada y no le habían dicho nada.

—Cuando estés mejor te lo contaremos todo —dijo él, sonriéndole. Había mucha tristeza en su sonrisa, pero también mucha dulzura.

«Ahora sonríe con los ojos, además de con la boca», pensó Emily.

—Pero ¿cómo lo supo? —le susurró Laura Murray cuando el médico bajó—. No puedo entenderlo, Allan.

—Tampoco yo. Estas cosas están más allá de nosotros, Laura —le respondió él, serio—. Lo único que sé es que esta niña me ha devuelto a Beatrice, sin mancha y adorada. Tal vez pueda explicarse racionalmente. Es obvio que a Emily le hablaron de Beatrice y le preocupaba la historia, eso lo demuestra esa frase que repetía: «Ella no pudo haberlo hecho». Y las historias del viejo pozo de Lee naturalmente habían causado una fuerte impresión en la mente de una niña tan sensible y tan pendiente de los valores dramáticos. En su delirio, mezcló todo con el hecho cierto de la caída de Jimmy en el pozo de la Luna Nueva, y el resto fue pura coincidencia. En otros tiempos yo lo habría explicado así, pero ahora… ahora, Laura, sólo digo, con toda humildad: «Un niño los guiará».

—La madre de nuestra madrastra era escocesa, de las Highlands. Parece que tenía una segunda visión —dijo Elizabeth—. Yo no creía en eso… antes.

Cuando se consideró que Emily estaba lo bastante fuerte como para enterarse de la historia, la conmoción había pasado en Blair Water. Lo que hallaron en el viejo pozo de Lee fue enterrado en la parcela de los Mitchell en Shrewsbury, y levantaron una lápida de mármol blanco: «A la sagrada memoria de Beatrice Burnley, amada esposa de Allan Burnley». La sensación causada por la presencia del doctor Burnley todos los domingos en el antiguo banco de los Burnley había pasado. La primera tarde que se le permitió a Emily levantarse, la tía Laura le contó todo. Su manera de contarlo le quitó para siempre las insinuaciones y la mácula dejadas por la tía Nancy.

—Yo sabía que la madre de Ilse no podía haber hecho eso —dijo Emily, con aire triunfal.

—Ahora nos sentimos culpables por nuestra falta de fe —dijo la tía Laura—. Nosotros también tendríamos que habernos dado cuenta de que no era posible, pero en aquel momento, Emily, todo parecía en su contra. Era una muchacha hermosa; vivaz, alegre. La amistad con su primo nos parecía natural e inofensiva. Ahora sabemos que así era, pero todos estos años desde su desaparición, hemos pensado de forma diferente. El señor James Lee recuerda claramente que el pozo estaba destapado la noche de la desaparición de Beatrice. Aquella noche el hombre que tenía contratado había retirado las tablas podridas que lo cubrían pensando poner otras nuevas enseguida. Pero entonces empezó a arder la casa de Robert Greerson y él fue corriendo con todos los demás a ayudar a apagar el incendio. Cuando terminaron había oscurecido y el hombre no dijo nada sobre el pozo hasta la mañana siguiente. El señor Lee se enfadó con él, le dijo que era un disparate dejar un pozo destapado de esa manera. Fue a toda prisa y él mismo colocó las tablas nuevas. No miró dentro del pozo. Aunque de haberlo hecho, no habría visto nada, porque los helechos que crecían en las paredes ocultaban el fondo. Fue después de la cosecha. Nadie volvió al campo hasta la primavera siguiente. Él nunca relacionó la desaparición de Beatrice con el pozo destapado y ahora no puede dejar de pensar cómo no se le ocurrió. Pero, querida, había habido tantos rumores maliciosos y, además, se sabía que Beatrice había subido a bordo de La Dama de los Vientos. Se dio por sentado que no volvió a tierra firme. Pero había vuelto y se encaminó a su muerte en el viejo campo de Lee. Fue un fin horrible para una vida tan luminosa y tan joven, pero no tan espantoso, después de todo, como se había creído. A lo largo de doce años hemos sido injustos con los muertos. Pero, Emily, ¿cómo pudiste saberlo?

—No lo sé. Cuando vino el doctor aquel día yo no podía acordarme de nada, pero ahora me parece que sí recuerdo algo, como si lo hubiera soñado, como si hubiera visto a la madre de Ilse caminando por el campo, cantando. Estaba oscuro, y sin embargo yo alcanzaba a ver el as de corazones. Ay, tía, no sé, pero, no me gusta pensar en eso.

—No volveremos a tocar el tema —dijo la tía Laura, con suavidad—. Es una de esas cosas de las que es mejor no hablar, uno de los secretos de Dios.

—Quiero saber cosas de Ilse. ¿Ahora su padre la quiere? —preguntó Emily, ansiosa.

—¡Quererla! No puede quererla más. Parece que quisiera darle todo el amor que ha contenido durante estos doce años.

—Lo más probable es que ahora la estropee con sus indulgencias, como lo hizo antes con su indiferencia —dijo Elizabeth, que llegó con la cena de Emily, a tiempo para oír la respuesta de Laura.

—Haría falta demasiado amor para estropear a Ilse —rió Laura—. Lo está bebiendo como una esponja sedienta. Y, a cambio, le da a su padre un amor frenético. No le ha quedado el menor resentimiento por su largo abandono.

—De todas maneras —terció Elizabeth, adusta, acomodando con mano gentil las almohadas detrás de Emily, en un gesto que contradecía su severa expresión—, a él no le va a ser tan fácil. Ilse ha andado suelta durante doce años. No le será fácil hacer que ahora se comporte como corresponde, si es que algún día lo logra.

—El amor hace milagros —dijo la tía Laura, con suavidad—. Claro que Ilse se muere por venir a verte, Emily. Pero tiene que esperar hasta que no haya peligro de contagio. Le dije que podía escribirte, pero cuando se enteró de que yo tenía que leerte la carta porque todavía tienes la vista débil, me dijo que esperaría a que pudieras leerla tú. Evidentemente —dijo Laura, riendo otra vez—, Ilse tiene cosas muy importantes que decirte.

—No sabía que se pudiera ser tan feliz como lo soy yo ahora —dijo Emily—. Ay, tía Laura, es tan hermoso tener hambre y tener algo para masticar.