En la costa de la bahía
«Me pregunto —pensó Emily—, cuánto más me queda por vivir».
Aquella tarde se había aventurado más lejos que de costumbre por la costa que rodeaba la bahía. Era una tarde cálida y ventosa; el aire olía a resina y a dulzura y la bahía era de un turquesa neblinoso. La parte de la costa donde se encontraba parecía solitaria y virgen, como si jamás hubiera sido hollada por pie humano, a excepción de un sendero diminuto y retozón, delgado como un cordón rojo y bordeado de grandes sábanas de musgo verde y aterciopelado, que serpenteaba entre grandes abetos blancos y rojos. La orilla se hacía más escarpada y rocosa a medida que ella avanzaba y, al final, el pequeño sendero desaparecía del todo en un matorral de helechos. Emily se volvía para regresar, cuando vio una mata esplendorosa de aster que crecía lejos, en el borde del acantilado. Tenía que arrancar una, nunca había visto un aster de un color púrpura tan oscuro e intenso. Se estiró para alcanzarla, pero el traicionero terreno mohoso cedió ante sus pies y Emily se resbaló por la escarpada pendiente. Hizo un intento desesperado por subir, pero, cuanto más lo intentaba, más rápido se deslizaba hacia abajo, arrastrándola consigo. La pendiente terminaba en un corte en picado de rocas que caía hasta la costa rocosa, diez metros más abajo. Emily experimentó un espantoso momento de terror y desesperación, pero entonces vio que el pedazo de tierra mohosa que se había desprendido se había enganchado en un estrecho saliente rocoso, colgado a medias, y ella estaba encima. Se dio cuenta de que el menor movimiento por su parte la precipitaría al vacío, directamente a las crueles rocas de la costa.
Permaneció inmóvil, tratando de pensar, tratando de no tener miedo. Estaba muy lejos de cualquier casa y nadie la oiría si gritaba. Aunque tampoco se animaba a gritar por temor a que el movimiento de su cuerpo desalojara el fragmento de tierra sobre el que se sostenía. ¿Cuánto tiempo podría aguantar allí, sin moverse? Caía la noche. La tía Nancy se preocuparía cuando oscureciera y enviaría a Caroline a buscarla. Pero Caroline nunca la encontraría allí. A nadie se le ocurriría buscarla tan lejos de Wyther Grange. Permanecer allí sola toda la noche, pensar que la tierra comenzaba a deslizarse, esperar una ayuda que no llegaría nunca… Emily no pudo evitar un estremecimiento que estuvo a punto de provocar el desastre.
Ya una vez se había enfrentado a la muerte, o eso creyó, la noche en que John el Altivo le dijo que había comido una manzana envenenada; pero eso era más difícil. ¡Morir allí, sola, lejos de su casa! Tal vez no se supiera nunca lo que había sido de ella, tal vez no la encontraran nunca. Los cuervos o las gaviotas le arrancarían los ojos. Dramatizó tan vivamente la situación que estuvo a punto de ponerse a gritar de espanto. Desaparecería del mundo como había desaparecido la madre de Ilse.
¿Qué había sido de la madre de Ilse? Incluso en su desesperada situación, Emily se formuló esa pregunta. Y no volvería a ver nunca la querida Luna Nueva, Teddy, la lechería, Tansy Patch, el bosque de John el Altivo, el viejo reloj de sol mohoso, su preciado montoncito de manuscritos del estante del sofá de la buhardilla.
«Tengo que ser muy valiente y paciente —pensó—. Mi única oportunidad es quedarme quieta. Y puedo rezar mentalmente, seguro que Dios puede escuchar los pensamientos igual que las palabras. Es bueno pensar que Él puede oírme, ya que los demás no. Ay, Dios, Dios de mi padre, por favor haz un milagro y sálvame la vida, porque no creo que deba morir ahora. Perdóname por no estar de rodillas, no puedo moverme. Y, por favor, si me muero, que la tía Elizabeth no encuentre nunca mis escritos. Por favor, que los encuentre la tía Laura. Y, por favor, que Caroline no mueva el guardarropa cuando limpie la casa, porque encontraría el cuaderno y leería lo que escribí de ella. Por favor perdóname todos mis pecados, en especial no ser agradecida y haberme cortado el flequillo, y por favor que papá no esté muy lejos. Amén».
Entonces, como era de esperar, pensó en una posdata: «Y que por favor alguien averigüe por qué la madre de Ilse hizo aquello».
Se quedó muy quieta. La luz del agua comenzó a volverse de un tono oro cálido y rosado. Un gran pino sobre un farallón, frente a ella, extendía sus ramas oscuras contra el esplendor ámbar del fondo, parte de la belleza del hermoso mundo que se le escapaba. La fresca brisa vespertina del golfo comenzó a rodearla. En un momento, un pedacito de tierra se quebró a su lado y cayó: Emily oyó el ruido sordo de los terrones sobre las rocas de abajo. La porción sobre la que apoyaba una pierna estaba bastante floja y pendía de un hilo. Ella sabía que, en cualquier momento, también podía desprenderse. Sería horrible estar allí cuando oscureciera. Alcanzaba a ver la gran mata de aster, que la había atraído a su perdición, meciéndose incólume por encima de ella, maravillosamente púrpura y hermosa.
¡Entonces, junto a la flor, vio la cara de un hombre que la miraba!
Lo oyó decir:
—¡Dios mío! —en voz baja, para sí. Vio que era delgado y que tenía un hombro un poco más alto que el otro. Tenía que ser Dean Priest, el Giboso Priest. Emily no se atrevió a llamarlo. Se quedó quieta y sus inmensos ojos de un gris purpúreo decían: «Sálveme».
—¿Cómo puedo ayudarte? —dijo Dean Priest, ronco, como si hablara consigo mismo—. No puedo llegar a ti y me parece que el menor toque o roce hará que ese pedazo de tierra se vaya por el borde. Tengo que ir a buscar una soga y dejarte aquí, así. ¿Puedes esperar, criatura?
—Sí —musitó Emily. Le sonrió para alentarlo, con su suave sonrisita que comenzaba en las comisuras de la boca y se le extendía por toda la cara. Dean Priest nunca olvidó aquella sonrisa y los ojos firmes de la niña que lo miraban desde esa carita tan peligrosamente cerca del borde.
—Vendré lo más rápido posible —dijo—. No puedo caminar rápido, soy un poquito cojo. Pero no tengas miedo, te salvaré. Dejaré a mi perro para que te haga compañía. Aquí, Tweed.
Silbó y apareció un inmenso perro de color rojizo.
—Quédate sentado aquí, Tweed, hasta que yo vuelva. No muevas una pata, no muevas la cola, háblale sólo con los ojos.
Tweed se sentó, obediente, y Dean Priest desapareció.
Emily se puso a expresar mentalmente en palabras todo el incidente para su cuaderno. Seguía un poco asustada, pero no tanto como para no imaginarse escribiéndolo todo al día siguiente. Sería muy emocionante.
Le gustaba saber que el perrazo estaba allí. No sabía tanto de perros como de gatos. Pero aquél parecía tan humano y fiable, y la miraba con unos grandes ojos llenos de bondad. Un gatito gris era algo adorable, pero un gatito gris no se habría quedado sentado allí alentándola. «Creo —pensó Emily—, que cuando se tienen problemas un perro es mejor que un gato».
Dean Priest volvió al cabo de media hora.
—Gracias a Dios que no te has caído —murmuró—. No he tenido que ir tan lejos, después de todo. He encontrado una soga en un bote vacío en la costa y la he cogido. Y ahora, si te tiro la soga, ¿tendrás fuerzas para sujetarte aunque la tierra bajo tus pies se desmorone, y luego podrás sostenerte mientras te subo?
—Lo intentaré —dijo Emily.
Dean Priest hizo un lazo en un extremo y le deslizó la soga. Luego la ató alrededor del tronco de un grueso abeto.
—Ahora —dijo.
Emily dijo para sus adentros: «Ayúdame, Dios mío» y aferró la soga, que se balanceaba. Al segundo, todo el peso de su cuerpo colgaba de la soga, pues al primer movimiento que hizo, la tierra que tenía bajo los pies se deslizó hacia abajo y cayó por el borde. Dean Priest se estremeció. ¿Podría seguir aferrada a la soga mientras él la subía?
Entonces, vio que ella había encontrado un diminuto saliente donde apoyar la rodilla. Con cuidado, tiró de la soga. Emily, llena de resolución, lo ayudaba hundiendo los dedos de los pies en el terreno blando. Al poco rato, estuvo al alcance del hombre. Él la cogió de los brazos y, levantándola, la puso a salvo. En el momento en que pasaba junto a la mata de aster, Emily estiró la mano y cortó una flor.
—La conseguí —dijo, contenta. Entonces se acordó de los buenos modales—. Se lo agradezco muchísimo. Me salvó la vida. Y… y… creo que me voy a sentar un rato. Me tiemblan las piernas.
Emily se sentó, temblando mucho más que cuando estaba en peligro. Dean Priest se recostó contra el viejo abeto nudoso. Él también parecía temblar. Se secó la frente con el pañuelo. Emily lo miró con curiosidad. Sabía mucho de él por comentarios casuales de la tía Nancy, no siempre bien intencionados, pues la tía Nancy, al parecer, no lo quería mucho. Siempre lo llamaba «Giboso» con algo de desdén, mientras que Caroline escrupulosamente lo llamaba Dean. Emily sabía que él había estudiado, que tenía treinta y seis años (lo cual para Emily era una edad venerable) y mucho dinero, que tenía un hombro defectuoso y cojeaba ligeramente, que no le importaba ni nunca le había importado otra cosa que los libros, que vivía con un hermano mayor y viajaba mucho, y que todo el clan Priest temía su lengua mordaz. La tía Nancy lo había llamado «cínico». Emily no sabía qué era ser cínico, pero sonaba interesante. Lo miró con interés y advirtió que tenía rasgos delicados, pálidos, y los cabellos castaño oscuro. Los labios eran finos y sensibles, y exhibían una curva graciosa. Le gustó su boca. De haber sido mayor, habría sabido por qué: porque denotaba fuerza, ternura y humor.
A pesar del hombro defectuoso, había en él una distante dignidad en su aspecto que era característica de muchos de los Priest y que a menudo era tomada por orgullo. Los ojos verdes de los Priest, que eran agudos y extraños en el rostro de Caroline e insolentes en el de Jim Priest eran notoriamente soñadores y atractivos en el de Dean.
—¿Qué? ¿Te parezco buen mozo? —preguntó él, sentándose en otra piedra y sonriéndole. La voz era hermosa, musical y acariciadora.
Emily se ruborizó. Sabía que observar a la gente no era de buena educación y no le parecía un buen mozo, por eso agradeció que él no insistiera con la pregunta sino que le formulara otra.
—¿Sabes quién es tu galante paladín?
—Usted tiene que ser Gi… el señor Dean Priest. —Emily volvió a ruborizarse, muerta de vergüenza. Había estado a punto de hacer otro terrible agujero en sus buenos modales.
—Sí, Giboso Priest. No te preocupes por el apodo. Lo he oído muchas veces. Es la idea que tienen los Priest del sentido del humor. —Rió con una risa no muy agradable—. La razón para ese apodo es bastante obvia, ¿no? En la escuela nunca me llamaron de otra manera. ¿Cómo te caíste por el acantilado?
—Quería esto —dijo Emily, agitando su aster.
—¡Y la tienes! ¿Siempre consigues lo que quieres, aunque la muerte te espere al alcance de la mano? Creo que has nacido con suerte. Veo las señales. Si este inmenso aster te ha arrastrado al peligro, también te ha salvado, porque te he visto por asomarme para observarlo. El tamaño y el color me han llamado la atención. De lo contrario habría pasado de largo y tú… ¿qué habría sido de ti? ¿De quién eres que te deja arriesgarte por estas peligrosas orillas? ¿Cuál es tu nombre? ¡Si es que lo tienes! Empiezo a dudar de ti, veo que tienes orejas puntiagudas. ¿Me he enredado en tratos con las hadas y dentro de un momento descubriré que han pasado veinte años y que soy un anciano perdido ya para la vida de este mundo, acompañado solamente por el esqueleto de mi perro?
—Soy Emily Byrd Starr, de la Luna Nueva —dijo Emily, con algo de frialdad. Empezaba a ser susceptible con respecto a sus orejas. El padre Cassidy había hecho un comentario sobre ellas, ahora Giboso Priest también ¿Tan raras eran?
Y sin embargo, había algo en Giboso que le gustaba, le gustaba mucho. Emily nunca dudaba sobre la opinión que le merecía la gente que conocía. En pocos minutos siempre sabía si esa persona le gustaba, le disgustaba o le era indiferente. Tenía la extraña sensación de que conocía a Giboso Priest desde hacía años, tal vez porque el tiempo había parecido eterno mientras estaba sobre aquel pedazo de tierra suelta, esperando su regreso. No era guapo, pero a ella le gustaba su rostro delgado e inteligente con sus magnéticos ojos verdes.
—¡Así que eres la joven huésped de Wyther Grange! —exclamó Dean Priest, bastante asombrado—. Entonces mi tía Nancy tendría que cuidarte mejor, mi muy querida tía Nancy.
—Ya veo que no le gusta la tía Nancy —dijo Emily, con frialdad.
—¿Por qué me va a gustar una señora a la que no le gusto yo? Probablemente ya hayas descubierto que me detesta.
—Ah, no creo que sea para tanto —replicó Emily—. Seguramente tenga alguna buena opinión sobre usted. Dice que es el único de los Priest que va a ir al cielo.
—Eso no es ningún cumplido por parte de ella, aunque tú, en tu inocencia, creas que sí. ¿Así que eres la hija de Douglas Starr? Conocí a tu padre. Estudiamos juntos en la Queen’s Academy. Al salir nos separamos: él se dedicó al periodismo y yo me fui a McGill. Sin embargo, fue el único amigo que tuve en la escuela, el único chico que se tomó la molestia de hacerse amigo de Giboso Priest, que era cojo y jorobado y no podía jugar al fútbol ni al hockey. Emily Byrd Starr, Starr tendría que ser tu primer nombre. Pareces una estrella, tienes una personalidad radiante que fluye de ti, tu casa tendría que ser el cielo del anochecer, justo tras el crepúsculo, o el cielo de la mañana, antes del alba. Sí. Te va más el cielo de la mañana. Creo que te voy a llamar Estrella.
—¿Quiere decir que me encuentra guapa? —preguntó Emily, directamente.
—Bueno, no se me había ocurrido pensar si eres guapa o no. ¿Te parece que una estrella tiene que ser guapa?
Emily reflexionó.
—No —contesto por fin—, la palabra no encaja con una estrella.
—Veo que eres una artista con las palabras. Claro que no. Las estrellas son prismáticas, palpitantes, fugitivas. No siempre encontramos una hecha de carne y hueso. Creo que te esperaré.
—Ah, ya estoy lista, podemos irnos —dijo Emily, poniéndose de pie.
—Humm. No me refería a eso. No importa. Vamos, Estrella, si no te molesta caminar despacio. Al menos te sacaré de estas soledades. No creo que me aventure a ir a Wyther Grange esta noche. No quiero que la tía Nancy te reprenda a ti. ¿Así que no te parezco buen mozo?
—Yo no he dicho eso —exclamó Emily.
—No en palabras. Pero puedo leer tus pensamientos. Estrella, no intentes nunca pensar algo que no quieras que yo sepa. Los dioses me han dado ese don, si bien me han negado todas las otras cosas que yo quería. No me encuentras buen mozo pero me encuentras agradable. ¿Tú te crees guapa?
—Un poquito, ahora que la tía Nancy me deja usar flequillo —respondió Emily, con franqueza.
Giboso Priest hizo una mueca.
—No lo llames con ese nombre. Es un nombre peor que miriñaque. Flequillo y miriñaque, hasta duelen. Me gusta esa onda negra que rompe sobre tu frente blanca, pero no lo llames flequillo, nunca.
—Sí, es una palabra fea. Yo nunca la uso en mis poesías, por supuesto.
Con lo que Dean Priest descubrió que Emily escribía poesía. También descubrió casi todo lo que había que saber de ella en aquel encantador camino de regreso a Priest Pond, en el atardecer con aroma a abetos, con Tweed caminando entre ellos, tocando a su amo con el hocico, suavemente, de vez en cuando, mientras los petirrojos silbaban animadamente desde los árboles en la luz moribunda.
Con nueve de cada diez personas Emily era reservada, pero Dean Priest era francamente de su tribu y ella lo adivinó al instante. Él tenía derecho al santuario secreto y ella lo abrió sin reservas. Con él habló libremente.
Además, volvía a sentirse viva, volvía a sentir la emoción de vivir, después de aquel espantoso momento en que pareció balancearse entre la vida y la muerte. Sintió, como más tarde le escribió a su padre, «como si un pajarito me cantara en el corazón». ¡Ah, era maravilloso sentir la tierra verde bajo los pies!
Le contó todo sobre ella, lo que hacía y lo que era. Hubo sólo una cosa que no le contó: su preocupación por la madre de Ilse. De eso no podía hablarle a nadie. La tía Nancy no tenía por qué temer que fuera a llevar chismes a la Luna Nueva.
—Ayer, que estaba lloviendo y no pude salir, escribí un poema entero —dijo—. Comienza:
Estoy sentada junto a la ventana del oeste
que da a Malvern Bay…
—¿No voy a escuchar todo el poema? —preguntó Dean, que sabía perfectamente bien que Emily estaba deseando que se lo pidiera.
Encantada, Emily repitió todo el poema. Cuando llegó a los dos versos que más le gustaban:
Tal vez en esas islas boscosas
que coronan el pecho de la orgullosa bahía…
Miró de reojo para ver si él los admiraba. Pero él caminaba con los ojos bajos y expresión abstraída. Ella se sintió algo decepcionada.
—Humm —soltó, cuando ella terminó—. Me has dicho que tienes doce años, ¿no? Cuando tengas diez años más… pero no pensemos en eso.
—El padre Cassidy me dijo que continuara —exclamó Emily.
—Estaba de más. Vas a continuar, de cualquier manera, naciste con la necesidad de escribir. Es incurable. ¿Qué piensas hacer?
—Creo que seré una gran poetisa o una novelista distinguida —dijo Emily, reflexiva.
—Si no es más que cuestión de elegir —dijo Dean, secamente—, mejor sé novelista, tengo entendido que se gana más dinero.
—Lo que me preocupa de escribir novelas —le confió Emily— son las conversaciones amorosas. Estoy segura de que nunca podré escribirlas. Lo he intentado —concluyó, con candidez—, y no se me ocurre nada.
—De eso no te preocupes. Algún día yo te enseñaré.
—¿En serio? ¿En serio? —Emily estaba entusiasmada—. Te lo agradeceré muchísimo. Creo que con todo lo demás podré arreglármelas muy bien.
—Entonces es un trato, no lo olvides. Y que no se te ocurra buscar otro maestro, ¿eh? ¿Qué haces en Wyther Grange, además de escribir poesía? ¿No te sientes sola con la única compañía de esas dos sobrevivientes?
—No. Disfruto de mi propia compañía —dijo Emily, con gravedad.
—No me extraña. Se dice que las estrellas viven apartadas. Que se bastan a si mismas, envueltas en su propia luz. ¿De verdad te gusta la tía Nancy?
—Sí, de verdad. Conmigo es muy buena. No me obliga a ponerme cofia y por la mañana me deja andar descalza. Pero de tarde tengo que ponerme las botas abotonadas, y yo odio las botas abotonadas.
—Es natural. Tendrías que calzar sandalias de luz de luna y llevar un pañuelo de niebla marina con algunas luciérnagas prendidas a ella sobre los cabellos. Estrella, no te pareces a tu padre, pero tienes tantas cosas de él… ¿Te pareces a tu madre? Yo no la conocí.
De inmediato, Emily sonrió con modestia. En aquel momento nació en ella un verdadero sentido del humor. Ya nunca volvería a sentir de una manera exclusivamente trágica sobre nada.
—No —dijo—, sólo las pestañas y la sonrisa son como las de mamá. Pero tengo la frente de papá, el cabello y los ojos de la abuela Starr, la nariz del tío abuelo George, las manos de la tía Nancy, los codos de la prima Susan, los tobillos de la tatarabuela Murray y las cejas del abuelo Murray.
Dean Priest rió.
—Una bolsa de retazos, como lo somos todos —dijo—. Pero tu alma es sólo tuya, y recién forjada, eso te lo aseguro.
—Ah, me alegro tanto de que me gustes —exclamó Emily, impulsiva—. Sería horrible pensar que alguien que no me gusta me salvó la vida. No me molesta para nada que me la hayas salvado tú.
—Me alegro. Porque desde este momento en adelante tu vida me pertenece. Ya que la salvé, es mía. No lo olvides nunca.
Emily sintió una extraña sensación de rebelión. No le gustaba la idea de que su vida le perteneciera a nadie que no fuera ella misma, ni siquiera a alguien que le gustaba tanto como Dean Priest. Dean, que la observaba, lo vio y esbozó su sonrisa enigmática que siempre parecía ser mucho más que una mera sonrisa.
—No te hace mucha gracia, ¿eh? Ah, cuando uno quiera algo fuera de lo común, tiene que pagar. Lleva tu magnífico aster a casa y mantenlo todo lo que puedas. Te ha costado la libertad.
Reía (era todo una broma, por supuesto) pero Emily sintió que la habían encadenado con grillos de tela de araña. Cediendo a un súbito impulso, arrojó la gran flor al suelo y la pisó.
Dean Priest la miró, divertido. Sus extraños ojos tenían una mirada muy bondadosa cuando se encontraron con los de ella.
—¡Estrella difícil de encontrar, estrella vívida, estrella! Vamos a ser buenos amigos, somos buenos amigos. Mañana iré a Wyther Grange a ver esas descripciones que escribiste en tu cuaderno de Caroline y de mi venerable tía. Seguro que son una delicia. Tú sigue por ese camino; no te alejes demasiado otra vez de la civilización. Buenas noches, mi Estrella de la Mañana.
Se detuvo en la encrucijada y la observó hasta que ella se perdió de vista.
—¡Qué criatura! —murmuró—. Nunca olvidaré sus ojos cuando estaba allí, al borde de la muerte, qué alma tan intrépida, jamás vi a nadie tan llena de la alegría de vivir. Es la hija de Douglas Starr; él nunca me llamó Giboso.
Se agachó y recogió la flor pisoteada. El talón de Emily la había pisado con saña y estaba aplastada. Pero, aquella noche, él la guardó entre las hojas de un viejo tomo de Jane Eyre, donde había marcado un párrafo:
En toda su gloria se elevó ante mi vista
aquella criatura de llovizna y luz.