CAPÍTULO VEINTISIETE

El juramento de Emily

En Dean Priest, Emily encontró, por primera vez desde la muerte de su padre, un compañero completamente solidario. Siempre estaba del mejor de los humores cuando estaba con él, y tenía la deliciosa sensación de ser comprendida. Amar es fácil y, por lo tanto, común, pero comprender, ¡qué poco común! Juntos vagaban por las tierras maravillosas de la fantasía en los mágicos días de agosto que siguieron a la aventura de Emily en la costa de la bahía, hablaban de temas exquisitos, inmortales, y se sentían cómodos con «las viejas alegrías de la naturaleza», de las que Wordsworth habla con tanto júbilo.

Emily le enseñó todas las poesías y las «descripciones» de su cuaderno, que él leía con seriedad y, exactamente como había hecho su padre, le hacía pequeñas críticas que no la molestaban porque sabía que eran justas. En cuanto a Dean Priest, una fuente de fantasía que parecía haberse secado hacía mucho en él comenzó a burbujear otra vez, resplandeciente.

—Me haces creer en las hadas, aunque no quiera —le dijo— y eso significa juventud. Mientras uno crea en las hadas no puede envejecer.

—Pero yo no puedo creer en las hadas —rezongó Emily, apenada—. Me encantaría poder creer.

—Pero tú eres un hada, de lo contrario, no podrías encontrar la tierra de las hadas. No se puede comprar el billete para ir. O las hadas te dan un pasaporte cuando naces o no. Es así de sencillo.

—¿«Tierra de las hadas» no es una expresión hermosísima? —preguntó Emily, soñadora.

—Porque significa todo lo que desea el corazón humano —dijo Dean.

Cuando él le hablaba, Emily se sentía como mirando un espejo encantado en el que sus propios sueños y esperanzas secretos se reflejaban con un nuevo hechizo. Si Dean Priest era un cínico, no mostraba cinismo alguno con Emily. Pues, en su compañía él no se comportaba así; había olvidado su edad y volvía a ser un niño, con las fantasías inmaculadas de los niños. Ella lo adoraba por el mundo que le abría.

En él había también un gran sentido del humor, un humor fino, sorprendente. Le contaba chistes, la hacía reír. Le contaba extrañas historias antiguas de dioses olvidados que eran muy hermosos, de festivales en la corte y de bodas de reyes. Parecía tener la historia del mundo entero en la punta de los dedos. Describía las cosas con frases inolvidables mientras caminaban por la costa de la bahía o se sentaban en el viejo jardín descuidado y umbrío de Wyther Grange. Cuando él le hablaba de Atenas como «la ciudad de la Corona Violeta», Emily se daba cuenta, una vez más, de la magia que surge al hacer una correcta combinación de palabras; le encantaba pensar en Roma como «la ciudad de las Siete Colinas». Dean había estado en Roma y en Atenas, y casi en todas partes.

—No sabía que alguien, fuera de los libros, pudiera hablar como tú —le dijo ella.

Dean rió, con la amargura que tan a menudo estaba presente en su risa, aunque era mucho menos frecuente con Emily que con otras personas. Era, en realidad, con la risa con lo Dean se había ganado su fama de cinismo. Con frecuencia la gente pensaba que se reía de ella y no con ella.

—Casi toda mi vida mis compañeros han sido los libros —dijo él—. ¿Es de extrañar que hable como ellos?

—Estoy segura de que ahora me gustará estudiar historia —terció Emily—, excepto historia del Canadá. Ésa no me va a gustar nada. Es aburridísima. No al principio, cuando pertenecíamos a Francia y había muchas batallas, sino después, cuando no había más que política.

—Los países felices, como las mujeres felices, no tienen historia —dijo Dean.

—Yo espero tener una historia —exclamó Emily—. Quiero tener una profesión emocionante.

—Todos queremos lo mismo, tontita mía. ¿Sabes de lo qué está hecha la historia? De dolor, de vergüenza, de rebeldía, de derramamiento de sangre y de sufrimiento. Estrella, pregúntate cuántos corazones sufrieron y se quebraron para hacer esas páginas rojas y púrpuras de la historia que tú encuentras tan emocionantes. El otro día te conté la historia de Leónidas y sus espartanos. Tenían madres, hermanas y novias. Habría sido preferible que hubieran podido librar una batalla sin derramamiento de sangre, en las urnas; aunque no habría sido tan espectacular.

—No… no puedo estar de acuerdo —dijo Emily, confusa. No tenía la suficiente edad para pensar o decir, como diría diez años después: «Los héroes de las Termópilas han sido fuente de inspiración para la humanidad durante siglos. ¿Qué juego alrededor de una urna podrá serlo?».

—Y como todas las criaturas de tu sexo, formas tus opiniones sobre la base de la emoción. Bien, desea una profesión emocionante, pero recuerda que para que haya emoción en tu vida alguien deberá pagarle al flautista la moneda del sufrimiento. Si no eres tú, tendrá que ser otra persona.

—Ah, no, eso no me gustaría.

—Entonces confórmate con menos emociones. ¿Te acuerdas del accidente del acantilado? Eso estuvo a punto de ser una tragedia. ¿Y si yo no te hubiera encontrado?

—Pero me encontraste —exclamó Emily—. A mí me gusta el peligro, una vez pasado —añadió—. Además, si todo el mundo hubiera sido siempre feliz, no habría cosas que leer.

Tweed era el tercero en sus caminatas, y Emily se encariñó mucho con él, sin perder su lealtad hacia la raza gatuna.

—Con una parte de mi mente amo a los gatos, y con la otra a los perros —decía.

—A mí me gustan los gatos, pero nunca he tenido uno —dijo Dean—. Son demasiado exigentes, piden demasiado. Los perros no quieren más que amor, pero los gatos exigen adoración. Nunca superaron la costumbre de ser dioses en Bubastis.

Emily comprendió el comentario. Él le había contado del antiguo Egipto y de la diosa Pasht, pero no estaba de acuerdo con él.

—Los gatitos no quieren que los adoren —replicó—. Sólo quieren ser acariciados.

—Por sus sacerdotisas, sí. Si hubieras nacido en las orillas del Nilo hace cinco mil años, Emily, habrías sido una sacerdotisa de Pasht, habrías sido una adorable criatura de piel oscura, delgada, con una banda de oro en los cabellos negros y pulseras de plata en esos tobillos que la tía Nancy admira, y con docenas de diosecitos sagrados retozando a tu alrededor, bajo las palmeras, en los patios de los templos.

—Ay —exclamó Emily, extasiada—, acabó de ver «el destello». Y —añadió, intrigada— por un momento me ha hecho añorar mi casa. ¿Por qué?

—¿Por qué? Porque no me cabe la menor duda de que, en una encarnación anterior, fuiste una sacerdotisa y mis palabras se lo recordaron a tu alma. ¿Crees en la doctrina de la transmigración de las almas, Estrella? Claro que no, criada por los fieles calvinistas de la Luna Nueva…

—¿Qué significa eso? —preguntó Emily. Cuando Dean se lo explicó le pareció una creencia preciosa, pero estaba segura de que a la tía Elizabeth no le gustaría.

—Por eso no voy a creer en ella, por ahora —dijo, con seriedad.

Hasta que todo llegó a su fin de manera abrupta. Todos los involucrados habían dado por sentado que Emily se quedaría en Wyther Grange hasta finales de agosto. Pero a mediados de agosto, la tía Nancy le de pronto le dijo:

—Vete a tu casa, Emily. Me he cansado de ti. Me gustas mucho, no eres estúpida, eres pasablemente guapa y te has portado espléndidamente bien. Di a Elizabeth que honras a los Murray, pero me he cansado de ti. Vete a tu casa.

Emily tenía sentimientos encontrados. Le dolía que la tía Nancy le dijera que estaba cansada de ella; a cualquiera le dolería. Estuvo resentida varios días, hasta que se le ocurrió una respuesta tajante que podría haberle dicho a la tía Nancy y la escribió en el cuaderno. Se sintió tan aliviada al escribirla como si de verdad se lo hubiera dicho.

Y lamentaba tener que dejar Wyther Grange; había llegado a querer esa casa vieja y hermosa, con su sabor de secretos ocultos, un sabor que era sólo un truco de su arquitectura, pues en ella nunca había habido nada más que las sencillas historias de nacimientos, casamientos, muertes y la vida cotidiana que tienen que tienen casi todas las casas. Lamentaba dejar la bahía, el precioso jardín, la bola que mira, el gato de Cheshire y el cuarto rosa de la libertad; sin embargo, lamentaba más que nada dejar a Dean Priest. Aunque, por otra parte, le encantaba pensar en volver a la Luna Nueva y a todos los que quería: Teddy y su querido silbido, Ilse y su estimulante camaradería, Perry con su resolución de llegar a cotas más elevadas, Saucy Sal y el gatito nuevo que ya estaría necesitando un poco de educación, y el mundo de hadas del Sueño de una noche de verano. El jardín del primo Jimmy estaría en pleno esplendor; las manzanas de agosto estarían maduras. De pronto, a Emily le entraron muchas ganas de irse. Guardó sus cosas en el pequeño baúl negro con alegría y halló una excelente ocasión para introducir, con sentido de la oportunidad, cierto verso de un poema que Dean hacía poco le había leído y que había cautivado su fantasía.

—«Adiós, mundo orgulloso, me vuelvo a casa» —declamó, con sentimiento, de pie en lo alto de la larga escalera oscura y reluciente, y apostrofando a la hilera de adustas fotografías de los Priest que colgaban de las paredes.

Pero hubo algo que la irritó. La tía Nancy se negó a devolverle el dibujo que le había hecho Teddy.

—Me lo quedo —dijo la tía Nancy, sonriendo y sacudiendo los pendientes de oro—. Algún día ese dibujo tendrá valor como uno de los primeros esfuerzos de un artista famoso.

—Yo sólo se lo presté, le dije que sólo se lo prestaba —dijo Emily, indignada.

—Soy un viejo demonio sin escrúpulos —dijo la tía Nancy, sin alterarse—. Así me llaman todos los Priest a mis espaldas. ¿No es cierto, Caroline? Ya que me llaman así, bien puedo serlo. Sucede que me gusta ese dibujo, eso es todo. Voy a enmarcarlo y colgarlo aquí, en mi salita. Pero te lo dejaré en mi testamento, eso, el gato de Cheshire, la bola que mira y mis pendientes de oro. Nada más, no voy a dejarte ni un centavo de mi dinero, con eso no cuentes.

—No lo quiero —replicó Emily, altiva—. Voy a ganar montones de dinero. Pero no es justo que se quede con mi dibujo. Me lo regalaron.

—Yo nunca he sido justa —puntualizó la tía Nancy—. ¿Verdad, Caroline?

—Nunca —dijo Caroline, de mal humor.

—¿Ves? Ahora, no montes un escándalo, Emily. Has sido una niña muy buena, pero creo que ya he cumplido con mi deber por lo que hace a este año. Regresa a la Luna Nueva y cuando Elizabeth no te deje hacer algo dile que yo siempre te dejaba. No sé si servirá de algo, pero inténtalo. Elizabeth, como todos los que tienen algún parentesco conmigo, siempre se pregunta qué voy a hacer con mi dinero.

El primo Jimmy fue a buscar a Emily. ¡Cuánto se alegró ella de ver otra vez su rostro bondadoso con sus dulces ojos de elfo y la barba terminada en dos puntas! Pero se sintió muy mal cuando se volvió a Dean.

—Si quieres, te doy un beso de despedida —dijo, ahogada.

A Emily no le gustaba dar besos. En realidad no tenía ganas de darle un beso a Dean, pero lo quería tanto que pensó que debía tratarle con cortesía.

Dean miró sonriendo su juventud, su pureza, sus suaves curvas.

—No, no quiero que me beses… todavía. Y nuestro primer beso no debe tener el gusto de una despedida. Sería un mal presagio. Estrella de la Mañana, lamento que te vayas. Pero te veré pronto. Mi hermana mayor vive en Blair Water, ¿sabes?, y siento un súbito arrebato de cariño fraternal hacia ella. Creo que la visitaré a menudo de ahora en adelante. Entretanto, recuerda que me prometiste escribirme todas las semanas. Y yo te escribiré a ti.

—Hermosas cartas muy gordas —señaló Emily. Me encantan las cartas gordas.

—¡Gordas! Serán verdaderamente obesas, Estrella. Ahora, ni siquiera voy a decir adiós. Hagamos un pacto, Estrella. Nunca nos diremos adiós. Sólo nos sonreiremos y nos iremos.

Emily hizo un galante esfuerzo, sonrió y se fue. La tía Nancy y Caroline volvieron a la sala de atrás y a su juego de cartas. Dean Priest llamó a Tweed con un silbido y se fue a la costa de la bahía. Se sentía tan solo que se rió de sí mismo.

Emily y el primo Jimmy tenían tantas cosas de qué hablar que el camino a casa pareció muy corto.

La Luna Nueva resplandecía al sol del atardecer, que también brillaba con suavidad sobre los viejos graneros grises. Las Tres Princesas, que se erguían bajo el cielo plateado, parecían tan remotas y principescas como siempre. El viejo golfo canturreaba detrás de los campos.

La tía Laura salió corriendo a recibirlos, con sus preciosos ojos azules brillando de placer. La tía Elizabeth estaba en la cocina, preparando la cena y se limitó a tender la mano a Emily, pero parecía algo menos altiva y ceñuda que de costumbre, y para la cena había preparado las bombas de crema preferidas de Emily. Perry andaba por allí, descalzo y tostado por el sol, esperándola para contarle todas las noticias sobre gatos, terneros, cerditos y la potrilla nueva. Ilse vino corriendo y Emily descubrió que había olvidado lo vital que era Ilse, cuánto le brillaban los ojos ámbar, cuán dorada era su melena de cabellos de seda, más dorados que nunca bajo la boina de seda azul que la señora Simms le había comprado en Shrewsbury. Como prenda de vestir, aquella boina estridente hacía que a Laura Murray le dolieran los ojos y la sensibilidad, pero el color resaltaba los maravillosos cabellos de Ilse. Ésta sumergió a Emily en un abrazo extasiado y se peleó ferozmente con ella diez minutos después, por el hecho de que Emily se negó a regalarle el único gatito sobreviviente de Saucy Sal.

—Tendría que ser mío, hiena tambaleante —tronó Ilse—. ¡Es tan mío como tuyo, cerdita! El padre es el viejo gato de nuestro granero.

—Ese tipo de conversación es indecente —intervino la tía Elizabeth, pálida de horror—. Y si os vais a pelear por ese gato, lo haré ahogar, no lo olvidéis.

Por fin, Ilse se dejó apaciguar por el ofrecimiento de Emily de que ella le pusiera nombre al gatito y tuviera la mitad de los derechos sobre él. Ilse le llamó Flor. A Emily no le pareció un nombre apropiado pues, como el primo Jimmy se había referido a él como «el gatito», sospechaba que pertenecía al sexo fuerte. Pero prefirió estar de acuerdo a volver a provocar la ira de la tía Elizabeth por hablar de temas prohibidos.

—Puedo llamarlo Floro —pensó—. Suena más masculino.

El gatito era una cosita delicada, con rayas grises, que a Emily le recordaba a su querido Mike perdido. Y olía deliciosamente a piel calentita y limpia, con un aroma al heno de trébol donde Saucy Sal había hecho su nidito de maternidad.

Después de la cena, oyó el silbido de Teddy en el jardín viejo, la encantadora llamada de siempre. Emily salió corriendo a buscarlo; después de todo, no había nadie como Teddy en el mundo. Fueron corriendo hasta Tansy Patch para ver el nuevo cachorrito que el doctor Burnley le había regalado a Teddy. La señora Kent no pareció alegrarse mucho de ver a Emily, estuvo más fría y distante que nunca y se sentó a observar como los dos niños jugaban con el cachorrito gordezuelo. Sus ojos oscuros resplandecían con un fuego tenebroso que a Emily la hacía sentir vagamente incómoda cada vez que levantaba la mirada y se encontraba con ellos. Nunca había percibido el rechazo de la señora Kent hacia ella con tanta intensidad como aquella noche.

—¿Por qué no le gusto a tu madre? —le preguntó a Teddy sin rodeos cuando llevaban al pequeño Leo al granero, donde pasaba la noche.

—Porque me gustas a mí —dijo Teddy, conciso—. No le gusta nada de lo que me gusta a mí. Tengo miedo de que pronto envenene a Leo. Me gustaría… me gustaría que no me quisiera tanto —añadió él, en lo que era el comienzo de su rebeldía contra aquellos celos anormales de un amor que él sentía, más que comprendía, como una cadena que comenzaba a mortificarlo—. Dice que no me va a dejar ir a clases de latín y álgebra este año, ya sabes que la señorita Brownell dijo que podía hacerlo, porque no quiere que siga estudiando… Dice que no soporta estar lejos de mí, nunca. No me importa mucho por el latín, pero quiero aprender a ser un artista y algún día quiero ir a las escuelas donde lo enseñan. No me va a dejar. Ahora odia mis dibujos porque piensa que los quiero más que a ella. No es cierto, yo quiero a mi madre, es muy dulce y muy buena conmigo en todo lo demás. Pero ella cree que no la quiero, y ya me ha quemado algunos. Estoy seguro. No están en la pared del granero y no los encuentro por ningún lado. Si le hace algo a Leo, la… la voy a odiar.

—Díselo —dijo Emily, ecuánime, con algo de la astucia de los Murray prevaleciendo en ella—. Ella no sabe que tú sabes que envenenó a Humo y a Botón de Oro. Dile que lo sabes y que si le hace algo a Leo no la querrás más. Le dará tanto miedo de que no la quieras, que no le hará nada a Leo, estoy segura. Díselo con amabilidad, no hieras sus sentimientos, pero díselo. Será mejor —concluyó Emily, con una imitación brillante de la tía Elizabeth cuando daba un ultimátum— para todos.

—Creo que lo haré —dijo Teddy, impresionado—. No puedo permitir que Leo desaparezca como desaparecieron mis gatos, es el primer perro que tengo, y siempre he querido un perro. ¡Ay, Emily, cómo me alegro de que hayas vuelto!

Era muy bonito que le dijeran aquello, especialmente que se lo dijera Teddy. Emily se fue a casa muy contenta. En la cocina vieja estaban encendidas las velas, y sus llamas danzaban al viento de agosto que entraba por la puerta y la ventana.

—Supongo que no te gustarán mucho las velas, Emily, ahora que te has acostumbrado a las lámparas en Wyther Grange —dijo la tía Laura con un suspiro. Una de las pequeñas amarguras de la vida de Laura Murray era que la tacañería de Elizabeth llegara hasta a las velas.

Emily miró a su alrededor, pensativa. Una vela chisporroteó y la llama se agitó, como saludándola. En otra, de pabilo muy largo, la llama subía y se achicaba como un diablito malhumorado. Otra tenía una llama pequeñita: era una vela callada y meditabunda. Otra se agitaba graciosamente, sacudida por la brisa que entraba por la puerta. Otra ardía con una llama firme y derecha, como un alma leal.

—No… no sé, tía Laura —respondió, despacio—. Uno puede… hacerse amigo de las velas. Creo que, después de todo, me gustan más las velas.

La tía Elizabeth, que venía de la cocina exterior, la oyó. Algo parecido al placer resplandeció en los ojos azules como el agua de un lago.

—Tienes sentido común —dijo.

«Es el segundo cumplido que me hace», pensó Emily.

—Creo que Emily está más alta desde que fue a Wyther Grange —opinó la tía Laura, mirándola con melancolía.

La tía Elizabeth apagó las velas y dirigió una mirada rápida por encima de los anteojos.

—A mí no me lo parece. El vestido le queda igual de largo.

—Yo estoy segura de que ha crecido —insistió Laura.

Para resolver la disputa, el primo Jimmy midió a Emily en la puerta de la sala: tocó justo la marca anterior.

—¿Ves? —dijo la tía Elizabeth, triunfante, porque le encantaba tener razón, aun en un asunto insignificante.

—Está… diferente —dijo Laura, con un suspiro.

Laura, después de todo, tenía razón. Emily había crecido, estaba más alta y mayor en alma, si no en cuerpo. Era este cambio el que notaba Laura, pues el afecto intenso y tierno siempre percibe esas cosas. La Emily que volvió de Wyther Grange no era la Emily de antes. Ya no era sólo una niña. Las historias de familia de la tía Nancy sobre las que había reflexionado, su persistente angustia sobre la historia de la madre de Ilse, aquella hora de horror en la que había visto la muerte cara a cara en los acantilados de la costa de la bahía, su relación con Dean Priest: todo se había combinado para madurar su inteligencia y sus emociones. Cuando fue a la mañana siguiente fue a la buhardilla y sacó su precioso paquete de manuscritos para leerlos con amor se asombró y se sintió hasta decepcionada porque no eran ni la mitad de buenos de lo que ella había creído. Algunos eran una solemne tontería, pensó; se avergonzaba de ellos, tanto que los llevó en secreto a la cocina y los quemó, con gran enfado de la tía Elizabeth que, cuando fue a preparar el almuerzo, se encontró el fogón lleno de papeles chamuscados.

A Emily ya no le llamaba la atención que la señorita Brownell se hubiera burlado de ellos, aunque esto no apaciguaba nada el resentimiento al recordar aquella señorita. El resto lo devolvió al estante del sofá, incluido La hija del mar, que seguía pareciéndole bastante bueno, si bien ya no la magnífica composición que le pareciera en otro tiempo. Sintió que muchos pasajes podían mejorarse. Entonces, comenzó de inmediato a escribir un nuevo poema, «Volviendo a casa después de semanas de ausencia». Como en éste debía mencionar todas las cosas y todas las personas relacionadas con la Luna Nueva, prometía ser muy largo y proporcionarle una agradable ocupación para los ratos libres durante muchas semanas. Era maravilloso estar otra vez en casa.

«No hay ningún lugar como la querida Luna Nueva», pensó Emily.

Algo que marcó su retorno (una de esas pequeñas «épocas» en una casa que causan una impresión más fuerte en la memoria y la imaginación de lo que en realidad sugeriría su importancia real) fue el hecho de que le dieran una habitación propia. La tía Elizabeth había descubierto que dormir sola era una delicia demasiado grande para volver a renunciar a ella. Decidió que ya no quería soportar una compañera de cama que no dejaba de moverse y hacía preguntas inconcebibles a cualquier hora de la noche en que le viniera en gana.

De modo que, tras una larga conversación con Laura, se decidió que Emily dormiría en la habitación de su madre, el «mirador», como la llamaban, aunque en realidad no era un mirador. Pero estaba situada encima de la puerta delantera y mirando al jardín, lo que en las otras casas de Blair Water ocupaban los miradores, de modo que se la conocía con ese nombre. La habían preparado para Emily en su ausencia y, la primera noche de su regreso, cuando llegó la hora de irse a la cama, la tía Elizabeth le dijo brevemente que iba a dormir en la habitación de su madre.

—¿Sola? —exclamó Emily.

—Sí. Esperamos que la mantengas ordenada y limpia.

—Nadie ha dormido allí desde la noche antes de que tu madre… se fue —dijo la tía Laura, con un sonido raro en la voz, un sonido que la tía Elizabeth no aprobó.

—Tu madre —dijo, mirando a Emily con frialdad por encima de la llama de la vela, actitud que daba un aire tétrico a sus rasgos aguileños— se escapó, burlándose de su familia y destrozando el corazón de su padre. Fue una chica tonta, desagradecida y desobediente. Espero que tú nunca avergüences a tu familia con una conducta semejante.

—¡Ay, tía Elizabeth —dijo Emily, sin aliento—, cuando tienes la vela así, baja, tu cara parece una calavera! Ah, es tan interesante.

La tía Elizabeth se volvió y encabezó la marcha subiendo por las escaleras en un adusto silencio. No tenía sentido desperdiciar buenos consejos en una niña como aquélla.

Cuando la dejaron sola en su mirador, apenas iluminado por una vela pequeña, Emily miró a su alrededor con un interés intenso y emocionado. No pudo acostarse hasta no haber inspeccionado cada rincón. La habitación era muy anticuada, como todas las de la Luna Nueva. Las paredes estaban empapeladas con un diseño de delgados diamantes que encerraban estrellas doradas y, sobre el empapelado, había colgadas frases y dibujos hechos en lana que habían sido uno de los entretenimientos de la niñez de sus tías. Uno de ellos, que colgaba sobre la cabecera de la cama, representaba a dos ángeles guardianes. En su época había sido muy admirado, pero Emily lo miró con desagrado.

—No me gustan las alas de plumas en los ángeles —dijo, con mucha seguridad—. Los ángeles tienen que tener alas de arco iris.

En el suelo había una bonita alfombra tejida a mano y otras alfombritas redondas trenzadas. Había una cama negra y alta con barrotes tallados, un colchón gordo, de plumas, y una colcha irlandesa, pero, con gran alegría de Emily, no había cortinas. Había una mesita con unas graciosas patas en forma de garras y cajones con tiradores de metal, y cubierta con volantes de muselina, que estaba junto a la ventana. Uno de los paneles de la ventana distorsionaba el paisaje de una manera graciosa, haciendo una colina donde no había ninguna. A Emily esto le gustaba, no sabía por qué, pero en realidad era porque le daba individualidad al panel. Sobre la mesa había un espejo oval en un marco dorado y descolorido. Emily quedó encantada al ver que podía mirarse en él (entera excepto las botas) sin estirarse ni ladear el espejo. «Y no me deforma la cara ni me refleja verde», pensó, feliz. Dos sillas negras de respaldo alto y asiento de crin, un palanganero con una jarra azul y una otomana descolorida con unas rosas bordadas en lana en punto cruz completaban los muebles. Sobre la pequeña repisa de la chimenea había floreros con hierba seca y coloreada y un frasco fascinante de barriga ancha lleno de caracolas de las Indias Occidentales. A ambos lados, había unos preciosos armarios pequeños con puertas de vidrio metalizado, como los de la sala de estar. Debajo, había un pequeño hogar.

«Me pregunto si la tía Elizabeth alguna vez me dejará encender un fuego aquí», pensó Emily.

La habitación rebosaba de ese indefinible encanto que se halla en todas las habitaciones donde los muebles, ya antiguos o modernos, se conocen bien entre sí y las paredes y los suelos congenian. Emily lo sintió a su alrededor, mientras iba de un lado a otro revisándolo todo. Ésta era su habitación, y ya la quería; se sentía totalmente a sus anchas.

—Éste es mi sitio —susurró, feliz.

Se sentía deliciosamente cerca de su madre, como si de pronto Juliet Starr se le hubiera hecho real. La emocionaba pensar que probablemente su madre había tejido la tapa de encaje del alfiletero que había sobre la mesa. Y aquel frasco lleno de flores secas que había en la repisa de la chimenea tenía que haberlo llenado su madre. Cuando Emily levantó la tapa, un aroma espeso se diseminó por la habitación. Las almas de todas las rosas que habían florecido a lo largo de tantos veranos dorados en la Luna Nueva parecían estar prisioneras allí, en una especie de purgatorio para flores. Algo en aquel aroma místico y evasivo, le hizo llegar «el destello» a Emily, y su habitación quedó, así, consagrada.

Sobre la repisa del hogar había una fotografía de su madre, un gran daguerrotipo tomado cuando era niña. Emily la miró con amor. Ella tenía la fotografía que le había dejado su padre, hecha después de la boda. Pero cuando la tía Elizabeth la trajo de Maywood a la Luna Nueva, la colgó en la sala, donde Emily rara vez la veía. La fotografía de su habitación, de una niña de cabellos dorados y mejillas sonrosadas, era toda suya. Podía mirarla y hablar con ella cuando quisiera.

—Ay, mamá —dijo—, ¿en qué pensabas cuando eras como yo? Cómo me habría gustado conocerte en esa época. Pensar que nadie ha dormido aquí desde de que te escapaste con papá. La tía Elizabeth dice que te portaste mal escapándote, pero a mí no me lo parece. No te escapaste con un desconocido. Además, me alegro de que lo hayas hecho, porque si no yo no existiría.

Emily, muy contenta de existir, abrió la ventana de su mirador todo lo que pudo, se metió en la cama y se quedó dormida, sintiendo una felicidad tan profunda que resultaba casi dolorosa, mientras escuchaba el susurro sonoro del viento nocturno que soplaba entre los grandes árboles del bosque de John el Altivo. Cuando, pocos días después, le escribió a su padre, comenzó la carta con «queridos papá y mamá».

Y de ahora en adelante, siempre te escribiré la carta también a ti, mamá. Perdona que te haya omitido durante tanto tiempo. Pero no me pareciste real hasta la noche en que volví a casa. A la mañana siguiente hice la cama con mucho cuidado (la tía Elizabeth no pudo encontrar el menor defecto) y quite el polvo a todo y al salir me arrodillé y le di un beso al umbral. Yo creía que la tía Elizabeth no me había visto, pero me vio y dijo que me había vuelto loca. ¿Por qué la tía Elizabeth cree que uno está loco porque hace algo que ella no hace? Le dije: «No, es que quiero mucho mi habitación» y ella gruñó y dijo: «Sería mejor que quisieras a tu Dios». Pero yo lo quiero, querido papá (y mamá) y lo amo más desde que tengo mi querida habitación. Desde ella veo todo el jardín, hasta el bosque de John el Altivo y un pedacito del estanque de Blair Water a través de un claro entre los árboles por donde pasa el Camino del Ayer. Ahora me gusta irme a la cama temprano. Me encanta quedarme acostada sola, en mi propia habitación y hacer poesía y pensar en descripciones de cosas mientras miro, por la ventana abierta, las estrellas y los árboles tan hermosos, tan grandes y tan quietos, del bosque de John el Altivo.

Ay, papá y mamá queridos, vamos a tener maestro nuevo. La señorita Brownell no regresará. Se va a casar e Ilse dice que cuando su padre se enteró dijo: «Dios ampare a ese pobre hombre». Y el nuevo maestro es un tal señor Carpenter. Ilse lo vio cuando él fue a ver a su padre (porque el doctor Burnley es del Consejo este año) y dice que lleva patillas y tiene los cabellos espesos y grises. Está casado y va a vivir en la vieja casita de la hondonada, más allá de la escuela. Me parece muy gracioso pensar en un maestro con esposa y patillas.

Me alegro de estar en casa. Pero echo de menos a Dean y la bola que mira. La tía Elizabeth puso cara de enfado cuando me vio el flequillo pero no dijo nada. La tía Laura dice que yo tampoco diga nada y que siga usándolo. Pero no me siento cómoda yendo contra los deseos de la tía Elizabeth así que me lo peiné todo para atrás excepto un mechón pequeñín. Incluso así no me siento cómoda del todo pero tengo que soportar un poco de incomodidad en aras de mi aspecto. La tía Laura dice que los miriñaques han pasado de moda así que nunca podré tener uno pero no me importa porque me parecen espantosos. Rhoda Stuart se va a poner furiosa porque estaba deseando ser grande para ponerse uno. Espero que, cuando empiece a hacer frío, me den un botellón de agua caliente para mí sola. En el estante más alto de la cocina de fuera hay un montón.

Ayer Teddy y yo tuvimos una aventura preciosa. Vamos a guardarlo en secreto, en parte porque fue muy bonito y en parte porque tenemos miedo de que nos reprendan mucho por una cosa que hicimos.

Fuimos hasta la Casa Desilusionada y encontramos suelta una de las maderas de una ventana. Así que la arrancamos, entramos y recorrimos toda la casa. Tiene todos los tabiques hechos pero le falta el revoque, y hay virutas por todas partes, tal como la dejaron los carpinteros hace años. Parecía más desilusionada que nunca. A mí me dieron ganas de llorar. Había una chimenea preciosa en una habitación así que pusimos manos a la obra y encendimos un fueguito con virutas y astillas (esto es por lo que podrían reprendernos, probablemente) y después nos sentamos frente al fuego sobre un viejo banco de carpintero y charlamos. Decidimos que cuando seamos mayores, compraremos la Casa Desilusionada para vivir juntos allí. Teddy dijo que suponía que tendremos que casarnos, pero a mí me parece que podremos encontrar la manera de arreglarnos sin toda esa complicación. Teddy pintará cuadros, yo escribiré poesía y comeremos tostadas con tocino y mermelada todas las mañanas para desayunar (como en Wyther Grange) pero nunca cereales. Y siempre tendremos muchas cosas ricas para comer en la despensa y yo haré cantidades de mermelada y Teddy siempre me ayudará a lavar los platos y colgaremos la bola que mira en el medio del techo en la habitación del hogar, porque lo más probable es que para ese entonces la tía Nancy se haya muerto.

Cuando se consumió el fuego pusimos la tabla de la ventana en su lugar y salimos. Hoy, durante todo el día, de pronto Teddy me decía de pronto «Tostadas, tocino y mermelada» con un tono de lo más misterioso e Ilse y Perry están furiosos porque no pueden averiguar qué significa.

El primo Jimmy ha traído a Jimmy Joe Belle para que lo ayude con la cosecha. Jimmy Joe Belle viene de cerca de Derry Pond. Hay muchos franceses allí y cuando una muchacha francesa se casa, casi siempre la llaman por el primer nombre del esposo, en lugar de señora de tal, como en inglés. Si una muchacha llamada Mary se casa con un hombre llamado Leon, después ella pasará a llamarse siempre Mary Leon. Pero, en el caso de Jimmy Joe Belle es al revés, porque a él lo llaman con el nombre de su esposa. Le pregunté al primo Jimmy por qué y me dijo que es porque Jimmy Joe es un pobre desgraciado y la que lleva los pantalones es Belle. Pero sigo sin entender, porque Jimmy también usa pantalones, ¡y no entiendo por qué a él le dicen Jimmy Joe Belle en lugar de llamarla a ella Belle Jimmy Joe sólo porque ella también lleva pantalones! No voy a descansar hasta averiguarlo.

Ahora el jardín del primo Jimmy está espléndido. Han florecido las azucenas. Yo estoy tratando de que me gusten porque parece que no le gustan a nadie pero, en lo más profundo del corazón, sé que me gustan más las rosas tardías. No puedo evitar que me gusten más las rosas.

Hoy Ilse y yo revisamos todo el jardín viejo buscando tréboles de cuatro hojas pero no hemos encontrado ninguno. Después yo encontré uno junto a la escalera de la lechería por la noche, cuando estaba colando la leche y ni pensaba en los tréboles. El primo Jimmy dice que así viene siempre la suerte y que no sirve buscarla.

Es hermoso estar otra vez con Ilse. Nos hemos peleado sólo dos veces desde que he vuelto a casa. Voy a tratar de no pelearme más con ella porque no me parece digno, aunque es interesante. Pero es difícil no pelearse con Ilse porque, aunque yo me quede tranquila y no diga una palabra, Ilse piensa que es una manera de pelear y se pone más furiosa todavía y me dice cosas peores que nunca. La tía Elizabeth dice que para pelearse hacen falta dos pero ella no conoce a Ilse como yo. Hoy Ilse me ha llamado albatros rastrero. Me pregunto cuántos nombres de animales le quedarán para insultarme. Nunca repite el mismo animal dos veces. Me gustaría que no atosigara tanto a Perry. (Atosigar es una palabra que aprendí de la tía Nancy. Es muy fuerte, me parece). Creo que no lo aguanta. Él desafió a Teddy a saltar desde el gallinero por encima de la pocilga. Teddy no quiso. Dijo que, si había que hacerlo, él lo intentaría pero que no iba a hacerlo sólo para hacerse ver. Perry lo hizo y no se hizo nada. Se podría haber roto la crisma. Después se puso a alardear y dijo que Teddy tenía miedo. Ilse se puso roja como una remolacha y le dijo que si no se callaba le iba a arrancar la nariz de un mordisco. No soporta que nadie diga nada malo de Teddy, pero a mí me parece que él puede cuidarse solo.

Ilse tampoco puede estudiar para el ingreso en el Colegio. Su padre no la deja. Pero ella dice que no le importa. Dice que cuando sea un poco mayor se escapará de casa para estudiar teatro. Suena muy pecaminoso pero interesante.

Me sentí muy rara y culpable cuando volví a ver a Ilse, porque yo sabía lo de la madre. No sé por qué me sentí culpable, porque yo no tuve nada que ver. Ahora el sentimiento se me está yendo un poco pero a veces me hace muy desdichada. Me gustaría olvidarme de todo o averiguar la verdad. Porque estoy segura de que nadie sabe la verdad.

Hoy he recibido carta de Dean. Escribe unas cartas preciosas, como si yo fuera mayor. Me mandó un poema que recortó de un diario llamado La genciana orlada. Dice que le hizo recordarme. Es todo precioso, pero la última estrofa es la que más me gusta. Dice así:

Susurra, pues, capullo, en tus sueños,

y dime cómo puedo escalar

el Sendero Alpino tan empinado y arduo

que lleva a las alturas sublimes.

Cómo llegar a la meta lejana

de una fama honrosa y verdadera

y escribir sobre el papiro reluciente

el humilde nombre de una mujer.

Cuando lo leí me vino «el destello» y cogí una hoja de papel (se me olvidó contar que el primo Jimmy me regaló una cajita con hojas y sobres, a escondidas) y escribí:

Yo, Emily Byrd Starr, prometo solemnemente en este día que treparé el Sendero Alpino y escribiré mi nombre en el papiro de la fama.

Entonces lo puse en un sobre, lo sellé y sobre él escribí «El juramento de Emily Byrd Starr, de 12 años y 3 meses» y lo guardé en el estante del sofá en la buhardilla.

Ahora estoy escribiendo la historia de un crimen y trato de sentir lo que sentiría un asesino. Es escalofriante, pero emocionante. Casi siento como si yo hubiera asesinado a alguien.

Buenas noches, queridos papá y mamá.

Vuestra hija que os quiere,

Emily.

P. D. He estado pensando en cómo firmaré cuando sea mayor y publique mis trabajos. No sé qué quedará mejor, si Emily Byrd Starr completo, o Emily B. Starr o E. B. Starr, o E. Byrd Starr. A veces pienso que puedo tener un seudónimo, es decir, otro nombre que uno se elige. Lo vi en el diccionario. Si hago eso, podría oír lo que la gente diga de mis trabajos en mi misma cara, sin sospechar que yo soy yo, y decir lo que de verdad piensan. Sería interesante aunque tal vez no demasiado cómodo. Creo que seré

E Byrd Starr.