Jaque a la señorita Brownell
Emily e Ilse estaban sentadas en un banco lateral, en la escuela de Blair Water, escribiendo poesía sobre sus pizarras, es decir, Emily escribía poesía e Ilse la leía a medida que la otra la escribía y de vez en cuando sugería una rima cuando Emily se atascaba. A decir verdad, hay que admitir que no tenían por qué estar haciendo aquello. Tenían que estar «haciendo sumas», que es lo que la señorita Brownell suponía que hacían. Pero Emily nunca hacía sumas cuando en su cabecita morena se metía la idea de escribir poesía, e Ilse odiaba la aritmética por una cuestión de principios. La señorita Brownell estaba dando clase de geografía al otro lado del aula, la agradable luz del sol las bañaba a través del ventanal y todo parecía propicio para volar con las musas. Emily estaba escribiendo un poema sobre el panorama que se veía desde la ventana de la escuela.
Hacía mucho tiempo que no se les permitía sentarse en el banco lateral. Éste era un privilegio reservado a aquellos alumnos que se habían ganado el favor de los ojos fríos de la señorita Brownell. Pero esa tarde Ilse lo había pedido para ella y Emily, y la señorita Brownell las había dejado, por no ocurrírsele ninguna razón válida para permitírselo a Ilse y negárselo a Emily, que era lo que le habría gustado, pues tenía una de esas naturalezas mezquinas que no olvidan ni perdonan una ofensa. El primer día de escuela Emily había sido culpable, o al menos así lo veía la señorita Brownell, de impertinencia y desacato, y encima había tenido éxito. Eso seguía atormentando a la señorita Brownell y Emily sentía el veneno enquistado en varios gestos sutiles. Nunca la elogiaba, era continuamente blanco del sarcasmo de la señorita Brownell y los pequeños favores que recibían otras niñas nunca le tocaban a ella. De modo que esta oportunidad de sentarse en el banco lateral era una agradable novedad.
Había ventajas en sentarse en el banco lateral. Se veía toda la escuela sin tener que volver la cabeza, y la señorita Brownell no podía acercarse sigilosamente por detrás para ver lo que estaban haciendo, pero, a ojos de Emily lo mejor era que podía mirar «el bosque de la escuela» y contemplar los viejos abetos rojos donde jugueteaba la Señora Viento, los largos flecos de musgo gris verdoso que colgaban de las ramas, como banderas de la Tierra de los Duendes, las ardillitas rojas que corrían por el cerco, y las maravillosas sendas de nieve blanca donde caían manchas de luz solar como charcos de vino dorado. Y había un claro entre los árboles por donde podía verse, más allá del valle de Blair Water, las dunas y el golfo. Aquel día las dunas estaban suavemente redondeadas y relucían en su blancura bajo la nieve, pero, más allá, el golfo era de un azul oscuro y profundo y grandes masas blancas de hielo resplandecientes, como pequeños iceberg flotando. Mirar le provocaba a Emily un placer inexpresable, pero que debía intentar expresar. Comenzó su poema. Se olvidó por completo de los quebrados: ¿qué tenían que ver los numeradores y los denominadores con aquella nieve blanca, el azul celestial, las copas oscuras de los abetos contra un cielo perlado y las etéreas sendas boscosas de perlas y oro? Emily se perdió en su propio mundo hasta tal punto que no se enteró de que los alumnos de geografía se habían ido cada uno a su asiento y que la señorita Brownell, al ver la absorta mirada de Emily clavada en el cielo mientras buscaba una rima, se acercaba suavemente a ella. Ilse estaba dibujando en la pizarra y no la vio, de lo contrario le habría avisado. Emily sintió de pronto que le quitaban la pizarra de las manos y oyó a la señorita Brownell que decía:
—Supongo que terminaste las sumas, Emily.
Emily no había terminado ni una sola suma, sino que había cubierto su pizarra de versos, versos que la señorita Brownell no debía ver, ¡no debía ver! Emily se puso de pie de un salto y se aferró, desesperada, a su pizarra. Pero, con una mirada de maliciosa satisfacción en los labios delgados, la señorita Brownell la levantó fuera del alcance de la niña.
—¿Qué es esto? No parece ser… precisamente… quebrados. Versos sobre la bista (vista con b) desde la ventana de la escuela de Blair Water. Caramba, niños, al parecer tenemos una floreciente poetisa entre nosotros.
Las palabras eran inofensivas pero ¡ay, esa odiosa sonrisa despectiva que tono, que desprecio, que burla escondían! A Emily le cruzaron el alma como un latigazo. Para ella, no había nada más terrible que la idea de que sus queridos «poemas» fueran leídos por ojos intrusos, fríos, despiadados, desdeñosos… y extraños.
—Por favor, por favor, señorita Brownell —tartamudeó, sintiéndose muy desgraciada—, por favor no los lea, los borraré, haré las sumas en seguida. Pero por favor no los lea. No… no es nada.
La señorita Brownell rió con crueldad.
—Eres demasiado modesta, Emily. Es una pizarra llena de poesía. Fijaos, niños, poesía. Tenemos una alumna en esta escuela que escribe poesía. Y no quiere que nosotros leamos esta poesía. Me temo que Emily es muy egoísta. Estoy segura de que todos vamos a disfrutar de esta poesía.
Emily se encogía cada vez que la señorita Brownell decía poesía con ese énfasis de desprecio y una odiosa pausa antes de pronunciar la palabra. Muchos de los niños rieron, en parte porque disfrutaban viendo a una «Murray de la Luna Nueva» en una situación difícil y, en parte, porque se daban cuenta de que la señorita Brownell quería que se rieran. Rhoda Stuart se reía más alto que nadie, pero Jennie Strang, que había atormentado a Emily el primer día de clase, se negó a reír y en cambio miraba a la señorita Brownell con el entrecejo fruncido.
La señorita Brownell sostuvo en alto la pizarra y leyó para todos el poema de Emily, con un sonsonete nasal, con entonaciones y gestos absurdos que lo hacían sonar muy ridículo. Los versos que a Emily le habían parecido hermosísimos sonaban fatal. Los otros alumnos se rieron más que nunca y Emily sintió que el dolor de ese momento no se le borraría jamás del corazón. Las fantasías que le parecieron tan hermosas cuando las pensaba, mientras escribía, estaban siendo destrozadas y pisoteadas, como mariposas lastimadas y mutiladas. Imágenes de un sueño de hadas canturreó la señorita Brownell, cerrando los ojos y sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Las risitas se convirtieron en sonoras carcajadas.
«¡Ay! —pensó Emily, apretando los puños—. Ojalá… ojalá que los osos que se comieron a los niños malos en la Biblia vinieran y se la comieran a usted».
Pero en el bosque de la escuela no había buenos osos reparadores de injusticias y la señorita Brownell leyó el «poema» hasta el final. Se estaba divirtiendo de lo lindo. Ridiculizar a sus alumnos siempre le proporcionaba un gran placer y cuando el alumno era Emily, de la Luna Nueva, en cuyo corazón y alma siempre había percibido algo fundamentalmente diferente de si misma, el placer era exquisito.
Al llegar al final le devolvió la pizarra a una Emily de mejillas rojas.
—Toma tu… «poesía», Emily —espetó.
Emily cogió la pizarra. No tenía a mano ningún borrador, pero se pasó la lengua con furia por la palma de la mano y borró parte de la pizarra. Otro lametón y el resto del poema desapareció. Había sido deshonrado, degradado, debía desaparecer de la faz de la tierra. Hasta el fin de sus días Emily no olvidó el dolor y la humillación de aquella experiencia.
La señorita Brownell volvió a reír.
—Qué pena borrar tanta poesía, Emily —dijo—. ¿Qué te parece si ahora haces las sumas? No son poesía, pero estoy en esta escuela para enseñar aritmética, no para enseñar el arte de escribir poesía. Vete a tu asiento. ¿Sí, Rhoda?
Pues Rhoda Stuart había levantado la mano y chasqueaba los dedos.
—Perdóneme, señorita Brownell —dijo con una clara nota de triunfo en la voz—, pero Emily Starr tiene un montón de poesías en el escritorio. Esta mañana se la estuvo leyendo a Ilse Burnley mientras usted creía que estudiaban historia.
Perry Miller se volvió y un delicioso proyectil compuesto de papel mascado y conocido como «píldora escupida» voló por el aire y le dio a Rhoda en el medio de la cara. Pero la señorita Brownell ya estaba junto al pupitre de Emily, al que llegó de un salto, antes que la misma Emily.
—¡No los toque, no tiene derecho! —balbuceó Emily, desesperada.
Pero la señorita Brownell tenía el «montón de poesía» en las manos. Se volvió y caminó hacia la pizarra. Emily la siguió. Aquellos poemas eran muy queridos para ella. Los había compuesto durante los diversos recreos lluviosos en los que había sido imposible salir a jugar y estaban escritos en los pedacitos de papel que les sobraban a sus compañeros. Iba a llevárselos a casa aquel mismo día para copiarlos en las planillas. Y ahora aquella odiosa mujer iba a leérselos a toda aquella clase burlona y desdeñosa.
Pero la señorita Brownell se dio cuenta de que no tenía tiempo para tanto. Debía contentarse con leer los títulos, con algunos comentarios apropiados.
Entretanto, Perry Miller aliviaba sus sentimientos bombardeando a Rhoda Stuart con píldoras escupidas, lanzadas con tanta habilidad que Rhoda no podía adivinar de qué parte de la clase provenían y no podía por ende acusar a nadie. Las píldoras estropearon bastante su disfrute del apuro que estaba pasando Emily. En cuanto a Teddy Kent, que no hacía la guerra con píldoras escupidas sino que prefería métodos de venganza más sutiles, estaba ocupado dibujando algo en un pedazo de papel. Rhoda encontró la hoja sobre su pupitre a la mañana siguiente. En él se veía un mono pequeño y flaco, colgado de la cola de la rama de un árbol, y la cara del mono era la cara de Rhoda Stuart. Al verlo, Rhoda se puso furiosa pero, en aras de su propia vanidad, rompió el dibujo en pedacitos y no dijo nada. No sabía que Teddy había hecho un dibujo parecido, en el que la señorita Brownell era un murciélago con aire de vampiro y se lo había puesto en la mano a Emily cuando salían de la escuela.
—El diamante perdido: un cuento romántico, —leía la señorita Brownell—. Versos para un abedul, a mí más bien me parecen versos sobre un papel muy sucio, Emily, Versos escritos sobre un reloj de sol en nuestro jardín, lo dicho, Versos a mi gato preferido, otro ronroneo romántico, supongo, Oda a Ilse, «Tu cuello es de un prodigioso resplandor perlado», difícil, yo diría que el cuello de Ilse está quemado por el sol, Descripzión de nuestra sala, El canto de las bioletas, espero que las violetas canten con menos faltas de ortografía que tú, Emily, La casa desilusionada…
Los lirios levantan sus copas blancas
para que liiiiben las abejas.
—¡Yo no lo escribí así! —gritó la torturada Emily.
Versos a un pedazo de brocado en el cajón de la cómoda de la tía Laura, Un adiós al irme de casa, Versos para un abeto rojo, «Aleja el calor, el sol y el resplandor, es bondadoso el árbol que cavila»… ¿estás segura de que sabes lo que quiere decir «cavilar», Emily?, Poema sobre el campo del señor Tom Bennett, Bista desde la ventana de la tía Elizabeth, tienes puntos de «bista» muy firmes, Emily, Epitafio para un gatito ahogado, Meditaziones ante la tumba de mi tatarabuela, pobre señora, A mis pájaros del norte, Versos compuestos en la orilla de Blair Water contemplando las estrellas, ajá…
Incrustadas con incontables gemas,
esas estrellas tan distantes y frías, tan reales.
No intentes hacer pasar por propios esos versos, Emily. No puedes haberlos escrito tú.
—¡Sí, los he escrito yo! —Emily estaba blanca de humillación—. Y he escrito otros mucho mejores.
De pronto, la señorita Brownell estrujó los papelitos arrugados que tenía en la mano.
—Ya hemos perdido suficiente tiempo con estas tonterías —dijo—. Vuelve a tu asiento, Emily.
Se acercó a la estufa. Por un momento Emily no se dio cuenta de cuál era su propósito. Pero, cuando la señorita Brownell abrió la puertecita de la estufa, Emily comprendió y se lanzó hacia adelante. Agarró los papeles, arrancándoselos de la mano a la señorita Brownell antes de que ésta pudiera agarrarlos con más fuerza.
—No los quemará… no los quemará —susurró Emily. Se guardó los poemas en el bolsillo de su «delantal infantil» y miró a la señorita Brownell con una especie de serena ira. La mirada Murray estaba en sus ojos y, aunque a la señorita Brownell no la afectaba tanto como a la tía Elizabeth, también le provocó una sensación desagradable, como de haber despertado fuerzas con las cuales no se atrevía a seguir jugando. Esa niña atormentada parecía capaz de tirársele encima con dientes y uñas.
—Dame esos papeles, Emily —dijo, pero con cierta vacilación.
—No se los voy a dar —replicó Emily, tronando—. Son míos. No tiene derecho a quitármelos. Los escribí durante los recreos, no quebré ninguna regla. Usted… —Emily miró desafiante a los helados ojos de la señorita Brownell—, usted es una persona injusta y tiránica.
La señorita Brownell se dirigió a su escritorio.
—Esta noche iré a la Luna Nueva a contarle todo esto a tu tía Elizabeth —dijo.
Al principio, Emily estaba demasiado conmocionada por haber salvado su preciosa poesía para prestar demasiada atención a la amenaza. Pero a medida que la emoción fue desapareciendo, se vio inundada por un temor frío. Sabía que le esperaba un momento difícil. Pero, al menos, no le quitarían sus poemas, le hicieran a ella lo que le hicieran. Apenas llegó a casa después de la escuela fue volando a la buhardilla y los escondió en el estante del viejo sofá.
Tenía unas ganas inmensas de llorar pero no quería. La señorita Brownell iba a venir y la señorita Brownell no debía verla con los ojos rojos. Pero le ardía el corazón. Habían profanado el templo sagrado de su ser y se sentía avergonzada. Y aún no había acabado todo, de eso estaba segura. Era inevitable que la tía Elizabeth se pusiera del lado de la señorita Brownell. Emily se encogió al pensar en lo que le esperaba, con todo el temor de una naturaleza sensible y delicada que se enfrentaba a la humillación. No le habría temido a la justicia, pero sabía que en el tribunal de la tía Elizabeth y la señorita Brownell no se le haría justicia.
«Y no puedo escribirle a papá», pensó, suspirando. La vergüenza era demasiado honda e íntima para que pudiera escribir sobre ella, de modo que no halló alivio para su dolor.
En invierno, en la Luna Nueva no se cenaba hasta que el primo Jimmy terminaba sus tareas y estaba listo para no moverse de la casa. Así que Emily pudo quedarse en la buhardilla, sin que nadie la interrumpiera.
Desde la ventana, miraba una escena de cuento de hadas que en otro momento le habría encantado. Detrás de las blancas colinas lejanas, el crepúsculo rojo brillaba entre los arboles oscuros como una gran fogata; había un delicado encaje azul hecho de las sombras de los árboles por todo el jardín cubierto de nieve; un resplandor rojizo, pálido y etéreo en todo el cielo del sudeste; y al finalmente, apareció una preciosa luna nueva hecha un arco plateado por encima del bosque de John el Altivo. Pero Emily no encontraba placer en nada de todo aquello.
Al fin, vio a la señorita Brownell acercándose por el sendero, bajo las ramas blancas de los abedules, con su andar masculino.
—Si viviera mi padre —dijo Emily, mirándola—, te irías de este lugar con las orejas gachas.
Pasaron los minutos, y cada uno de ellos le pareció muy largo. Por fin, subió la tía Laura.
—Emily, tu tía Elizabeth quiere que bajes a la cocina.
La voz de la tía Laura sonaba bondadosa y triste. Emily logró a duras penas contener un sollozo. Odiaba que la tía Laura pensara que se había portado mal, pero, en aquel momento, no podía confiar en sí misma para explicar nada. La tía Laura la comprendería y su comprensión la haría desmoronarse. Bajó lentamente las dos largas escaleras delante de la tía Laura y entró en la cocina.
La mesa estaba puesta para la cena y habían encendido las velas. La gran cocina de vigas negras parecía tétrica y fantasmagórica, como siempre a la luz de las velas. La tía Elizabeth estaba sentada, muy rígida, junto a la mesa y tenía una expresión dura en el rostro. La señorita Brownell estaba sentada en la mecedora; sus ojos pálidos relumbraban de malicioso triunfo. Parecía haber algo funesto y venenoso en su mirada. Tenía, además, la nariz muy colorada, lo que no añadía nada a sus encantos.
El primo Jimmy, con su peto gris, estaba sentado sobre una caja de madera, silbando, mirando hacia el techo, se parecía a un gnomo más que nunca. Perry no estaba por ningún lado. Emily lo lamentó. La presencia de Perry, que estaba de su parte, habría sido un gran apoyo moral.
—Lamento comunicarte, Emily, que he estado escuchando cosas muy malas sobre tu comportamiento en la escuela hoy —dijo la tía Elizabeth.
—No, no creo que lo lamentes —dijo Emily, muy seria.
Ahora que había llegado el momento de la crisis, se sintió capaz de afrontarla con serenidad, es más, capaz de interesarse con curiosidad, por encima de todo el temor y la vergüenza subterráneos, como si parte de ella se hubiera separado del resto y estuviera absorbiendo con interés las impresiones y analizando los motivos y describiendo las escenas. Pensó que, cuando escribiera aquella escena, no debía olvidar la descripción de las extrañas sombras que la vela, muy cerca y debajo de la nariz de la tía Elizabeth, arrojaba en el resto de su cara, produciendo un efecto cadavérico. En cuanto a la señorita Brownell, ¿podía ella haber sido alguna vez un bebé, un bebé con hoyuelos, gordo, sonriente? Era inconcebible.
—A mí no me hables con impertinencia —le advirtió la tía Elizabeth.
—Ya ve —dijo la señorita Brownell, significativamente.
—No quiero ser impertinente, pero no lo lamentas —insistió Emily—. Estás enfadada porque piensas que he avergonzado a la Luna Nueva, pero en parte te alegras porque hay alguien que está de acuerdo contigo en que soy mala.
—Qué niña tan agradecida —dijo la señorita Brownell alzando los ojos al cielo, donde se encontraron con una visión sorprendente: por el «agujero negro» asomaba la cabeza de Perry Miller y en su cara había una mueca muy irrespetuosa y traviesa. Cara y cabeza desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, dejando a la señorita Brownell mirando el techo como una tonta.
—Te has estado portando mal en la escuela —dijo la tía Elizabeth, que no había visto la escena—. Me avergüenzo de ti.
—No me porté tan mal, tía Elizabeth —dijo Emily, con firmeza—. Fue así…
—No quiero saber más del asunto —cortó la tía Elizabeth.
—Pero tienes que oírme —exclamó Emily—. No es justo escuchar sólo la versión de ella. Me porté un poquito mal, pero no tanto como ella dice.
—¡Ni una palabra más! Ya he escuchado toda la historia —dijo la tía Elizabeth, severa.
—Ha escuchado un montón de mentiras —soltó Perry, sacando súbitamente la cabeza otra vez por el agujero negro.
Todos saltaron, hasta la tía Elizabeth, que de inmediato se enfadó más todavía… por haber saltado.
—¡Perry Miller, baja inmediatamente de ese altillo! —ordenó.
—No puedo —dijo Perry, lacónico.
—¡En seguida, te digo!
—No puedo —repitió Perry, haciéndole un guiño audaz a la señorita Brownell.
—¡Perry Miller, baja! A mí me vas a obedecer. Todavía soy el ama de esta casa.
—Está bien —dijo Perry, jovial—. Si no tengo más remedio.
Se balanceó hasta tocar con los dedos de los pies la escalera. La tía Laura pegó un gritito. Todos los demás quedaron mudos.
—Acababa de quitarme la ropa mojada —explicó Perry, riendo, balanceando las piernas para encontrar un apoyo en la escalera mientras se apoyaba en los bordes del agujero negro con los codos—. Me caí en el arroyo mientras les daba agua a las vacas. Iba a ponerme algo seco, pero… como usted me dijo que bajara…
—Jimmy —imploró la pobre Elizabeth Murray, rindiéndose a la discreción. Ella era incapaz manejar esta situación.
—¡Perry, sube a ese altillo y ponte la ropa inmediatamente! —ordenó el primo Jimmy.
Las piernas desnudas subieron y desaparecieron. Desde el fondo del agujero negro se oyó una risita tan alegre y maliciosa como la de un jilguero. La tía Elizabeth exhaló un suspiro compulsivo de alivio y se volvió a Emily. Estaba decidida a recuperar el dominio y había que hacerle bajar la cabeza a Emily.
—Emily, arrodíllate aquí, delante de la señorita Brownell y pídele perdón por tu conducta de hoy —dijo.
Las pálidas mejillas de Emily se pusieron rojas. No podía hacer algo así; le pediría perdón a la señorita Brownell, pero no de rodillas. Arrodillarse ante aquella mujer cruel que la había lastimado tanto… no iba a hacerlo, no podía hacerlo. Toda su naturaleza se rebeló contra semejante humillación.
—Arrodíllate —repitió la tía Elizabeth.
La señorita Brownell estaba complacida y expectante. Sería muy satisfactorio ver a esta niña que la había desafiado arrodillada ante ella como una penitente. Nunca más, pensaba la señorita Brownell, podría Emily mirarla a los ojos con esa temeraria mirada que hablaba de un alma indomable y libre, cualquiera que fuese el castigo que se infligiera a su cuerpo o a su mente. El recuerdo de aquel momento no abandonaría jamás a Emily, nunca podría olvidar que se había arrodillado, rebajándose. Emily lo sintió con tanta claridad como la señorita Brownell y permaneció obstinadamente de pie.
—Tía Elizabeth, por favor déjame que te cuente mi versión de la historia —rogó.
—Ya he oído todo lo que quería oír sobre este asunto. Harás lo que te ordeno, Emily, o serás una paria en esta casa hasta que lo hagas. Nadie te dirigirá la palabra, ni jugará contigo, ni comerá contigo, ni tendrá nada que ver contigo hasta que me hayas obedecido.
Emily se estremeció. Era un castigo que no podría soportar. Si la aislaban de su mundo, sabía que tarde o temprano tendría que claudicar. Bien podía claudicar en aquel momento pero ¡ay, qué dolor, qué vergüenza!
—Un ser humano no debe arrodillarse ante nadie que no sea Dios —dijo el primo Jimmy, inesperadamente, sin dejar de mirar el techo.
Un cambio súbito y extraño se produjo en el rostro orgulloso y airado de Elizabeth Murray. Se quedó muy quieta, mirando al primo Jimmy tanto tiempo que la señorita Brownell hizo un gesto de irritada impaciencia.
—Emily —dijo la tía Elizabeth, en un tono diferente—, me he equivocado, no voy a pedirte que te arrodilles. Pero debes pedirle disculpas a tu maestra; yo te castigaré después.
Emily llevó las manos a la espalda y volvió a mirar a la señorita Brownell a los ojos.
—Lamento cualquier cosa mala que haya hecho hoy —dijo—, y le pido que me perdone.
La señorita Brownell se puso de pie. Se sentía despojada de un legítimo triunfo. Fuera cual fuese el castigo, ella no tendría la satisfacción de presenciarlo. Tenía ganas de pegarle a «Jimmy Murray el simplón». Pero no debía traslucir lo que sentía. Elizabeth Murray no era del consejo de la escuela, pero era la contribuyente más importante y tenía mucha influencia con el consejo.
—Te perdonaré si en el futuro te portas bien, Emily —dijo con frialdad—. Considero que no he hecho otra cosa que cumplir con mi deber exponiendo el asunto ante tu tía. No, gracias, señorita Murray, no puedo quedarme a cenar, quiero llegar a casa antes de que oscurezca.
—Dios guarde a todos los viajeros —dijo Perry, contento, bajando la escalera, esta vez con la ropa puesta.
La tía Elizabeth lo ignoró; no iba a tener una escena con un muchacho contratado ante la señorita Brownell. Esta última salió y la tía Elizabeth miró a Emily.
—Emily, esta noche vas a cenar sola en la despensa, y sólo pan y leche. Y no dirás una palabra hasta mañana por la mañana.
—Pero ¿no me prohíbes pensar? —dijo Emily, ansiosa.
La tía Elizabeth no respondió, sino que se sentó, altiva, a la mesa de la cena. Emily fue a la despensa a comer su pan con leche, consolándose con el olor de las deliciosas salchichas que comían los otros. A Emily le gustaban las salchichas, y las la de Luna Nueva eran lo mejor en salchichas. Elizabeth Burnley había traído la receta de Inglaterra y su secreto había sido cuidadosamente guardado. Y Emily tenía hambre. Pero había escapado de lo insoportable; las cosas podrían haber sido peores. De pronto se le ocurrió que escribiría un poema épico a imitación de El cantar del último juglar. El primo Jimmy se lo había leído el sábado anterior. Comenzaría el primer canto en seguida. Cuando Laura Murray entró en la despensa, Emily estaba, con el pan y la leche sin terminar y los codos apoyados en el armario, mirando hacia la nada, moviendo apenas los labios y con una luz en los ojos que nunca había existido en la tierra ni en el mar. Incluso había olvidado el aroma de las salchicha. ¿Acaso no estaba bebiendo de la fuente de Castalia?
—Emily —dijo la tía Laura, cerrando la puerta y mirando amorosamente a Emily con sus bondadosos ojos azules—, a mí puedes contarme lo que quieras. La señorita Brownell no me gusta y no creo que no te falte razón, aunque está claro que no deberías escribir poesía cuando tienes que hacer cuentas. Y en esa caja hay unas galletitas de jengibre.
—No quiero hablar con nadie, querida tía Laura, soy demasiado feliz —dijo Emily, soñadora—. Estoy componiendo una epopeya, se va a llamar La dama blanca y ya he hecho veinte versos, y dos son bellísimos. La heroína quiere ingresar en un convento y el padre le dice que, si lo hace, nunca podrá
De la vida volver a abrir la puerta,
si te encierras, como en vida muerta.
Ay, tía Laura, al componer esos versos me vino «el destello». Y ya no me interesan las galletitas de jengibre.
La tía Laura volvió a sonreír.
—Tal vez no ahora, querida. Pero cuando se te haya pasado el momento de inspiración, no estará de más que recuerdes que las galletitas de esa caja no están contadas y que son tan mías como de Elizabeth.