CAPÍTULO VEINTIDÓS

Granja Wyther

No hubo respuesta ni acuse de recibo por parte de la tía abuela Nancy Priest sobre el dibujo de Emily. La tía Elizabeth y la tía Laura, conociendo bastante bien el carácter de la tía abuela Nancy, no se sorprendieron, pero Emily estaba bastante preocupada. Tal vez a la tía abuela Nancy no le había gustado lo que ella había hecho, o tal vez seguía considerándola demasiado estúpida para preocuparse por ella.

A Emily no le gustaba que la consideraran estúpida. Le escribió una mordaz epístola a la tía abuela Nancy en una hoja en la cual no escatimó opinión sobre el conocimiento de la anciana señora de las reglas de etiqueta epistolar. Dobló la carta y la guardó en el estante del sofá; había cumplido su propósito de aliviar su ira y Emily había dejado de pensar en el asunto cuando, en julio, llegó una carta de la tía abuela Nancy.

Elizabeth y Laura hablaron del asunto en la cocina exterior, olvidándose o ignorando el hecho de que Emily estaba sentada en el escalón de la cocina, fuera. Emily estaba imaginándose entrando en la sala de visitas de la reina Victoria. Vestida de blanco, con un velo de plumas de avestruz y vestido con cola, acababa de inclinarse para besarle la mano a la reina, cuando la voz de la tía Elizabeth sacudió su ensueño como una piedra lanzada al agua que destruye la imagen de un hada.

—¿Qué opinas, Laura —decía la tía Elizabeth—, de dejar ir a Emily a visitar a la tía Nancy?

Emily agudizó el oído. ¿Qué era aquello?

—A juzgar por su carta, parece muy interesada en que la niña la visite —dijo Laura.

Elizabeth gruñó.

—Un capricho, un capricho. Ya sabes cómo son sus caprichos. Es probable que, cuando Emily llegue a su casa, ya se le haya pasado y no tenga ganas de recibirla.

—Sí, pero, por otro lado, si no la dejamos ir, se ofenderá mucho y no nos lo perdonará nunca, ni a nosotras ni a Emily. Hay que darle una oportunidad a Emily.

—No sé si vale la pena. Si es cierto que la tía Nancy tiene dinero, además de su renta anual, y eso es algo que ni tú ni yo ni ninguna alma viviente sabe, a menos que lo sepa Caroline, lo más probable es que se lo deje todo a uno de los Priests; Leslie Priest es su preferido, según tengo entendido. A la tía Nancy siempre le gustó más la familia de su marido que la suya propia, aunque siempre hable mal de ella. Pero podría encariñarse con Emily, las dos son tan raras que puede que se entiendan, aunque tú ya sabes cómo hablan ella y esa odiosa Caroline.

—Emily es demasiado pequeña para entender —dijo la tía Laura.

—Entiendo más de lo que creéis —exclamó Emily.

La tía Elizabeth abrió para atrás la puerta de la cocina.

—Emily Starr, ¿todavía no has aprendido que no tienes que escuchar las conversaciones de los demás?

—Yo no estaba escuchando. Pensaba que sabíais que estaba sentada aquí. No puedo evitar que mis oídos oigan. ¿Por qué no habláis en susurros? Cuando habláis en susurros sé que se trata de secretos y no trato de escuchar. ¿Voy a ir de visita a casa de la tía abuela Nancy?

—No lo hemos decidido —contestó la tía Elizabeth con frialdad; y eso fue todo lo que Emily supo por una semana. Ni ella misma sabía si quería ir o no. La tía Elizabeth había empezado a hacer queso (la Luna Nueva era famosa por sus quesos) y a Emily todo el procedimiento le parecía fascinante, desde el momento en que se ponía el cuajo en la leche fresca hasta que se colocaba el requesón en los aros y luego, debajo de la prensa, en el jardín viejo, con una inmensa piedra redonda y gris, «la piedra del queso» para aplastarlo como venían aplastando los quesos en la Luna Nueva desde hacía cien años. Además, Ilse, Teddy, Perry y ella estaban abocados en cuerpo y alma a «escenificar» Sueño de una noche de verano en el bosque de John el Altivo y era fantástico. Cuando entraban en el bosque de John el Altivo, salían del reino de la luz del día y las cosas conocidas y entraban en el de la media luz, el misterio y el encantamiento. Teddy había pintado una escenografía muy hermosa en unas tablas viejas y tenían pedazos de velas que Perry había conseguido en el puerto. Ilse había diseñado unas alas de hada preciosas con papel tisú e hilo dorado y Perry había hecho una cabeza de asno para Lanzadera con una vieja piel de cordero que era muy realista. Emily había trabajado muy contenta durante varias semanas copiando los diferentes papeles y adaptándolos a las circunstancias. Había «cortado» la obra de una manera que habría atormentado el alma de Shakespeare pero, después de todo, el resultado fue bastante bonito y coherente. No les preocupaba que cuatro pequeños actores tuvieran que adoptar seis personajes cada uno. Emily era Titania y Hermia y varias hadas más, y los varones eran cualquier cosa que el diálogo exigiera. La tía Elizabeth no sabía nada; habría puesto fin a todo el asunto enseguida, pues consideraba que la actuación era algo maligno, pero la tía Laura conocía el secreto y el primo Jimmy y John el Altivo ya habían asistido a un ensayo a la luz de la Luna.

Irse y dejar todo esto, aunque fuera por poco tiempo, sería doloroso pero, por otro lado, Emily tenía una ardiente curiosidad por ver a la tía abuela Nancy y Wyther Grange, su extraña y vieja casa de Priest Pond y los famosos perros de piedra en la entrada. En términos generales, decidió que tenía ganas de ir, y cuando vio a la tía Laura remendando sus enaguas almidonadas y a la tía Elizabeth en la buhardilla limpiando con gesto adusto un baúl pequeño, negro y tachonado, supo, antes de que se lo dijeran, que la visita a Priest Pond se realizaría, de modo que sacó la carta que le había escrito a la tía Nancy y agregó una postdata de disculpa.

Ilse decidió enfadarse porque Emily se iba. En realidad, Ilse estaba aterrada ante la perspectiva de un mes o más de soledad sin su inseparable compinche. Ya no tendría más divertidas veladas de actuación en el bosque de John el Altivo, ni más punzantes peleas. Además, Ilse nunca había ido de visita a ningún lado en toda su vida y esto le molestaba.

—Yo no iría por nada del mundo a Wyther Grange —dijo—. Está embrujada.

—No es cierto.

—¡Sí! Está embrujada por un fantasma que se puede sentir y oír, pero nunca ver. Tu tía abuela Nancy está completamente loca y la vieja que vive con ella es una bruja. Te hechizará. Vas a consumirte hasta morir.

—¡No! ¡No es cierto!

—¡Sí! Todas las noches hace aullar a los perros de piedra de la entrada si alguien se acerca a la casa. Hacen ¡Aúuuuu!

No en vano Ilse era una recitadora nata. Su «aúuuuu» fue en extremo aterrador. Pero era de día, y de día Emily era valiente como un león.

—Estás celosa —dijo, y se fue.

—Mentira, centípeda charlatana —le gritó Ilse—. ¡Te das aires porque tu tía tiene perros de piedra en la entrada de la casa! ¡Yo conozco a una mujer de Shrewsbury que tiene unos perros en la puerta diez veces más grandes que los de tu tía!

Pero a la mañana siguiente, Ilse fue a despedir a Emily y a rogarle que le escribiera todas las semanas. Emily iría a Priest Pond con el Viejo Kelly. Iba a llevarla la tía Elizabeth, pero no se sentía bien ese día y la tía Laura no podía dejarla sola. El primo Jimmy tenía que trabajar con el heno. Pareció que no podría ir, lo cual era un grave problema porque ya habían dicho a la tía Nancy que la esperara aquel día y a la tía Nancy no le gustaba que la decepcionaran. Si Emily no aparecía en Priest Pond el día fijado, la tía abuela Nancy era muy capaz de cerrarle la puerta en las narices cuando apareciera y de decirle que se volviera a su casa. Tal convicción indujo a la tía Elizabeth a acceder al ofrecimiento del Viejo Kelly de llevar a Emily a Priest Pond con él. Su casa quedaba al otro lado de la ciudad y él iba a su casa.

Emily estaba encantada. Le caía bien el Viejo Kelly y pensaba que un viaje en su preciosa carreta roja sería toda una aventura. Pusieron el pequeño baúl negro en el techo, lo ataron y se fueron entre tintineos y relumbres, con gran estilo, por el camino de la Luna Nueva. Las latas que llevaban en las entrañas del carro, a sus espaldas, ronroneaban como un incipiente terremoto.

—Arre, caballito, arre —dijo el Viejo Kelly—. Sí, a mí siempre me ha gustado llevar a niñas bonitas. ¿Y cuándo va a ser la boda?

—¿Qué boda?

—¡Qué disimulo el de la señorita! La tuya, por supuesto.

—No tengo intenciones de casarme… por ahora —respondió Emily, imitando el tono y los modales de la tía Elizabeth.

—Como no, de tal palo tal astilla. La señorita Elizabeth no podría haberlo dicho mejor. Arre, caballito, arre.

—Quise decir —aclaró Emily, temiendo haber ofendido al Viejo Kelly—, que soy demasiado joven para casarme.

—Cuanto más joven, mejor, menos daño harás con esos ojazos «te espero». Arre, caballito, arre. El pobre animalito está cansado. Lo dejaremos que vaya al paso que quiera. Aquí tienes una bolsa de caramelos para ti. El Viejo Kelly sabe cómo tratar a las damas. Vamos, cuéntame de él.

—¿De quién? —preguntó Emily, pero sabía bien lo que el otro quería decir.

—De tu novio, por supuesto.

—No tengo novio, señor Kelly. No me gusta que me hable de esas cosas.

—Me imagino, y no hablaré más si el tema te molesta. Pero no te preocupes por no tener novio, ya tendrás pretendientes a patadas dentro de poco. Y si el elegido no sabe lo que le conviene, ven a ver al Viejo Kelly que te daré un poco de ungüento de sapo.

¡Ungüento de sapo! Qué horrible sonaba. Emily se estremeció. Pero prefería hablar de ungüento de sapo antes que de novios.

—¿Y eso para qué sirve?

—Es un hechizo para el amor —dijo el Viejo Kelly, misterioso—. Le pones un poquito en los párpados y es tuyo para toda la vida. Nunca más pondrá los ojos en otra mujer.

—No parece muy agradable —dijo Emily—. ¿Cómo se hace?

—Se hierven cuatro sapos vivos hasta que están tiernecitos, después se los aplasta…

—¡Ay, basta, basta! —rogó Emily, llevándose las manos a los oídos—. No quiero oír más, ¡no puede ser tan cruel!

—¿Cruel? Hoy estuviste comiendo langostas que fueron hervidas vivas.

—No lo creo. No lo creo. Y si es cierto, nunca más en toda mi vida volveré a comer langostas. ¡Ay, señor Kelly, yo pensaba que usted era un hombre bueno! ¡Pobres sapos!

—Niña, era una broma. Y tampoco necesitaras ungüento de sapos para ganarte el corazón de tu enamorado. Pero espera un poco, tengo algo en esa caja, un regalo para ti.

El Viejo Kelly atrajo hacia sí una caja y se la puso en la falda a Emily. Ella encontró un precioso cepillito para el pelo.

—Mírale la parte de atrás —prosiguió el Viejo Kelly—. Vas a ver algo muy bonito, el hechizo de amor que vas a usar cuando seas mayor.

Emily lo volvió. Su propio rostro la miró desde el espejito inserto en la parte de atrás, rodeado de un borde de rosas pintadas.

—Ay, señor Kelly, qué belleza, las rosas, quiero decir, y el espejo —exclamó—. ¿De verdad es para mí? ¡Ay, gracias, muchas gracias! Ahora puedo tener a Emily la del espejo cuando quiera. Podré llevarlo siempre conmigo. ¿De verdad lo de los sapos era mentira?

—Por supuesto. Arre, caballito, arre. ¿Así que vamos a visitar a la anciana señora de Priest Pond? ¿Estuviste alguna vez en su casa?

—No.

—Está llena de Priest. No puedes tirar una piedra sin darle a alguno. Y, cuando se le pega a uno, se les pega a todos. Son tan orgullosos y altivos como los Murray. El único al que conozco es a Adam Priest; los otros no se tratan con nadie. Adam Priest es la oveja negra y es muy sociable. Pero si quieres saber cómo era el mundo el día después del Diluvio, ve a su granero un día de lluvia. Mira, pequeña —el Viejo Kelly bajó la voz misteriosamente—, nunca te cases con un Priest.

—¿Por qué no? —preguntó Emily, a quien nunca se le había ocurrido casarse con un Priest, si bien, de inmediato, sintió curiosidad por saber por qué no debía hacerlo.

—Es malo casarse con ellos, y es malo vivir con ellos. Las esposas mueren jóvenes. La anciana señora de Wyther Grange luchó contra su esposo y logró enterrarlo, pero ella tenía la suerte de los Murray. Yo no confiaría demasiado en esa suerte. El único Priest decente es uno al que llaman el Giboso y es demasiado viejo para ti.

—¿Por qué lo llaman el Giboso?

—Tiene un hombro un poco más alto que el otro. Posee algo de dinero y no necesita trabajar. Es muy aficionado a los libros, creo. ¿Tienes algún pedacito de hierro encima?

—No, ¿por qué?

—Tendrías que tenerlo. La vieja Caroline Priest, que vive en la casa, es bruja, nadie lo ignora.

—Eso me dijo Ilse. Pero, en realidad, las brujas no existen, señor Kelly.

—Puede que sea cierto, pero es mejor asegurarse. Toma, ponte este clavo de herradura en el bolsillo y no te cruces con ella, si puedes evitarlo. ¿No te molesta que fume, verdad?

A Emily no le molestaba en absoluto. La dejaba libre para seguir sus propios pensamientos, que eran más agradables que la charla de sapos y brujas del Viejo Kelly. El camino desde Blair Water hasta Priest Pond era precioso: serpenteaba a lo largo de la costa del golfo, cruzaba ríos y arroyitos bordeados de abetos blancos y se encontraba, de cuando en cuando, con algunos de los estanques por los cuales aquella parte de la costa del norte era conocida: Blair Water, Derry Pond, Long Pond, Three Ponds, donde tres lagos pequeños se sucedían como tres grandes zafiros sostenidos por un hilo de plata, y luego Priest Pond, el más grande de todos, casi tan redondo como Blair Water. A medida que avanzaban hacia él, Emily absorbía el paisaje con ojos ávidos; tenía que escribir una descripción de todo cuanto antes; había guardado el cuaderno de Jimmy en el bahúl para ese propósito.

El aire parecía colmado de polvo opalino, por encima del gran estanque y las emparradas casas de verano que lo rodeaban. Un cielo occidental de un rojo humeante se arqueaba por encima de la gran bahía Malvern Bay, más allá. Unas velas pequeñas y grises, se deslizaban junto a las costas festoneadas de abetos blancos. Un camino lateral apartado, lleno de jóvenes arces y abedules, llevaba a Wyther Grange. ¡Qué húmedo y fresco era el aire en las hondonadas! ¡Y el aroma de los helechos! Emily lo lamentó cuando llegaron a Wyther Grange. Subieron al pórtico donde los grandes perros de piedra estaban sentados, pétreos y adustos a la luz del atardecer.

La amplia puerta del vestíbulo estaba abierta y un manantial de luz se derramaba sobre el parque. Había una viejecita de pie en la puerta. El Viejo Kelly pareció recordar, de pronto, que tenía prisa. Bajó a Emily y su baúl al suelo, le dio la mano apresuradamente y susurró:

—No pierdas ese pedacito de hierro que te he dado. Adiós. Te deseo que mantengas la cabeza fría y el corazón caliente —y desapareció antes de que la viejecita llegara donde se encontraban.

—¡Conque ésta es Emily de la Luna Nueva! —Emily oyó una voz chillona y cascada. Sintió una mano flaca, como una garra, que tomaba las suyas y la guiaba hacia la puerta. Las brujas no existían, de eso Emily estaba segura, pero metió la mano en el bolsillo y tocó el clavo de herradura.