Trato con los fantasmas
Tu tía está en la sala de atrás —dijo Caroline Priest—. Ven por aquí. ¿Estás cansada?
—No —dijo Emily, siguiendo a Caroline y observándola concienzudamente. Si era bruja, era una bruja muy pequeña. En realidad, no era más alta que Emily. Llevaba un vestido de seda negra y una pequeña cofia de redecilla también negra con un borde de volantes sobre los cabellos blancos amarillentos. Tenía más arrugas en la cara de lo que Emily hubiera creído posible y unos extraños ojos verde grisáceos que, como supo Emily luego, abundaban en el clan Priest.
«Tal vez seas una bruja —pensó Emily—, pero creo que puedo vérmelas contigo».
Atravesaron el espacioso vestíbulo, y Emily pudo atisbar, a ambos lados, grandes habitaciones oscuras y espléndidas; luego pasaron por la cocina y entraron en una extraña salita. Era larga y estrecha y tenía poca luz. A un lado había una hilera de cuatro ventanas cuadradas de vidrios pequeños y, al otro, había armarios desde el suelo hasta el techo, con puertas de una madera negra brillante. Emily se sintió como una heroína en una novela gótica, vagando a la medianoche por una mazmorra subterránea con una guía malvada. Había leído Los misterios de Udolfo y La novela del bosque antes de que la biblioteca del doctor Burnley se volviera tabú. Se estremeció, Era espantoso, pero interesante.
Al final de la sala, una escalera llevaba a una puerta. Junto a la escalera había un inmenso reloj de pie que llegaba casi hasta el techo.
—Ahí encerramos a las niñas que se portan mal —susurró Caroline, haciéndole una seña con la cabeza a Emily mientras abría la puerta que daba a la salita de atrás.
«Me cuidaré bien de que a mí no me encierren ahí», pensó Emily.
La sala de atrás era una antigua habitación muy bonita y cálida. Había una mesa preparada para la cena. Caroline llevó a Emily hasta otra puerta donde golpeó, usando un delicado llamador de bronce que tenía forma de gato de Cheshire con una sonrisa tan irresistible que daban ganas de sonreír al verlo. Alguien dijo:
—Adelante. —Y las dos bajaron otros cuatro escalones. ¿Habría alguna casa más extraña que ésta? Y entraron en un dormitorio. Y allí, por fin, estaba la tía abuela Nancy Priest, sentada en su sillón, con el bastón negro apoyado en una rodilla y las pequeñas manos blancas y aún bonitas, y resplandecientes de hermosos anillos, apoyadas sobre el delantal de seda púrpura.
Emily sintió una sacudida de decepción. Después de oír aquel poema sobre la belleza de Nancy Murray con sus cabellos castaños claros, sus resplandecientes ojos castaños y sus mejillas de raso rosado, Emily esperaba que la tía abuela Nancy, a pesar de sus noventa años, siguiera siendo hermosa. Pero la tía Nancy tenía los cabellos blancos y la piel amarilla, arrugada y encogida, si bien los ojos castaños seguían siendo resplandecientes y despiertos. En cierto sentido, parecía una vieja hada (una vieja hada traviesa y tolerante, que podría intempestivamente volverse mala si uno no la trataba como correspondía) aunque las hadas no usaban largos pendientes con borlas de oro que casi le tocaban los hombros ni gorros de encaje blanco con pensamientos color púrpura.
—¡Así que ésta es la hija de Juliet! —exclamó, tendiéndole a Emily una de sus manos relucientes—. No tengas miedo, niña. No voy a darte un beso. No soy partidaria de infligirles besos a las criaturas indefensas, sencillamente porque tienen la desgracia de ser parientes míos. Bien, ¿a quién se parece, Caroline?
Emily hizo una mueca. Ahora se vendría otra odisea de comparaciones, en las cuales se convocaban y colocaban en su rostro narices, ojos y frentes de muertos y enterrados. Estaba harta de que se hablara de sus facciones en cada reunión de familia.
—No es muy parecida a los Murray —dijo Caroline, escudriñándola tan de cerca que involuntariamente Emily dio un paso atrás—. No es tan hermosa como los Murray.
—Ni tampoco como los Starr. Su padre era un hombre guapo. Tan guapo que yo me habría fugado con él de haber tenido cincuenta años menos. No hay nada de Juliet en ella, eso es claro. Juliet era guapa. Tú no eres tan bonita como parecías en aquel dibujo, pero yo no esperaba que lo fueras. Jamás se debe confiar en los dibujos y en los epitafios. ¿Dónde quedó tu flequillo, Emily?
—La tía Elizabeth me lo peinó hacia atrás.
—Bueno, mientras estés en mi casa te lo peinas hacia delante. Tienes algo de tu abuelo Murray en las cejas. Tu abuelo era un hombre bien parecido, pero con un carácter del diablo, casi tan malo como el carácter de los Priest, ¿no, Caroline?
—Por favor, tía abuela Nancy —dijo Emily, decidida—. No me gusta que me digan que me parezco a otras personas. Me parezco a mí misma.
La tía Nancy rió.
—Rebelde, eh. Bien. Nunca me gustaron los jóvenes dóciles. Así que no eres estúpida, ¿eh?
—No, no lo soy.
Esta vez la tía abuela Nancy sonrió. Los dientes postizos se le veían extrañamente blancos y jóvenes en la cara vieja y oscura.
—Bien. Tener cerebro es mejor que tener belleza; el cerebro dura; la belleza, no. Como en mi caso. Caroline, por ejemplo, nunca tuvo ni cerebro ni belleza, ¿no es cierto, Caroline? Vamos, vamos a cenar. Gracias a Dios que mi estómago no me abandonó como la belleza.
Con la ayuda del bastón, la tía abuela Nancy subió cojeando los escalones y llegó a la mesa. Se sentó en una cabecera y Caroline se sentó en la otra. Emily quedó en el medio, sintiéndose bastante incómoda. Pero su pasión predominante seguía siendo fuerte y ya estaba componiendo una descripción de ambas para su cuaderno.
«Me pregunto si alguien lo lamentará cuando te mueras», pensó, mirando el rostro viejo y curtido de Caroline.
—Bueno, cuéntame —dijo la tía Nancy—. Si no eres estúpida, ¿por qué me escribiste una carta estúpida aquella primera vez? ¡Dios, qué estúpida era! Cada vez que Caroline se porta mal se la leo como castigo.
—No podía escribir otra cosa porque la tía Elizabeth me dijo que iba a leerla.
—Típico de Elizabeth. Bueno, aquí puedes escribir lo que quieras, y decir lo que quieras, y hacer lo que quieras. Nadie interferirá contigo ni tratará de «educarte». Te he invitado a que me visitaras, no para darte clases de disciplina. Me parece que en la Luna Nueva tienes más que suficiente. Tienes la casa a tu disposición y puedes elegir el novio que te guste de entre los muchachos Priest, aunque los jóvenes no son lo que eran en mi juventud.
—No quiero ningún novio —replicó Emily. Se sentía bastante asqueada. El Viejo Kelly no había parado de hablar de novios durante la mitad del camino y ahora la tía Nancy empezaba otra vez con ese tema innecesario.
—No me digas —dijo la tía Nancy, riendo hasta que le temblaron los aretes de borlas de oro—. Nunca hubo una Murray de la Luna Nueva que no quisiera tener novio. A tu edad, yo tenía media docena. Todos los chicos de Blair Water se peleaban por mí. Caroline no, ella nunca tuvo novio, ¿verdad, Caroline?
—Ni quise —exclamó Caroline.
—La de ochenta y la de doce dicen lo mismo y las dos mienten —afirmó la tía Nancy—. ¿Qué sentido tiene ser hipócritas entre nosotras? No digo que no esté bien decirlo cuando hay hombres presentes. Caroline, ¿te has dado cuenta de lo bonitas que son las manos de Emily? Son tan bonitas como las mías cuando era joven. Y tiene los codos como los de los gatos. La prima Susan Murray tenía codos así. Es raro, tiene más rasgos de los Murray que de los Starr y, sin embargo, se parece más a los Starr que a los Murray. Qué extrañas sumas somos todos; el resultado nunca es lo que uno espera. Caroline, qué pena que Giboso no esté en casa. A él le gustaría Emily, estoy segura de que a él le gustaría Emily. Giboso es el único Priest que va a ir al cielo, Emily. Enseñame los tobillos, gatita.
De mala gana, Emily sacó el pie de debajo de la mesa. La tía Nancy asintió, aprobadora:
—Los tobillos de Mary Shipley. Sólo una persona de cada generación tiene esos tobillos. Los tobillos de los Murray son gruesos. Hasta los tobillos de tu madre eran gruesos. Mira el arco del pie, Caroline. Emily, no eres ninguna belleza pero, si aprendes a usar de manera adecuada tus ojos, tus manos y tus pies, pasarás por bella. Los hombres son fáciles de engañar, y si las mujeres dicen que no eres bella, todos dirán que es envidia.
Emily decidió que ésa era una buena oportunidad para averiguar algo que la intrigaba.
—El Viejo señor Kelly dijo que yo tenía ojos «te espero», tía Nancy. ¿Es cierto? ¿Y qué son ojos «te espero»?
—Jock Kelly es un viejo burro. No tienes ojos «te espero», no es una tradición Murray. —La tía Nancy rió—. Los Murray tienen ojos «ni te acerques», y tú también, aunque tus pestañas los contradicen un poco. Pero a veces unos ojos como los tuyos, combinados con otras cosas, son tan efectivos como los ojos «te espero». La mayoría de las veces los hombres se guían por lo contrario, si les dicen que ni se acerquen, ahí vienen. Mi Nathaniel, por ejemplo. La única manera de conseguir que hiciera una cosa era conminarlo a que hiciera lo contrario. ¿Te acuerdas, Caroline? ¿Otra galletita, Emily?
—Todavía no he comido ninguna —dijo Emily, algo resentida.
Las galletitas parecían muy tentadoras y ella estaba esperando a que las pasaran. No supo por qué tanto la tía Nancy como Caroline rieron. La risa de Caroline era desagradable, una risa seca, áspera, «sin regusto», pensó Emily. En su descripción escribiría que Caroline tenía «una risa delgada y estrepitosa».
—¿Qué piensas de nosotras? —preguntó la tía Nancy—. Vamos, dinos, ¿qué piensas de nosotras?
Emily se sintió muy incómoda. En aquel momento estaba pensando en escribir que la tía Nancy parecía «mustia y marchita», pero no podía decirlo, sencillamente no se podía.
—Di la verdad y avergüenza al diablo —dijo la tía Nancy.
—No es una pregunta justa —exclamó Emily.
—Piensas —dijo la tía Nancy, sonriente— que yo soy una arpía espantosa y que Caroline no es del todo humana. No lo es. Ella nunca lo ha sido, pero a mí tendrías que haberme visto hace setenta años. Era la más hermosa de las más hermosas de las Murray. Los hombres se volvían locos por mí. Cuando me casé con Nat Priest, sus tres hermanos le hubieran cortado el cuello. Uno se cortó el suyo. Ah, qué estragos hice en mis tiempos. Lo único que lamento es no poder vivirlo todo otra vez. Fue una vida maravillosa, mientras duró. Yo era la reina. Las mujeres me odiaban, por supuesto; todas, menos Caroline. Tú me idolatrabas, ¿verdad, Caroline? Caroline, cómo me gustaría que no tuvieras esa verruga en la nariz.
—A mí me gustaría que tú tuvieras una en la lengua —dijo Caroline, incisiva.
Emily comenzaba a sentirse cansada y apabullada. Era interesante, y la tía Nancy era buena, a pesar de sus excentricidades, pero en casa Ilse, Perry y Teddy estarían reuniéndose en el bosque de John el Altivo para la velada vespertina, y Saucy Sal estaría sentada en los escalones de la lechería, esperando a que el primo Jimmy le diera la nata. De pronto, Emily se dio cuenta de que añoraba la Luna Nueva como había añorado Maywood la primera noche que pasó en la Luna Nueva.
—La niña está cansada —dijo la tía Nancy—. Llévala a la cama, Caroline. Dale el cuarto rosa.
Emily siguió a Caroline a través de la sala de atrás, atravesando la cocina y el vestíbulo; luego subieron la escalera, cruzaron un gran salón y un saloncito lateral. ¿Dónde la llevaban? Por fin llegaron a una gran habitación. Caroline encendió la lámpara y le preguntó a Emily si tenía camisón.
—Claro que tengo. ¿Se imagina que la tía Elizabeth iba a dejarme venir sin camisón?
Emily estaba indignada.
—Nancy dice que puedes dormir hasta la hora que quieras —dijo Caroline—. Buenas noches. Nancy y yo dormimos en el ala vieja, por supuesto, y el resto de nosotros duerme bien en sus tumbas.
Con ese comentario críptico, Caroline salió rápidamente y cerró la puerta.
Emily se sentó en una otomana bordada y miró a su alrededor. Las cortinas de las ventanas eran de un brocado rosa desleído y las paredes estaban cubiertas de papel rosa, decorado con diamantes formados con cadenas de rosas. Era un precioso papel de hadas, como pudo descubrir Emily mirándolo con los ojos entornados. En el suelo había una alfombra verde, tan pródigamente cubierta de rosas que Emily casi tuvo miedo de caminar sobre ella. Decidió que la habitación era espléndida.
«Pero tengo que dormir aquí sola, así que debo decir con mucho cuidado mis oraciones», reflexionó.
Se desvistió a toda prisa, apagó la lámpara y se metió en la cama. Se tapó hasta la barbilla y se quedó boca arriba, mirando el techo blanco y alto. Se había acostumbrado tanto a la cama con baldaquín de la tía Elizabeth, que se sentía extrañamente desprotegida en aquella cama moderna y baja. Pero, al menos, la ventana estaba abierta; era evidente que la tía Nancy no compartía el horror de la tía Elizabeth al aire de la noche. A través de la ventana, Emily veía los campos estivales bajo la magia de una luna amarilla que se levantaba en el cielo. Sin embargo, la habitación era grande y fantasmagórica. Emily se sintió terriblemente lejos de todo el mundo; sola y nostálgica. Pensó en el Viejo Kelly y su ungüento de sapos. Tal vez, después de todo, sí hervía a los sapos vivos. Aquel horrible pensamiento la atormentaba. Era espantoso pensar en un sapo, o en cualquier otro animal, hervido vivo. Emily nunca había dormido sola. De pronto, sintió miedo. Qué ruido hacía la ventana. Hacía un ruido horrible, como si alguien (o algo) tratara de entrar. Pensó en el fantasma del que le había hablado Ilse: un fantasma al que se podía oír y sentir, pero no ver era algo especialmente tétrico. Pensó en los perros de piedra que hacían «auuuu» a la medianoche. En algún lugar, un perro se puso a aullar de verdad. Emily sintió un sudor frío en la frente. ¿Qué había querido decir Caroline con eso de que el resto de ellos dormía bien en sus tumbas? El suelo crujió. ¿Había alguien (o algo) caminando de puntillas al otro lado de la puerta? ¿No se había movido algo en aquel rincón? Escucho ruidos misteriosos en el largo corredor.
—No voy a tener miedo —dijo Emily—. No voy a pensar en esas cosas y mañana escribiré todo lo que siento ahora.
Pero entonces sí oyó algo, justo al otro lado de la pared, a la cabecera de su cama. No era su imaginación. Oyó con claridad un ruido extraño, un murmullo como de vestidos de seda que se rozaran entre sí, como alas que cortaban el aire, y otros ruidos suaves, bajos, ahogados, como grititos o gemidos de niños pequeños. Duraron un rato, y no cesaban. A veces se acallaban, pero volvían a comenzar.
Emily se arrebujó debajo de las mantas, muerta de miedo. Antes, su miedo era un miedo superficial, ella sabía que no había nada que temer, aun cuando tuviera miedo. Algo en ella la obligaba a soportarlo. Pero esto no era un error, no era su imaginación. Los murmullos, los aleteos, los gritos y los quejidos eran demasiado reales. De pronto, Wyther Grange se convirtió en un lugar espantoso, sobrenatural. Ilse tenía razón: la casa estaba embrujada. Y ella estaba completamente sola allí, con kilómetros de habitaciones y corredores entre ella y el ser humano más cercano. Era una crueldad de parte de la tía Nancy haberle dado un cuarto embrujado. La tía Nancy seguramente sabía que estaba embrujado, la cruel tía Nancy con su orgullo truculento por los hombres que se habían matado por ella. Ay, si pudiera estar en la Luna Nueva, con la tía Elizabeth al lado. La tía Elizabeth no era una compañera de cama ideal, pero era de carne y hueso. Y si las ventanas estaban herméticamente cerradas, al menos evitaban que, junto con el aire de la noche, entraran los fantasmas.
«Tal vez no será tan malo si vuelvo a decir mis oraciones», pensó Emily.
Pero ni siquiera eso la ayudó mucho.
Hasta el final de sus días Emily nunca pudo olvidar aquella primera noche espantosa en Wyther Grange. Estaba tan cansada que se adormecía durante unos momentos, pero a los pocos minutos se despertaba llena de pánico y escuchaba los murmullos y los gemidos sofocados detrás de su cama. Cada fantasma y cada gemido, cada espíritu atormentado y monja sangrante de los libros que había leído alguna vez le vinieron a la mente.
«La tía Elizabeth tenía razón, es malo leer novelas —pensó—. Ay, me voy a morir aquí, me voy a morir de miedo, lo sé. Sé que soy una cobarde, no puedo ser valiente».
Cuando llegó la mañana, la habitación brillaba con la luz del sol y ya no había ruidos misteriosos. Emily se levantó, se vistió y encontró el camino hasta el ala vieja. Estaba pálida y ojerosa, pero decidida.
—Bien, ¿qué tal has dormido? —le preguntó la tía, bondadosa.
Emily ignoró la pregunta.
—Quiero irme a casa hoy —dijo.
La tía Nancy se la quedó mirando.
—¿A tu casa? ¡Qué tontería! ¿Eres una niña tonta, de esas que sienten añoranza?
—No siento añoranza; al menos, no demasiada; pero tengo que irme a casa.
—No puedes, no hay nadie para llevarte. No pensarás que Caroline puede llevarte hasta Blair Water, ¿no?
—Entonces me voy andando.
La tía Nancy golpeó furiosamente en el suelo con el bastón.
—Te quedarás aquí hasta que yo lo decida, señorita. No tolero otros caprichos que los míos. Caroline lo sabe, ¿verdad, Caroline? Siéntate a desayunar y come, ¡come!
La tía Nancy miró con dureza a Emily.
—No me quiero quedar aquí —replicó Emily—. No voy a pasar otra noche en esa habitación embrujada. Fue una crueldad suya ponerme allí. Si… —Emily respondió a la mirada dura de la tía Nancy con otra mirada dura— si yo fuera Salomé, pediría su cabeza en una bandeja.
—¡Caramba! ¿Qué son esas tonterías de habitaciones embrujadas? No tenemos fantasmas en Wyther Grange. ¿No, Caroline? No nos parecen higiénicos.
—Hay algo espantoso en esa habitación; estuvo toda la noche murmurando, gimiendo y llorando al otro lado de la pared de la cabecera de mi cama. No me voy a quedar, no.
A pesar de los esfuerzos de Emily por contenerlas, las lágrimas la ahogaron. Estaba tan alterada que no pudo evitar llorar. Lo único que le faltaba era un ataque de histeria.
La tía Nancy miró a Caroline y Caroline miró a la tía Nancy.
—Tendríamos que habérselo dicho, Caroline. Es culpa nuestra. Lo olvidé por completo, hace tanto que nadie duerme en el cuarto tosa… Con razón se asustó. Emily, pobrecita querida, es una vergüenza. Me tendría bien merecido que me pusieran la cabeza en una bandeja. Tendríamos que habértelo dicho.
—¿Haberme dicho… qué?
—Hay golondrinas en la chimenea. Eso es lo que oíste. La gran chimenea central sube justo por la pared detrás de tu cama. No se usa nunca desde que pusimos chimeneas nuevas. Las golondrinas han anidado allí, son cientos. Y es cierto que hacen un ruido sobrecogedor, aletean todo el tiempo, y se pelean.
Emily se sintió tonta y avergonzada, excesivamente avergonzada, pues su experiencia había sido en realidad muy dura, y personas mayores que ella se habían asustado por la noche en el cuarto rosa de Wyther Grange. En algunas ocasiones, Nancy Priest había alojado en aquella habitación a ciertas personas con el expreso propósito de asustarlas. Pero, para hacerle justicia, realmente lo había olvidado en el caso de Emily y lo lamentaba.
Emily no habló más de irse a su casa. Aquel día Caroline y la tía Nancy fueron muy buenas con ella. Durante la tarde durmió una buena siesta y, cuando llegó la hora, fue directamente al cuarto rosa y durmió profundamente toda la noche. Los murmullos y los gritos se oyeron con igual claridad, pero las golondrinas y los espectros son cosas bien diferentes.
—Después de todo, creo que Wyther Grange me va a gustar —dijo Emily.