Amigos otra vez
El lunes por la mañana, Emily escuchó con miedo, pero «ni el ruido del hacha o del martillo poderoso sonaron» en el bosque de John el Altivo. Aquella tarde, de regreso a casa después de la escuela, el mismo John el Altivo la alcanzó en su carro y, por primera vez desde la noche de la manzana, se detuvo y le dirigió la palabra.
—¿Me permite que la lleve, señorita Emily de la Luna Nueva? —dijo, afable.
Emily subió, sintiéndose algo tonta. Pero John el Altivo parecía muy amistoso, mientras le hablaba a su caballo.
—Así que le robaste por completo el corazón al padre Cassidy —dijo—. «La niña más encantadora que he visto en mi vida», me dijo. Bien podrías dejar tranquilos a los pobres curas.
Emily miró a John el Altivo por el rabillo del ojo. No parecía enfadado.
—Y a mí me pusiste en un buen aprieto —continuó—. Soy tan orgulloso como cualquier Murray de la Luna Nueva y tu tía Elizabeth me dijo muchas cosas que se me metieron en la sangre. Tengo varias deudas viejas que saldar con ella. De manera que decidí saldarlas talando el bosque. Pero tuviste que ir tú y hablar con mi cura y ahora seguro que no me atreveré a cortar una ramita para encender la estufa en invierno sin pedirle permiso al Papa.
—Ay, señor Sullivan, ¿no va a cortar el bosque?
—Todo depende de usted, señorita Emily de la Luna Nueva. No le exija a John el Altivo que sea demasiado humilde. No me pusieron ese apodo por mi docilidad.
—¿Qué quiere que haga?
—Bien, primero es que olvidemos por completo el asunto de la manzana. Y que, para demostrármelo, de vez en cuando vengas a charlar conmigo, como el verano pasado. Caramba, que os echo de menos, a ti y a esa chiflada de Ilse, que tampoco ha vuelto porque está convencida de que te traté mal.
—Claro que iré —dijo Emily, dubitativa—, si la tía Elizabeth me lo permite.
—Dile que si no te lo permite cortaré hasta la última rama del bosque. Eso la convencerá. Y hay una cosa más. Tienes que pedirme formalmente y con mucha amabilidad que te haga el favor de no cortar el bosque. Si lo haces bien no tocaré ni un árbol. Pero si no, los echaré todos abajo, diga lo que diga el cura —concluyó John el Altivo.
Emily convocó en su ayuda todos sus encantos. Juntó las manos, miró a través de las pestañas a John el Altivo y sonrió tan lenta y seductoramente como sabía, y Emily tenía una considerable sabiduría instintiva al respecto.
—Por favor, señor John el Altivo —dijo—, ¿querría dejarme ese querido bosque que quiero tanto?
John el Altivo se quitó el sombrero de fieltro viejo y arrugado.
—Por supuesto. Un irlandés que se precie de tal siempre hace lo que le pide una dama. Claro que eso es lo que nos arruina la vida. Estamos a merced de las faldas. Si hubieras venido antes a decírmelo, no habrías tenido que ir caminando hasta White Cross. Pero cuidado, que tienes que cumplir con tu parte del trato. Las rojas están maduras y a las cara sucia no les falta mucho, y todas las ratas se han ido al cielo.
Emily entró en la cocina de la Luna Nueva volando como un remolino.
—Tía Elizabeth, John el Altivo no va a cortar el bosque, me ha dicho que no lo va a cortar, pero tengo que ir a verlo de vez en cuando, si tú no te opones.
—Supongo que a ti te daría lo mismo que me opusiera o no —dijo la tía Elizabeth, pero su voz no sonaba tan cortante como de costumbre. No iba a admitir cuánto la aliviaba la noticia de Emily, aunque su actitud se suavizó de manera considerable—. Hay una carta para ti. Quiero saber lo que dice.
Emily cogió la carta. Era la primera vez que recibía una carta de verdad por correo y se estremeció de entusiasmo. Estaba dirigida, en gruesas letras negras, a la «Señorita Emily Starr, la Luna Nueva, Blair Water». Pero…
—¡La has abierto! —exclamó, indignada.
—Claro que sí. Usted no va a recibir ninguna carta que yo no vea, señorita. Lo que quiero saber es por qué te escribe el padre Cassidy, y por qué te escribe esas tonterías.
—El sábado fui a verlo —confesó Emily, dándose cuenta de que no podía guardar el secreto—. Y le pedí que intercediera para que John el Altivo no talara el bosque.
—¡Emily… Byrd… Starr!
—Yo le dije que era protestante —exclamó Emily—. Él lo sabe. Y es como cualquier otra persona. A mí me gusta más que el señor Dare.
La tía Elizabeth no dijo mucho más. No parecía que hubiera mucho que decir. Además, no iban a talar el bosque. Al mensajero de buenas noticias se le suele perdonar casi todo. Se conformó con mirar severamente a Emily, que estaba demasiado contenta y entusiasmada para molestarse por mirada más o mirada menos. Se llevó la carta a la ventana de la buhardilla y se deleitó con la estampilla y el sello, antes de sacar el contenido.
Querida Perla de las Emilys —escribía el padre Cassidy—. He visto a nuestro altivo amigo y estoy seguro de que tu morada verde en el país de las hadas quedará a salvo para tus sueños iluminados a la luz de la luna. Yo sé que tú danzas bajo la luz lunar, cuando los mortales roncan. Creo que tendrás que cumplir la formalidad de pedirle al señor Sullivan que perdone a esos árboles, pero descubrirás a una persona muy razonable. Todo está en saber cómo y cuándo. ¿Cómo van la epopeya y el idioma? Espero que no tengas problemas en liberar a la Hija del mar de sus votos. Sigue siendo amiga de todos los elfos buenos y de
tu amigo que te admira
James Cassidy.
P. D. Chico te manda sus respetos. ¿Cómo se dice «gato» en tu idioma? Aunque será difícil encontrar algo más gatuno que gato, ¿no?
John el Altivo contó por todas partes la historia de la petición de Emily al padre Cassidy, disfrutándolo como una buena broma a sus expensas. Rhoda Stuart dijo que ella siempre había sabido que Emily Starr era muy atrevida y la señorita Brownell dijo que nada de lo que hiciera Emily Starr podía sorprenderla; el doctor Burnley la llamó «diablillo» con más admiración que nunca, Perry afirmó que tenía valor y Teddy recibió su parte del pastel por haberlo sugerido, y la tía Elizabeth lo soportó y la tía Laura pensó que podría haber sido peor. Pero el primo Jimmy la hizo sentir muy feliz.
—El jardín se habría estropeado y a mí se me habría partido el corazón, Emily —le dijo—. Estuviste maravillosa.
Un mes después, un día que la tía Elizabeth había llevado a Emily a Shrewsbury a comprarle un abrigo de invierno, se encontraron con el padre Cassidy en una tienda. La tía Elizabeth le hizo una inclinación de cabeza con gran señorío, pero Emily tendió su manita delgada.
—¿Qué pasó con la dispensa de Roma? —susurró el padre Cassidy.
Una Emily se horrorizó de miedo ante la idea de que la tía Elizabeth escuchara y pensara que ella estaba en tratos ocultos con el Papa, lo cual estaba vedado para cualquier presbiteriano medio Murray de la Luna Nueva. La otra Emily se estremeció de placer con el encanto dramático de tener un entendimiento secreto de misterio e intriga. Asintió con seriedad y sus ojos hablaron con elocuencia.
—La obtuve sin problemas —susurró, a su vez.
—Bien —dijo el padre Cassidy—. Te deseo buena suerte, y te la deseo de todo corazón. Adiós.
—A Dios os encomiendo —respondió Emily, considerando este saludo más apropiado con los oscuros secretos que «adiós». Todo el camino de regreso a casa saboreó aquella entrevista robada a medias, sintiéndose como si ella misma estuviera viviendo una epopeya. No volvió a ver al padre Cassidy en años, pues al poco tiempo lo cambiaron a otra parroquia, pero siempre pensó en él como en una persona muy agradable y muy comprensiva.