Romántico pero no cómodo
En la Luna Nueva sucedió algo porque Teddy Kent le dijo un cumplido a Ilse Burnley un día y a Emily Starr no le gustó nada. Imperios han caído por la misma razón.
Teddy patinaba en el hielo del estanque de Blair Water y llevaba a Ilse y a Emily alternativamente «a dar una vueltita». Ni Ilse ni Emily tenían patines. Nadie estaba lo bastante interesado en Ilse como para comprarle patines y, en cuanto a Emily, a la tía Elizabeth no le gustaba que las niñas patinaran. La tía Laura tenía la revolucionaria idea de que patinar sería un ejercicio sano para Emily y, además, impediría que gastara las suelas de las botas al deslizarse por el hielo. Pero ninguno de estos argumentos bastó para convencer a la tía Elizabeth, a pesar del legado de espíritu ahorrativo que le venía de los Burnley. Sin embargo, este espíritu la llevó a decretar que Emily no debía «deslizarse». A Emily le sentó muy mal. Andaba cabizbaja y le escribió a su padre: «Odio a la tía Elizabeth. Es tan injusta. Nunca juega limpio». Pero un día el doctor Burnley asomó la cabeza por la cocina de la Luna Nueva y dijo, con rudeza:
—¿Qué es eso que he oído de que no dejas «deslizarse» a Emily, Elizabeth?
—Destroza las suelas de las botas —replicó la Elizabeth.
—A la m… miércoles con las botas —dijo el doctor, recordando a tiempo que estaba en presencia de damas—. Deja que esa criatura se deslice todo lo que quiera. Tendría que estar al aire libre siempre. Tendría… —el doctor miró a Elizabeth con aire feroz—, tendría que dormir fuera.
Elizabeth tembló de miedo ante la idea de que el médico persistiera en aquel insólito procedimiento. Sabía que tenía ideas absurdas sobre el tratamiento apropiado para los tuberculosos y para aquellos que podían contraer la enfermedad. Se alegró de calmarlo permitiendo que Emily estuviera fuera durante el día e hiciera lo que le pareciera, con tal de que no dijera nada sobre que se quedara fuera también durante la noche.
—Se preocupa mucho más por Emily que por su propia hija —le dijo a Laura con disgusto.
—Ilse es una niña muy sana —opinó la tía Laura con una sonrisa—. Si fuera una niña delicada, Allan podría perdonarla por… por ser la hija de su madre.
—Chitón —espetó la tía Elizabeth. Pero había chistado demasiado tarde. Emily, que entraba en la cocina, había oído a la tía Laura y estuvo todo el día en la escuela intrigada por lo que había oído. ¿Por qué tenían que perdonar a Ilse por ser la hija de su madre? Todas las personas eran hijas de sus madres, ¿no? ¿En qué consistía el delito? Emily pensó tanto en este tema, que no pudo prestar atención a la clase y la señorita Brownell la bombardeó todo el tiempo con su sarcasmo.
Era la hora de volver a Blair Water, donde Teddy traía a Emily de un giro glorioso por el inmenso círculo de hielo. Ilse esperaba su turno en la orilla. La nube dorada de sus cabellos formaba una aureola alrededor del rostro y caía en una onda resplandeciente sobre la frente por debajo de la boina roja descolorida que llevaba puesta. El beso cortante del viento le había ruborizado las mejillas y los ojos le relucían como estanques de ámbar con fuego en el corazón. La percepción artística de Teddy vio su belleza y se regodeó en ella.
—Es hermosa Ilse, ¿verdad? —dijo.
Emily no era celosa. Nunca le había dolido oír elogiar a Ilse. Pero, por alguna razón, el comentario no le gustó. Teddy miraba a Ilse con demasiada admiración. Todo, creía Emily, por el resplandor que rodeaba la frente blanca de Ilse.
«Si yo tuviera flequillo tal vez Teddy me encontraría hermosa, también —pensó, con resentimiento—. Claro que los cabellos negros no son tan bonitos como los dorados. Pero mi frente es demasiado alta, lo dice todo el mundo. Y en el dibujo de Teddy estaba guapa porque me dibujó unos rizos que me tapaban la frente».
El tema fue cogiendo fuerza. Emily pensaba en él al regresar a casa caminando sobre el brillo de la tierra cubierta de nieve que recibía la luz del atardecer de invierno; no pudo ni cenar porque no tenía flequillo. Su deseo de llevar flequillo, tanto tiempo disimulado, pareció volver por sus fueros. Sabía que no tenía sentido decírselo a la tía Elizabeth. Pero, cuando aquella noche se preparaba para acostarse, se subió a una silla para poder ver a la pequeña Emily, del espejo, levantó la cola rizada de su larga trenza y se la puso sobre la frente. El efecto, al menos a ojos de Emily, era muy atractivo. De pronto pensó: ¿y si se cortaba ella misma el flequillo? No tardaría más de un minuto. Y, una vez hecho, ¿qué podría hacer la tía Elizabeth? Se enfadaría mucho y sin duda la castigaría de alguna manera. Pero el flequillo estaría allí, al menos hasta que volviera a crecer.
Con los labios apretados, Emily fue a buscar las tijeras. Se deshizo la trenza y se peinó los rizos sobre la frente. Y las tijeras entraron en acción. Unos rizos relucientes cayeron a sus pies. En un minuto, Emily tuvo el deseado flequillo. Le caía justo sobre la frente, con una suave curva, cambiándole por completo el carácter a la cara. La hacía traviesa, provocativa, interesante. Por una fracción de segundo, Emily miró su imagen con aire de triunfo.
Pero, entonces, el terror más espantoso se apoderó de ella. Ay, ¿qué había hecho? ¡Cómo se enfadaría la tía Elizabeth! La conciencia despertó, de pronto, y agregó su cuota de tormento. Se había portado muy mal. Estaba muy mal cortarse el flequillo, sabiendo que la tía Elizabeth se lo había prohibido. La tía Elizabeth le había dado un hogar en la Luna Nueva; aquel mismo día, en la escuela, ¿no se había vuelto a burlar Rhoda Stuart diciendo que «vivía de caridad»? Y ella le pagaba con la desobediencia y la ingratitud. Una Starr no tendría que haber hecho eso. En medio del pánico de miedo y los remordimientos, Emily cogió las tijeras y cortó el flequillo del todo, lo cortó en el nacimiento del pelo. ¡Peor y peor! Emily contempló el resultado desolada. Cualquiera podía darse cuenta de que se había querido dejar el flequillo, de modo que aún debía enfrentarse a la ira de la tía Elizabeth. Y había quedado hecha un mamarracho. Emily estalló en llanto, recogió los rizos caídos, los metió en la canasta de la basura, apagó la vela y se metió en la cama, justo en el momento en que la tía Elizabeth entraba.
Emily hundió la cara en la almohada y fingió estar dormida. Tenía miedo de que la tía Elizabeth le preguntara algo e insistiera en que la mirara a la cara al responderle. Ésa era una tradición Murray: mirar a la gente a la cara cuando le hablaban. Pero la tía Elizabeth se desvistió en silencio y se acostó. La habitación estaba a oscuras, una oscuridad espesa. Emily suspiró y se dio la vuelta. Había una bolsa caliente en la cama, lo sabía, y ella tenía los pies fríos. Pero no se creía merecedora de tal privilegio. Era una niña muy mala, muy desagradecida.
—¡Deja de moverte! —soltó la tía Elizabeth.
Emily no se movió más, al menos físicamente. Pero mentalmente siguió agitada. No podía dormir. Los pies o la conciencia (o ambos) la mantenían en vela. Y el miedo también. Temía la llegada de la mañana. La tía Elizabeth vería lo que había sucedido. Si ya hubiera pasado, si la sorpresa hubiera pasado… Emily se olvidó de quedarse quieta y se movió.
—¿Por qué estás tan inquieta esta noche? —preguntó la tía Elizabeth, muy irritada—. ¿Te estás enfriando?
—No, señora.
—Entonces duérmete. No soporto que te retuerzas así. Es como tener una anguila en la cama. ¡Ayy!
La tía Elizabeth, al moverse ella misma, había apoyado los pies en los pies congelados de Emily.
—Dios santo, niña, tienes los pies helados. Toma, ponlos sobre la bolsa.
La tía Elizabeth empujó la bolsa hacia los pies de Emily. ¡Qué agradable, qué reconfortante era!
Emily acomodó los dedos contra la bolsa, como un gato. Pero, de pronto, se dio cuenta de que no podía esperar hasta mañana.
—Tía Elizabeth, tengo que confesarte una cosa.
La tía Elizabeth estaba cansada y con sueño y no tenía ganas de confesiones en aquel preciso momento. Con no mucha gentileza, dijo:
—¿Qué has hecho?
—Me… me he cortado un flequillo, tía Elizabeth.
—¿Un flequillo?
La tía Elizabeth se sentó en la cama.
—Pero me lo he vuelto a cortar —exclamó Emily, de prisa—. Del todo, en el nacimiento del pelo.
La tía Elizabeth se bajó de la cama, encendió una vela y miró a Emily.
—Bueno, caramba has quedado preciosa —dijo, severa—. Nunca había visto a una niña tan fea como la que estoy viendo en este momento. Además has actuado a escondidas.
En esta ocasión, Emily se sintió obligada a estar de acuerdo con la tía Elizabeth.
—Lo siento —dijo, levantando los ojos plañideros.
—Durante una semana cenarás en la despensa —ordenó la tía Elizabeth—. Y la semana próxima, cuando vaya a casa del tío Oliver, no vendrás conmigo. Había prometido llevarte. Pero no voy a ir por ahí con alguien con tu aspecto.
Aquello era duro. Emily había estado esperando la visita a casa del tío Oliver. Pero, en términos generales, se sintió aliviada. Lo peor había pasado y se le estaban calentando los pies. Sin embargo, quedaba otra cosa. Ya que estaba, bien podía quitarse todo lo que le pesaba en el corazón.
—Creo que debo decirte otra cosa.
La tía Elizabeth volvió a meterse en la cama con un gruñido. Emily lo tomó como un permiso para continuar.
—Tía Elizabeth, ¿recuerdas aquel libro que encontré en la biblioteca del doctor Burnley, que traje a casa y te pregunté si podía leer? Se llamaba La historia de Henry Esmond. Lo miraste y me dijiste que no tenías la menor objeción de que leyera libros de historia. Entonces lo leí. Pero no era de historia, tía Elizabeth, era una novela. Y yo lo sabía cuando lo traje a casa.
—Sabes bien que te he prohibido leer novelas, Emily Starr. Son libros dañinos que han arruinado muchas almas.
—Era muy aburrido —alegó Emily, como si lo aburrido y lo malvado fueran absolutamente incompatibles—. Y me hizo sentir mal. Todos estaban enamorados de quien no debían. Yo ya he tomado una decisión, tía Elizabeth: nunca me enamoraré. Es demasiado complicado.
—No hables de cosas que no puedes entender y que no son apropiadas para que los niños piensen en ellas. Ése es el resultado de leer novelas. Le diré al doctor Burnley que cierre su biblioteca con llave.
—Ay, no hagas eso, tía Elizabeth —exclamó Emily—. No hay más novelas. Pero estoy leyendo un libro muy interesante en su casa. Habla de todo lo que uno tiene por dentro. Llegué hasta el hígado y sus enfermedades. Los dibujos son muy interesantes. Por favor, déjame terminarlo.
Aquello era peor que las novelas. La tía Elizabeth se quedó verdaderamente horrorizada. No estaba bien leer sobre las cosas que se tienen dentro.
—¿No tienes vergüenza, Emily Starr? Si tú no tienes, yo tengo vergüenza por las dos. Las niñas pequeñas no leen ese tipo de libros.
—Pero, tía Elizabeth, ¿por qué no? Yo tengo hígado, ¿no?, y corazón, y pulmones, y estómago y…
—Es suficiente, Emily. Ni una palabra más.
Emily se durmió apenada. Ojalá no hubiera dicho nada de Esmond. Sabía que no tendría oportunidad de terminar ese otro libro fascinante. Y así fue. La biblioteca del doctor Burnley fue cerrada con llave y el doctor les ordenó a ella y a Ilse, con aspereza, que no entraran en su despacho. Se puso de muy mal humor con el incidente, porque tuvo un intercambio de palabras con Elizabeth Murray al respecto.
Emily no pudo olvidar su flequillo. Se burlaban de ella en la escuela y la tía Elizabeth se lo miraba cada vez que observaba a Emily, y el desprecio que le aparecía en los ojos quemaba a Emily como una llama. Sin embargo, a medida que el cabello maltratado comenzó a crecer y a rizarse, Emily halló consuelo. El flequillo quedaba tácitamente permitido y ella estaba segura de que la hacía mucho más guapa. Desde luego sabía que, apenas creciera un poco más, la tía Elizabeth se lo haría cepillar hacia atrás. Pero, por el momento, se consoló con su nueva belleza.
El flequillo tenía la medida justa cuando llegó la carta de la tía abuela Nancy.
Estaba dirigida a la tía Laura (la tía abuela Nancy y la tía Elizabeth no se tenían mucho cariño) y en ella la tía abuela Nancy decía: «Si tenéis una fotografía de esa niña Emily, enviádmela. No quiero verla a ella, sé que es una niña estúpida. Pero quiero saber cuál es el aspecto de la hija de Juliet y de aquel hombre fascinante, Douglas Starr. Qué fascinante era aquel hombre. Qué tontos fuisteis todos vosotros por armar tanto escándalo cuando Juliet se fue con él. Si Elizabeth y tú os hubierais ido con alguien cuando teníais edad de hacerlo, habría sido mejor para las dos».
A Emily no le mostraron esta carta. La tía Elizabeth y la tía Laura tuvieron una larga conversación secreta y luego le dijeron a Emily que iban a llevarla a Shrewsbury a que le hicieran una fotografía para la tía Nancy. Emily se entusiasmó. La vistieron con el vestido de cachemira azul y la tía Laura le puso un cuello de encaje de punto y, sobre éste, el collar de cuentas venecianas. Y, para la ocasión, le compraron un par nuevo de botas abotonadas.
«Me alegro tanto de que esto haya sucedido cuando todavía tengo el flequillo», pensó Emily, contenta.
Pero, en el estudio del fotógrafo, la inflexible tía Elizabeth procedió a cepillarle el flequillo hacia atrás y a sujetárselo con horquillas.
—Ay, por favor, tía Elizabeth —rogó Emily— déjamelo sobre la frente. Sólo para la fotografía. Después me lo peinaré hacia atrás.
La tía Elizabeth fue inexorable. Primero le cepilló el flequillo hacia atrás y luego le hicieron la fotografía. Cuando la tía Elizabeth vio el resultado final quedó satisfecha.
—Está enfurruñada, pero limpia, y tiene un parecido con los Murray que nunca le había visto antes —le dijo a la tía Laura—. Eso le gustará a la tía Nancy. Bajo todas sus extravagancias se advierte un aire muy familiar.
Emily habría querido arrojar al fuego todas y cada una de las fotografías. Las detestaba. La hacían feísima. Su cara parecía toda una frente. Si le mandaban eso a la tía Nancy, iba a pensar que era más estúpida todavía. Cuando la tía Elizabeth colocó la fotografía en un cartón y le dijo a Emily que la llevara al correo, Emily ya sabía lo que iba a hacer. Fue directamente a la buhardilla y sacó de la caja la acuarela que Teddy le había hecho. Era del mismo tamaño que la fotografía. Emily la sacó del envoltorio y la pisoteó.
—Ésa no soy yo —dijo—. Salí enfurruñada porque estaba enfurruñada por lo del flequillo. Pero nunca lo estoy, así que no es justo.
Puso el dibujo de Teddy en el cartón y se sentó a escribir una carta.
Querida tía abuela Nancy:
La tía Elizabeth me ha hecho sacar una fotografía para envíasela pero he quedado horrible y en su lugar he puesto un dibujo. Me lo hizo un amigo artista. Es idéntico a mí cuando sonrío y llevo flequillo. Se lo presto, no se lo regalo, porque lo baloro mucho.
Su obediente sobrina nieta
Emily Byrd Starr.
P. D.: No soy tan estúpida como usted piensa.
E. B. S.
P. D. 2: No soy estúpida en absoluto.
Emily puso la carta con el dibujo (estafando así, sin saberlo, al correo) y salió de la casa para despacharla. Una vez que el sobre estuvo a salvo en la oficina de correos, Emily exhaló un suspiro de alivio. El camino de regreso a casa le pareció precioso. Era un día suave a principios de abril y la primavera espiaba desde todos los rincones. La Señora Viento reía y silbaba por los dulces campos, los cuervos mantenían conferencias en las copas de los árboles, los rayos de sol se reflejaban sobre el musgo, el mar relucía como un zafiro más allá de las dunas doradas, los arces del bosque de John el Altivo hablaban de capullos rojos… Todo lo que Emily alguna vez había leído sobre sueños, mitos y leyendas parecía formar parte del encanto de aquel bosque. Se sintió plena de la fascinación de vivir hasta la yema de los dedos.
—¡Ah, siento olor a primavera! —exclamó, mientras bailoteaba por el sendero del arroyo.
Entonces se puso a componer un poema sobre la primavera. Cualquiera que haya vivido en el mundo y haya sido capaz de componer dos versos seguidos ha escrito un poema sobre la primavera. Es el tema más rimado del mundo, y lo será siempre, porque es la poesía encarnada. No se puede ser poeta de verdad si no se ha hecho al menos un poema sobre la primavera.
Emily dudaba entre elegir elfos que bailaran junto al arroyo a la luz de la luna o duendes que durmieran en un lecho de helechos para su poema cuando, en un recodo del sendero, se vio frente a algo que no era elfo ni duende, pero que parecía lo suficientemente extraño y mágico para pertenecer a algunas de las tribus de la Gente Pequeña. ¿Era una bruja? ¿O un hada vieja de malas intenciones, el hada mala de todos los cuentos?
—Soy la tía Tom, la tía del muchacho —dijo la aparición, al ver que Emily estaba demasiado asombrada para hacer otra cosa que quedarse parada, mirándola.
—¡Ah! —dijo Emily, aliviada. Ya no tuvo miedo. Pero qué señora tan rara era la tía de Perry: vieja, tan vieja que parecía imposible que hubiera sido joven alguna vez, llevaba una caperuza de color rojo brillante sobre unos rizos grises, rebeldes, de bruja; tenía un rostro pequeño y surcado por mil arrugas entrecruzadas; nariz larga y abultada en la punta; y los ojos pequeños, grises, ávidos, debajo de las cejas hirsutas; lucía un harapiento abrigo de hombre que la cubría del cuello a los pies; y sostenía una canasta en una mano y un palo negro y nudoso en la otra.
—En mi época era de mala educación quedarse mirando a la gente —dijo la tía Tom.
—¡Ah! —volvió a decir Emily—. Perdóneme. ¡Encantada! —añadió, logrando vagamente corregir sus malos modales.
—Amable… y no demasiado orgullosa —precisó la tía Tom, escudriñándola con curiosidad—. Vengo de la casa grande de llevar un par de medias para el muchacho, pero eras tú quien me interesaba.
—¿Yo? —preguntó Emily, curiosa.
—Sí. El muchacho ha hablado mucho de ti y se me ha ocurrido un plan. No me parece que sea mala idea. Pero quiero estar segura, antes de gastar el poco dinero que tengo. Tu nombre es Emily Byrd Starr y Murray es tu naturaleza. Si le doy una educación al muchacho, ¿te casarás con él cuando seáis mayores?
—¡Yo! —repitió Emily. Parecía que no podía decir otra cosa. ¿Estaba soñando? Sí, seguramente.
—Sí, tú. Eres medio Murray, y eso sería muy conveniente para el muchacho. Es inteligente; algún día será rico y gobernará este país. Pero no voy a gastar ni un centavo en él si no haces tu promesa.
—La tía Elizabeth no me lo permitiría —exclamó Emily, demasiado asustada de la vieja como para negarse por sí misma.
—Si tienes algo de los Murray en ti, harás tu propia elección —dijo la tía Tom, acercando tanto la cara a la de Emily que sus espesas cejas le hicieron cosquillas en la nariz—. Di que te casarás con él y lo mando a la universidad.
Emily pareció perder el don del habla. No se le ocurría nada para decir, ¡ay, si pudiera despertar! Ni siquiera podía salir corriendo.
—¡Dilo! —insistió la tía Tom, pegando con fuerza sobre una piedra del sendero con el bastón.
Emily estaba tan aterrorizada, que habría dicho cualquier cosa, cualquiera, para escapar. Pero en ese momento, saltando desde el bosquecillo de abetos, apareció Perry, blanco de rabia, y cogió a su tía Tom por el hombro con mucha desconsideración.
—¡Vete a casa! —dijo, furioso.
—Bueno, cariño —balbuceó la tía Tom, en tono de disculpa—. Sólo trataba de hacer algo por ti. Le estaba pidiendo que se casara contigo dentro de un tiempo y…
—¡Cuándo quiera, yo me declararé! —Perry estaba más enfadado que nunca—. Lo has estropeado todo. Vete a casa. ¡Vete a casa, te digo!
La tía Tom se marchó, arrastrando los pies y murmurando:
—Entonces no pienso derrochar mi dinero. Si no hay una Murray, no hay dinero, muchacho.
Cuando desapareció por el sendero del arroyo, Perry se volvió a Emily. Del blanco había cambiado por completo al rojo.
—No le hagas caso, está loca —dijo—. Claro que cuando crezca voy a pedirte que te cases conmigo pero…
—No podría, la tía Elizabeth…
—Ah, pero entonces aceptará. Algún día seré Primer Ministro de Canadá.
—Pero yo no querré, estoy segura de que no voy a querer.
—Querrás cuando seas mayor. Ilse es más guapa, por supuesto, y no sé por qué me gustas más tú, pero es así.
—¡No vuelvas a hablarme así! —ordenó Emily, comenzando a recuperar la dignidad.
—No, claro que no. No hasta que seamos mayores. A mí me da tanta vergüenza como a ti —dijo Perry con una sonrisita tímida—. Tenía que explicar algo después de que la tía Tom se entrometiera así. Pero, yo no tengo la culpa, así que no te enfades conmigo. Y recuerda que algún día te lo pediré. Y creo que Teddy Kent también.
Emily se alejaba con altivez pero, ante eso, se volvió y dijo por encima del hombro, fríamente.
—Si me lo pide, me casaré con él.
—Si lo haces, le partiré la cabeza —gritó Perry, furioso otra vez.
Pero Emily siguió caminando hacia su casa y subió a la buhardilla a pensar.
«Fue romántico pero no cómodo», fue su conclusión. Y no terminó nunca su poema sobre la primavera.