CAPÍTULO VEINTIOCHO

Una tejedora de sueños

Emily tardó varias semanas decidir si el señor Carpenter le gustaba o no. Sabía que no le disgustaba, ni siquiera cuando el primer saludo del maestro, que le espetó con voz áspera el primer día de clase, acompañado de un asombroso levantar de las hirsutas cejas, fue: «Así que tú eres la niña que escribe poesía. Sería mejor que te dedicaras a la aguja y a la escoba. Hay demasiados tontos en el mundo que quieren escribir poesía y fracasan. Yo una vez lo intenté. Ahora soy más sensato».

«Tienes las uñas sucias», pensó Emily.

Pero él puso patas arriba toda la tradición escolar tan rápida y completamente que Ilse, que se vanagloriaba de ponerlo patas arriba todo y que odiaba la rutina, fue la única alumna que lo quiso desde el primer momento. Algunos nunca llegaron a quererlo (los del tipo de Rhoda Stuart, por ejemplo) pero casi todos terminaron encariñándose con él cuando pudieron acostumbrarse a no acostumbrarse nunca a nada. Y Emily, por fin, decidió que el maestro le gustaba muchísimo.

El señor Carpenter tenía entre cuarenta y cincuenta años y era un hombre alto, con abundantes cabellos grises y espesos, bigote y cejas grises e hirsutos, barba truculenta, luminosos ojos azules en los cuales su vida turbulenta no había aún apagado el fuego y un rostro largo, delgado, grisáceo, con profundas arrugas. Vivía en una casa de dos habitaciones cerca de la escuela, con una esposa que parecía un ratoncito tímido. Nunca hablaba de su pasado ni daba explicaciones por el hecho de que a su edad no tuviera una profesión mejor que la de enseñar en una escuela rural por un salario magro, pero al poco tiempo se supo la verdad. La Isla Príncipe Eduardo es una provincia pequeña y todos sus habitantes saben algo de todos los demás. De modo que al final, la gente de Blair Water y hasta los niños de la escuela supieron que el señor Carpenter había sido en su juventud un brillante estudiante y que aspiraba a formar parte del gobierno. Sin embargo, en el colegio se había juntado con «un grupo de disolutos» (la gente de Blair Water asentía despacio y susurraba con solemnidad la desagradable frase) y aquel grupo lo había arruinado. «Se dio a la bebida» y, en términos generales, destrozó su porvenir. Y el resultado era que Francis Carpenter, que en sus dos primeros años en McGill había sido el primero de su clase y a quien sus profesores le pronosticaron un brillante porvenir era, a los cuarenta y cinco, un maestro de escuela rural sin perspectivas de ser nunca otra cosa. Tal vez estaba resignado; tal vez no. Nadie lo supo nunca, ni siquiera el ratoncito tímido de su esposa. A la gente de Blair Water le traía sin cuidado: era un buen maestro y eso era lo que importaba. Aunque de vez en cuando se «agarraba una buena», siempre lo hacía los sábados y el lunes estaba completamente sobrio. Sobrio y especialmente digno, vestido con una americana de un negro desleído que no se ponía nunca otro día de la semana. No invitaba a la conmiseración ni adoptaba poses trágicas. Pero a veces, cuando Emily lo miraba a la cara, inclinado sobre los problemas de aritmética en la escuela de Blair Water, sentía una pena enorme por él sin comprender en lo más mínimo por qué.

Tenía un temperamento explosivo que por lo general entraba en combustión una vez al día, momento en el cual tronaba durante algunos minutos, mesándose la barba, implorándole al cielo que le diera paciencia, maltratando a todos en general y al desdichado objeto de su ira en particular. No obstante, aquellos ataques nunca duraban mucho. A los pocos minutos, el señor Carpenter le sonreía al alumno que acababa de reprender, con tanta gracia como el sol que atraviesa una nube de tormenta. Nadie le guardaba el menor rencor por sus gruñidos. Nunca decía las cosas hirientes que solía decir la señorita Brownell, que se enconaban e infectaban durante semanas; el granizo de sus palabras caía por igual en justos que en pecadores y se diluía sin causar daño.

Admitía de buen grado las bromas sobre sí mismo. Un día, le estaba gritando a Perry Miller: «¿Me oye? ¿Me está oyendo, señor?». «Claro que lo oigo —respondió Perry, sin inmutarse—. Seguro que lo oyen hasta en Charlottetown». El señor Carpenter lo miró un segundo y en seguida estalló en una estentórea carcajada.

Sus métodos de enseñanza eran tan diferentes de los de la señorita Brownell, que al principio los alumnos de Blair Water sintieron como si los hubiera puesto cabeza abajo. La señorita Brownell era una fanática del orden. El señor Carpenter nunca intentaba, en apariencia, mantener el orden. Pero, de alguna manera, mantenía tan ocupados a los niños que no les dejaba tiempo para travesuras. Durante un mes enseñó historia tempestuosamente, haciendo que sus alumnos interpretaran diferentes personajes y representaran los incidentes. Nunca le pedía a nadie que aprendiera fechas de memoria, pero igual las fechas se fijaban en la mente. Si, como María la Reina de los Escoceses, eras decapitada con el hacha de la escuela, arrodillada y con los ojos vendados sobre el escalón, con un verdugo que era Perry Miller con una máscara hecha con un pedazo de la vieja seda negra de la tía Laura, mientras te preguntabas qué pasaría si Perry bajaba el hacha con demasiada fuerza, no olvidabas en qué año había sucedido eso. Y si librabas la batalla de Waterloo por todo el patio de la escuela y escuchabas a Teddy Kent gritando: «¡Arriba, guardias, y a ellos!», mientras dirigía la última furiosa carga, te acordabas de 1815 sin ni siquiera intentarlo.

Al mes siguiente, la historia se dejaba de lado por completo y la geografía ocupaba su lugar; entonces la escuela y el patio se dividían en mapas de países y uno se vestía como los animales que los habitaban o comerciaba con sus diversos productos a través de ríos y ciudades. Cuando Rhoda Stuart te ha estafado en un negocio de pieles, recuerdas que ella había comprado la carga en la República Argentina. Y si Perry Miller se abstenía de tomar agua en todo un día de un calor sofocante porque estaba cruzando el desierto arábigo con una caravana de camellos y no encontraba un oasis, y después bebía tanta agua que le habían dado unos calambres horribles y la tía Laura había pasado toda la noche levantada a su lado, jamás olvidabas dónde quedaba el dichoso desierto. Los miembros del consejo estaban bastante escandalizados por algunos de los acontecimientos y estaban seguros de que los niños se estaban divirtiendo demasiado para que de verdad pudieran aprender algo.

Para aprender latín y francés había que decir los ejercicios en voz alta, no escribirlos, y las tardes de los viernes todas las lecciones quedaban a un lado y el señor Carpenter les hacía recitar poesía a los niños, o decir discursos o declamar pasajes de Shakespeare o de la Biblia. Ilse adoraba aquel día. El señor Carpenter se lanzaba sobre la habilidad de Ilse como un perro sobre un hueso y le exigía sin clemencia. Tenían luchas interminables en las cuales Ilse daba patadas en el suelo y lo insultaba, mientras que los otros alumnos se maravillaban de que no la castigara, pero al final Ilse tenía que ceder y hacer lo que él quería. Ilse iba con regularidad a la escuela, algo que no había hecho nunca. El señor Carpenter le había dicho que si faltaba un solo día sin una buena excusa, no podría tomar parte en los «ejercicios» de los viernes; y eso la habría matado.

Un día, el señor Carpenter cogió la pizarra de Teddy y encontró en ella un dibujo de sí mismo, en una de sus actitudes preferidas, aunque no precisamente favorecedora. Teddy lo había titulado La peste negra, pues aquel mismo día en el año de la Gran Peste la mitad de los alumnos de la escuela había muerto y los aterrorizados supervivientes los habían llevado en camillas a la fosa común.

Teddy esperó un rugido de ira, ya que el día anterior había hecho papilla a Garrett Marshall por haberlo descubierto con el dibujo de una inofensiva vaca en su pizarra o, al menos, lo que Garrett decía que era una vaca. Sin embargo, el asombroso señor Carpenter sólo juntó las hirsutas cejas, miró muy serio la pizarra de Teddy, la puso sobre el pupitre, miró a Teddy y dijo:

—No sé nada de dibujo y no puedo ayudarte, pero, por Dios, creo que de ahora en adelante puedes dejar esos problemas de aritmética extra de las tardes y ponerte a dibujar.

Así pues, cuando llegó a su casa, Garrett Marshall le contó a su padre que «el viejo Carpenter» no era justo y que Teddy Kent «era su preferido».

Aquella tarde el señor Carpenter fue a Tansy Patch a ver los dibujos de la parte superior del viejo granero. Luego entró en la casa y habló con la señora Kent. Lo que dijo él y lo que dijo ella, nadie lo supo jamás. Pero el señor Carpenter se fue malhumorado, como si se hubiera topado con un obstáculo inesperado. A raíz de aquel episodio se preocupó muchísimo por las tareas escolares de Teddy y le consiguió textos de dibujo elementales que le regaló, advirtiéndole que no se los llevara a su casa, lo que para Teddy estaba de más. Éste sabía perfectamente que, si los llevaba, desaparecerían de manera tan misteriosa como sus gatos. Había seguido el consejo de Emily y le había dicho a su madre que no la querría más si le ocurría algo a Leo, y Leo aumentó de peso y creció hecho todo un perrazo saludable. Pero, en el fondo de su corazón, Teddy era demasiado bueno y quería demasiado a su madre para proferir semejante amenaza más de una vez. Sabía que, después de la visita del señor Carpenter, ella había llorado toda la noche y había pasado casi todo el día siguiente rezando de rodillas en su pequeño dormitorio. Lo había mirado con ojos apenados y atormentados durante una semana. Él habría querido que su madre fuera como las de los demás, pero se querían mucho y pasaban horas muy agradables juntos en la casita gris, que se hallaba en la colina de hierba lombriguera. Sólo cuando había otras personas cerca, la señora Kent se ponía celosa y rara.

—Cuando estamos solos es buenísima —le había dicho Teddy a Emily.

En cuanto a los otros muchachos, Perry Miller era el único con el que el señor Carpenter insistía con el tema de los discursos, y era tan despiadado con él como con Ilse. Perry trabajaba mucho para complacerlo y practicaba sus discursos en graneros y campos, e incluso, durante las noches, en el altillo de la cocina, hasta que la tía Elizabeth le puso punto final. Emily no entendía por qué el señor Carpenter sonreía dulcemente y decía «muy bien» cuando Neddy Gray balbuceaba un entrecortado discurso, sin la menor expresividad, y luego se ponía furioso con Perry y lo acusaba de tonto y de bobo, por Dios, porque no le había dado el énfasis exacto a determinada palabra o había hecho un gesto una fracción de segundo antes de lo perfecto.

Tampoco entendía por qué hacía correcciones en rojo en sus redacciones y la reprendía por frases verbales largas o por su uso abusivo de los adjetivos, caminando por el pasillo de la clase, de arriba abajo, increpándola ácidamente porque ella «no podía poner punto, por Dios, cuando sabía que debía ponerlo» y después les decía a Rhoda Stuart y a Nan Lee que sus redacciones eran muy bonitas y se las devolvía casi sin correcciones. A pesar de todo, ella lo quería más cada día que pasaba. Pasó el otoño y llegó el invierno, con sus hermosos árboles desnudos y sus cielos de un suave gris perlado, atravesados de flechas doradas por las tardes, y claros hasta convertirse en un cuadro de estrellas por encima de las amplias colinas y valles blancos que rodeaban la Luna Nueva.

Aquel invierno, Emily creció tanto que la tía Laura tuvo que alargarle los vestidos. La tía Ruth, que había ido una semana de visita, dijo que había crecido demasiado para la poca fortaleza que tenía, típico en los niños tuberculosos.

—Yo no estoy tuberculosa —dijo Emily—. Los Starr son altos —añadió, con un dejo de sutil malicia que no correspondía muy bien a sus casi trece años.

La tía Ruth, que era muy susceptible con respecto a su escaso tamaño, gruñó.

—No estaría mal si eso fuera lo único en que te parecieras a ellos —dijo—. ¿Cómo te va en la escuela?

—Muy bien. Soy la más inteligente de la clase —respondió Emily, con mucha compostura.

—¡Eres una niña engreída! —dijo la tía Ruth.

—No soy engreída —respondió Emily con desdeñosa indignación—. Lo dijo el señor Carpenter y él no adula a nadie. Además, no puedo evitar ser quien soy.

—Bueno, es de esperar que tengas algo de inteligencia, porque lo que es belleza, no tienes mucha —dijo la tía Ruth—. No tienes colores y esos cabellos tan negros alrededor de una cara tan blanca causan un efecto muy fuerte. Por lo que veo, vas a ser una muchacha fea.

—Tú no le dirías eso en la cara a un adulto —replicó Emily, con un aplomo serio que siempre exasperaba a la tía Ruth porque no podía comprenderlo en una niña—. Creo que no sería un esfuerzo tan grande ser amable conmigo como lo eres con otras personas.

—Te señalo tus defectos para que puedas corregirlos —dijo la tía Ruth, con frialdad.

—No es culpa mía ser pálida y tener el cabello negro —protestó Emily—. No puedo corregir eso.

—Si fueras una niña diferente —añadió la tía Ruth—, yo…

—Pero no quiero ser una niña diferente —dijo Emily, convencida. No tenía la menor intención de bajar la bandera de los Starr ante la tía Ruth—. No quisiera ser nadie más que yo misma, aunque sea fea. Además —añadió con aire majestuoso, al tiempo que se volvía para salir de la habitación—, aunque puede ser que ahora no sea muy guapa, creo que cuando vaya al cielo seré hermosa.

—Hay gente que encuentra a Emily muy bonita —terció la tía Laura, si bien no lo dijo hasta que Emily no hubo salido de la habitación. Era lo bastante Murray para eso.

—No sé qué le ven —soltó la tía Ruth—. Es engreída e insolente y dice cosas para que la crean inteligente. Tú acabas de oírla. Pero lo que más me disgusta en ella es que es tan poco infantil y tan insondable como el mar. Sí, Laura, insondable como el mar. Un día de éstos lo vas a averiguar a tus propias expensas si no haces caso de mis advertencias. Es capaz de cualquier cosa. La palabra astuta le queda corta. Elizabeth y tú no le atáis las riendas lo bastante cortas.

—Yo he hecho lo posible —dijo Elizabeth, rígida. Ella también consideraba que había sido demasiado permisiva con Emily; con Laura y Jimmy, eran dos contra una, pero la irritaba que lo dijera Ruth.

Aquel invierno el tío Wallace también tuvo un ataque de preocupación por Emily.

Un día, estando en la Luna Nueva, la miró y dijo que se estaba haciendo mayor.

—¿Cuántos años tienes, Emily? —Le hacía la misma pregunta cada vez que iba a la Luna Nueva.

—En mayo cumplo trece.

—Ajá. ¿Qué vas a hacer con ella, Elizabeth?

—No entiendo qué quieres decir —respondió la tía Elizabeth con frialdad, o al menos con toda la frialdad con que se puede hablar cuando uno está echando sebo derretido en moldes de velas.

—Bueno, pronto será mayor. No esperará que la mantengas toda la vida.

—Claro que no —susurró Emily, con resentimiento, en voz muy baja.

—… y es hora de que decidamos qué será mejor para ella.

—Las mujeres Murray nunca tuvieron que salir a trabajar para mantenerse —replicó la tía Elizabeth, como si eso pusiera punto final al tema.

—Emily es sólo medio Murray —dijo Wallace—. Además, los tiempos cambian. Laura y tú no vais a vivir siempre, Elizabeth, y cuando os vayáis, la Luna Nueva será para el hijo de Oliver, Andrew. Emily tendría que estar capacitada para mantenerse, si llega a ser necesario.

A Emily no le gustaba el tío Wallace, pero en aquel momento le estaba muy agradecida. Cualesquiera fueran sus motivos, estaba proponiendo exactamente lo que ella deseaba en secreto.

—Yo sugeriría —dijo el tío Wallace— que la mandes a la Queen’s Academy a estudiar para ser maestra. Enseñar es una ocupación muy apropiada para las muchachas. Yo contribuiré a pagar los gastos.

Hasta un ciego se habría dado cuenta de que al tío Wallace le parecía un gesto muy generoso de su parte.

«Si lo haces —pensó Emily—, te devolveré cada centavo que gastes en cuanto pueda ganarme la vida».

No obstante, la tía Elizabeth era inexorable.

—No estoy de acuerdo con que las muchachas salgan al mundo a ganarse la vida —dijo—. No voy a mandar a Emily a Queen’s. Se lo dije al señor Carpenter cuando vino a verme para hablar de prepararla para los exámenes de ingreso. Estuvo muy grosero; en tiempos de mi padre, los maestros sabían cuál era su lugar. Pero creo que se lo hice entender. Me sorprende de ti, Wallace. A tu hija no la mandaste a trabajar.

—Mi hija tenía padres para que se ocuparan de ella —respondió el tío Wallace ampulosamente—. Emily es huérfana. Pensé, por lo que he oído, que ella misma preferiría ganarse la vida que vivir de caridad.

—Y así es —exclamó Emily—. Y así es, tío Wallace. Ay, tía Elizabeth, por favor, déjame estudiar para el examen de ingreso. ¡Por favor! Te devolveré cada centavo que gastes. Te doy mi palabra de honor.

—Resulta que no es un asunto de dinero —replicó la tía Elizabeth con sus modales más majestuosos—. Me comprometí a mantenerte, Emily, y eso haré. Cuando seas mayor, puede que te envíe al colegio secundario de Shrewsbury un par de años. No me opongo a la educación. Pero no vas a ser una esclava de nadie, ninguna muchacha Murray lo ha sido.

Dándose cuenta de la inutilidad de implorar, Emily salió con la misma amarga desilusión que sintió tras la visita del señor Carpenter. La tía Elizabeth miró a Wallace.

—¿Te olvidas de lo que sucedió cuando Juliet fue a estudiar a Queen’s? —preguntó con un tono significativo.

A Emily no se le permitió asistir a las clases preparatorias para el examen de ingreso, pero Perry no tenía a nadie que le dijera que no, de modo que comenzó a asistir a ellas con la misma empecinada determinación que demostraba en todo. La posición de Perry en la Luna Nueva había cambiado sutil y firmemente. La tía Elizabeth había dejado de referirse a él desdeñosamente como «el muchacho contratado». Hasta ella reconocía que, aunque aún era, sin duda, un muchacho contratado, no seguiría siéndolo, y ya no ponía objeciones cuando Laura le remendaba la ropa rota ni cuando Emily lo ayudaba con las lecciones en la cocina, después de la cena; ni siquiera se enfado cuando el primo Jimmy comenzó a pagarle un pequeño salario, aunque muchachos mayores que Perry se conformaban con trabajar durante los meses de invierno por el alojamiento y la comida en una casa confortable. Si había un futuro primer ministro en ciernes en la Luna Nueva, la tía Elizabeth quería tener alguna participación en el proceso. Era digno de crédito y encomiable que un muchacho tuviera ambiciones. En el caso de una muchacha, las cosas eran diferentes. El lugar de una muchacha era la casa.

Emily ayudaba a Perry a resolver los problemas de álgebra y le echaba una mano en las lecciones de francés y latín. De esta manera, ella misma aprendía más de lo que la tía Elizabeth habría encontrado conveniente; también aprendía cuando los alumnos del examen de ingreso hablaban esos idiomas en la escuela. Era fácil para una niña que en ocasión había inventado un idioma propio. Cuando George Bates, para alardear, le preguntó un día en francés (su francés, del cual un día el señor Carpenter había dicho que dudaba de que el mismo Dios pudiera comprender): «¿Tienes la tinta de mi abuela y el cepillo de mi primo y el paraguas del esposo de mi tía en tu escritorio?», Emily le respondió con la misma soltura y casi el mismo afrancesamiento: «No, pero tengo la pluma de tu padre y el queso del posadero y la toalla de la criada de tu tío en la canasta».

Para consolarse de su desilusión, Emily, escribía más poesía que nunca. Le gustaba escribir especialmente en las tardes de invierno, cuando los vientos tormentosos rugían fuera y amontonaban en el jardín y el parque cosas fantasmagóricas, coronadas por las luciérnagas. También escribió varios cuentos, desesperados romances en los cuales luchaba heroicamente contra las dificultades de los diálogos amorosos, cuentos de bandidos y piratas (a Emily le gustaban estos últimos porque no había necesidad de que los bandidos y los piratas hablaran afectuosamente), tragedias de condes y condesas cuya conversación adoraba salpicar de frases en francés y una docena de otros temas de los cuales ella no sabía nada en absoluto. También consideró la posibilidad de escribir una novela, pero decidió que sería muy difícil conseguir el papel suficiente. Las planillas ya se habían terminado y los cuadernos no eran lo bastante grandes, aunque siempre aparecía uno nuevo, como por arte de magia, en su canasta de la escuela, cuando el anterior estaba casi lleno. El primo Jimmy parecía tener una rara capacidad de adivinación del momento adecuado: eso era parte de su esencia.

Una noche, acostada en la cama del mirador, observando una luna llena que relucía en un cielo despejado y se derramaba por el valle, Emily tuvo una idea repentina y asombrosa.

Enviaría su último poema al Enterprise, de Charlottetown.

El Enterprise tenía un Rincón de los poetas, donde con frecuencia se publicaban poemas «originales». Para sus adentros Emily pensaba que los suyos merecían ser publicados, y probablemente lo merecieran, porque la mayoría de los «poemas» del Enterprise eran tristes garabatos.

Emily se entusiasmó tanto con la idea que no pudo dormir en casi toda la noche, ni tampoco quería. Era maravilloso estar acostada, llena de emoción, en medio de la oscuridad, imaginándoselo todo. Veía sus poemas impresos firmados por E. Byrd Starr, veía los ojos de la tía Laura resplandecientes de orgullo, veía al señor Carpenter señalándoles los poemas a desconocidos («la obra de una alumna mía, por Dios»), veía a todos sus compañeros de escuela envidiándola o admirándola, según las naturalezas, se veía a sí misma al menos con un pie firmemente plantado en la escalera de la fama, una colina coronada del Sendero Alpino, con una perspectiva nueva y maravillosa abriéndose ante de ella.

Llegó la mañana. Emily fue a la escuela, estaba tan distraída con su secreto que le fue mal en todo y fue reprendida por el señor Carpenter. Pero todo le resbalaba como el agua por el lomo de un pato. Su cuerpo estaba en la escuela de Blair Water, pero su espíritu estaba en el reino celestial.

Apenas terminó la escuela, se fue a la buhardilla con media hoja de un papel de notas color azul. Con mucho esmero copió el poema, teniendo especial cuidado en ponerle los puntos a todas las íes y los palitos a todas las tes. Lo escribió a ambos lados de la hoja, siendo inocentemente ignorante de las reglas al uso. Luego lo leyó en voz alta, encantada, sin omitir el título, Sueños del atardecer: Había un verso que Emily degustó dos o tres veces:

La persistente música de elfos del aire.

—Creo que ese verso es muy bueno —dijo Emily—. Ahora me pregunto cómo se me habrá ocurrido.

Al día siguiente, mandó el poema y vivió en un delicioso éxtasis místico hasta el sábado siguiente. Cuando llegó el Enterprise, lo abrió con trémula ansiedad y dedos congelados, y buscó El Rincón de los poetas. ¡Había llegado el gran momento!

¡No había señales de ningún Sueño del atardecer!

Emily tiró el Enterprise y corrió a la buhardilla donde, boca abajo sobre el viejo sofá de crin, lloró su amargura y su desilusión. Apuró la copa del fracaso hasta el final. Fue espantosamente real y trágico para ella. Se sentía como si le hubieran dado una bofetada en plena cara. Se sentía aplastada en el polvo de la humillación y estaba segura de que no podría volver a levantarse jamás.

Daba gracias de no haberle dicho nada a Teddy, había estado tan tentada de hacerlo. Se contuvo sólo porque no quería estropear la sorpresa del momento en que le enseñara el poema con su firma. A Perry sí se lo había contado, y éste se puso furioso cuando, más tarde, en la lechería, le vio la cara con el rastro de las lágrimas, mientras los dos colaban la leche. Normalmente, a Emily le encantaba hacerlo, pero aquella noche el mundo se había quedado sin sabor. Ni el esplendor lechoso del atardecer invernal silencioso y suave, ni el púrpura que se advertía sobre los bosques de la ladera de la colina y que presagiaba deshielo, le proporcionaron la emoción habitual a su alma.

—Iré a Charlottetown aunque sea caminando y le a romperé la nariz al director del Enterprise —soltó Perry, con la misma expresión que, treinta años más tarde, advertiría a los miembros de su partido que era mejor correr a resguardarse.

—No serviría de nada —dijo Emily, melancólica—. No le pareció lo bastante bueno como para publicarlo, eso es lo que me duele, Perry, no le gustó nada. Romperle la nariz no lo arreglaría.

Tardo una semana en recuperarse del golpe. Entonces escribió una historia en la cual el director del Enterprise hacía el papel de un villano oscuro y desesperado que al final hallaba alojamiento detrás de los barrotes de una prisión. Esto le sacó el resentimiento del cuerpo y Emily se olvidó de todo en medio de las delicias de escribir un poema dirigido a «La dulce dama Abril». Pero me pregunto si alguna vez lo perdonó de verdad, ni después de descubrir que no se debe escribir a ambos lados de la hoja, ni después de leer, un año más tarde, Sueños del atardecer y preguntarse cómo en algún momento pudo haberle parecido bueno.

Este tipo de cosas sucedía ahora con frecuencia. Cada vez que leía su pequeño tesoro de manuscritos encontraba algunos en que el oro de las hadas se había convertido en hojas secas, aptas sólo para ser quemadas. Emily las quemaba, pero le dolía un poquito. Dejar atrás las cosas que amamos nunca es un proceso placentero.