Una hija de Eva
Luna Nueva era famosa por sus manzanas y ese primer otoño de la vida de Emily el jardín «viejo» y el jardín «nuevo» dieron, los dos, una cuantiosa cosecha. En el nuevo estaban las manzanas con título y prosapia; y en el otro, las silvestres, ignoradas por los catálogos, que tenían sin embargo un gusto delicioso y característico. No había prohibición alguna con respecto a las manzanas y Emily tenía libertad para comer todas las que quisiera de cualquier clase: la única prohibición era que no se llevara ninguna a la cama. La tía Elizabeth, con razón, no quería su cama llena de semillas de manzana, y a la tía Laura le daba pánico que alguien comiera manzanas a oscuras, por miedo a que se tragara un gusano. Por lo tanto, Emily tendría que haber sido capaz de saciar ampliamente en casa su apetito de manzanas, pero hay un rasgo extraño en la naturaleza humana en virtud del cual el sabor de las manzanas pertenecientes a otro es siempre ampliamente superior al de las propias, como bien lo supo la astuta serpiente del Edén. Emily, como la mayoría de las personas, poseía ese rasgo y, en consecuencia, creía que no había manzanas más deliciosas que las de John el Altivo. Él tenía por hábito tener una larga fila de manzanas en una de las vigas de su taller y se daba por sentado que ella e Ilse podían servirse a gusto cada vez que visitaran ese encantador lugar polvoriento y alfombrado de serrín. Tres variedades de las manzanas de John el Altivo eran sus preferidas: las «cara sucia», que parecían como si tuvieran lepra, pero eran de una delicia insuperable por debajo de la piel manchada; las manzanitas rojas, apenas más grandes que un cangrejo, de un rojo oscuro y brillantes como el satén, con ese gustito tan dulce y fuerte, y las grandes manzanas verdes dulces, que por lo general eran las que más les gustaban a los niños. Emily consideraba perdido aquel día en que el sol se ponía sin que la viera comiéndose una de las grandes manzanas verdes de John el Altivo.
En el fondo, Emily sabía a la perfección que no tendría que ir a la finca de John el Altivo. Claro que jamás se lo habían prohibido, sencillamente porque a sus tías jamás se les ocurrió que una habitante de Luna Nueva pudiera olvidar de esa manera el antiguo y querido malentendido entre las casas de Murray y Sullivan de hacía dos generaciones. Era una herencia que cualquier Murray hubiera honrado de forma innata. Pero cuando Emily salía con esa pequeña paria de Ilse, las tradiciones perdían fuerza bajo el embrujo de las «rojas» y las «cara sucia» de John el Altivo.
Un atardecer de septiembre, Emily entró en su taller. Se sentía sola; había estado sola desde el regreso de la escuela, pues sus tías y el primo Jimmy habían ido a Shrewsbury tras prometer estar de vuelta antes de la noche. Ilse tampoco estaba, porque el padre, influido por la señora Simms, la había llevado a Charlottetown a comprarle un abrigo de invierno. Al principio, a Emily le encantó estar sola. Se sentía muy importante por estar a cargo de Luna Nueva. Se comió el almuerzo que le había dejado la tía Laura en el armario de la cocina de fuera y fue a la lechería, donde quitó la nata a seis inmensas ollas llenas de deliciosa leche. No debía haberlo hecho, pero siempre había anhelado hacerlo y era ésta una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. Lo hizo perfectamente bien y nadie llegó a enterarse nunca, pues ambas tías supusieron que la otra lo había hecho, de modo que jamás la reprendieron. Ello no apunta a dejar sentada ninguna moraleja, por supuesto. En una historia como corresponde, Emily habría sido descubierta y castigada por su desobediencia o impulsada a confesar por una conciencia culpable, pero lamento (o debería lamentar) tener que decir que la conciencia de Emily jamás la molestó en lo más mínimo sobre ese punto. Sin embargo, esa noche estuvo destinada a sufrir por una causa completamente diferente, para equilibrar todos sus pequeños pecados.
Cuando terminó de quitar la nata, ponerla en el gran recipiente de piedra y revolverla bien (Emily tampoco se olvidó de eso) ya se había puesto el sol y todavía no había vuelto nadie a casa. A Emily no le hacía gracia la idea de entrar en la casona oscura y llena de ecos, de modo que se encaminó al taller de John el Altivo, que encontró vacío, aunque el cepillo en la mitad de una madera indicaba que John el Altivo había estado trabajando allí hasta hacía poco rato y probablemente volvería. Emily se sentó sobre un tronco muy grande y miró a su alrededor a ver qué podía comer. Había una hilera de manzanas rojas y «cara sucia» sobre una de las paredes del taller, pero ninguna de las verdes dulces, y Emily sentía que en ese preciso momento lo que quería era una dulce y no otra cosa.
Entonces fue cuando vio una, inmensa, la «dulce» más grande que Emily había visto en su vida, solitaria en uno de los escalones de la escalera que llevaba a la buhardilla. Subió, se apoderó de la manzana y se la comió. Estaba mordisqueando muy feliz lo que quedaba del corazón de la manzana cuando entró John el Altivo. Le hizo un gesto con la cabeza y dirigió una mirada al parecer indiferente a su alrededor.
—Fui a comer algo —dijo—. Mi esposa no está así que he tenido que preparármelo yo.
Se puso a cepillar la madera en silencio. Emily estaba sentada en la escalera contando las semillas de la gran manzana dulce (se podía adivinar la suerte por las semillas) escuchando a la Señora Viento que silbaba, traviesa, a través de un agujero de la buhardilla y componiendo una «Descripzión del tayer de John el Altivo a la Luz de una Lámpara», que más tarde escribiría. Estaba perdida en la búsqueda mental de una frase apropiada para describir la absurda sombra alargada de la nariz de John el Altivo que se proyectaba en la pared de enfrente cuando John giró en redondo tan súbitamente que la sombra de su nariz salió disparada hacia arriba como una lanza inmensa que apuntaba al techo y preguntó, con voz sorprendida:
—¿Dónde está la gran manzana dulce que había puesto en la escalera?
—Ay… yo… me la he comido —tartamudeó Emily.
John el Altivo soltó el cepillo, levantó los brazos y miró a Emily con expresión de horror.
—¡Dios nos ampare, niña! ¡No puedes haberte comido esa manzana! ¡Dime que no te comiste esa manzana!
—Sí, me la he comido —dijo Emily, incómoda—. No me pareció que fuera nada malo comérmela, y…
—¡Qué no era nada malo! Escuchadla, por favor. ¡Yo envenené esa manzana, para las ratas! Me están haciendo la vida imposible y decidí acabar con ellas. ¡Y ahora tú vienes y te comes la manzana! ¡Tiene veneno como para matar a una docena como tú en menos que canta un gallo!
John el Altivo vio una cara blanca y un delantal de algodón que atravesaba el taller como un relámpago y salía a la oscuridad. El primer impulso de Emily fue llegar de inmediato a su casa, antes de caerse muerta. Corrió a campo traviesa, cruzó el bosque y el jardín y entró en la casa. Ésta todavía estaba en silencio y a oscuras: no había llegado nadie. Emily pegó un grito de angustia, cuando vinieran la encontrarían rígida, fría, probablemente con la cara negra, y todo en este querido mundo habría terminado para siempre, total por haberse comido una manzana que, según ella, era perfectamente natural comerse. No era justo, no quería morir.
Pero moriría. Desesperada, sólo ansiaba que llegara alguien antes de morirse. Sería terrible morir sola en aquella Luna Nueva tan grande, tan inmensa y tan vacía. No se atrevió a ir a ningún lado en busca de ayuda. Ya estaba demasiado oscuro y lo más probable era que se cayera muerta en el camino. Morir fuera, sola, en la oscuridad, ay, eso sería demasiado horrible. No se le ocurrió que pudiera hacerse algo para salvarla; pensaba que si se toma veneno, es el final.
Encendió una vela con las manos temblándole del miedo. Todo mejoró un poco; es más fácil enfrentarse a las cosas con luz. Y Emily, pálida, aterrorizada y sola, ya estaba decidiendo que tenía que afrontarlo con valor. No debía avergonzar a los Starr y los Murray. Apretó las manos frías y trató de dejar de temblar. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que se muriera?, pensó. John el Altivo había dicho que la manzana la mataría en menos que canta un gallo. ¿Qué significaba eso? ¿Cuánto tardaba un gallo en cantar? ¿Morir dolería? Tenía la vaga noción de que el veneno dolía mucho. ¡Ah, y hacía apenas un momento había sido tan feliz! Pensaba que iba a vivir años y a escribir grandes poemas y ser famosa como la señora Hemans. La noche anterior se había peleado con Ilse y todavía no se habían reconciliado… ya no se reconciliarían nunca. Ilse se sentiría tan mal después… Debía escribirle una nota perdonándola. ¿Tendría tiempo? ¡Ay, tenía las manos heladas! Tal vez ya se estaba muriendo. Había oído decir o había leído que a las personas se les enfrían las manos cuando se están muriendo. Se preguntó si se le estaría poniendo la cara negra. Cogió la vela y subió corriendo las escaleras hacia el cuarto de huéspedes. Allí había un espejo, el único de la casa colgado lo bastante bajo como para que ella pudiera verse en él si lo ladeaba un poquito de abajo. Normalmente, Emily se hubiera muerto del susto de sólo pensar en entrar en el cuarto de huéspedes a la luz mortecina y vacilante de una vela. Pero el gran terror había absorbido todos los demás. Miró la imagen de su rostro, entre los cabellos negros y brillantes, a la luz que se elevaba sobre el fondo oscuro de la habitación en sombras. Ay, ya estaba pálida como los muertos. Sí, ésa era la cara de una moribunda, no cabía la menor duda.
Algo brotó dentro de Emily y se apoderó de ella, algo heredado de su buena estirpe. Dejó de temblar y aceptó su destino, con amargura, pero serena.
—No quiero morirme pero, si ha de ser así, lo haré como corresponde a una Murray —dijo. Había leído una frase parecida en un libro y le pareció más que apropiada a las circunstancias. Y ahora debía darse prisa. Tenía que escribir la nota para Ilse. Primero Emily fue a la habitación de la tía Elizabeth, para asegurarse de que su cajoncito del extremo superior derecho de la cómoda estaba ordenado; luego voló por la escalera de la buhardilla a su rincón de siempre. El gran espacio estaba cubierto de sombras agazapadas, escurridizas, que se arremolinaban alrededor de la pequeña isla de luz débil de la vela, pero ahora no le daban miedo.
«Y pensar que hoy me sentí tan mal porque mi camiseta estaba arrugada», pensó, mientras cogía una de sus queridas hojas, la última sobre la que escribiría. No era necesario escribirle a su padre (lo vería pronto), pero Ilse debía recibir una carta suya, ay, querida, afectuosa, alegre y temperamental Ilse que, justo el día anterior, le había gritado epítetos insultantes y que estaría toda la vida atormentada por los remordimientos.
Queridísima Ilse —escribió Emily con la mano algo temblorosa pero los labios apretados—. Me voy a morir. Me envenené con una manzana que John el Altivo había dejado para las ratas. No volveré a verte pero te escribo para decirte que te quiero y que no tienes que sentirte mal porque ayer me soltaras que era un zorro y un armiño sediento de sangre. Te perdono, así que no te atormentes. Y me arrepiento de haberte dicho que no valía la pena ni siquiera despreciarte porque no es cierto. Te dejo toda mi parte de los platos rotos de la cabaña y por favor despídeme de Teddy. Ya no podrá enseñarme cómo poner los gusanos en el anzuelo. Le prometí que aprendería porque no quería que me tuviera por una cobarde, pero me alegro de no haber aprendido porque ahora sé cómo se sienten los gusanos. Todavía no me siento mal pero no sé cuáles son los síntomas de envenenamiento; John el Altivo ha dicho que había suficiente como para matar a una docena como yo en menos que canta un gallo, así que no me debe de quedar mucho de vida. Si la tía Elizabeth no se opone, te dejo mi collar de cuentas venecianas. Es la única posesión valiosa que tengo. No permitas que nadie le haga nada a John el Altivo porque él no quería envenenarme, fue culpa mía por ser tan golosa. Tal vez la gente piense que lo hizo a propósito porque yo soy protestante pero estoy segura de que no es así y por favor dile que no se martirice con los remordimientos. Creo que ahora me duele el estómago así que supongo que se acerca el fin. Adiós y recuerda a aquella que murió tan joven.
Tu amiga del alma.
Emily.
Mientras doblaba la hoja, Emily oyó el ruido de ruedas en el patio de abajo. Un momento después Elizabeth y Laura Murray se encontraban, en la cocina, frente a una pequeña criatura de rostro trágico, con una vela chorreando cera en una mano y una hoja rosada en la otra.
—Emily, ¿qué pasa? —exclamó la tía Laura.
—Me estoy muriendo —dijo Emily, solemne—. Me he comido una manzana que John el Altivo había envenenado para las ratas. Me quedan pocos minutos de vida, tía Laura.
Laura Murray se dejó caer sobre el banco negro con una mano en el corazón. Elizabeth se puso tan pálida como Emily.
—Emily, no estarás fingiendo ¿verdad? —preguntó con firmeza.
—No —exclamó Emily, indignada—. Es la verdad. ¿Te parece que una persona que se está muriendo se pondría a actuar? Tía Elizabeth, por favor dale esta carta a Ilse, y por favor perdóname por todas las veces que me he portado mal, aunque muchas veces no era por mala, como tú creías, y que no me vea nadie después de muerta si me pongo negra, y menos que nadie Rhoda Stuart.
La tía Elizabeth se había recuperado ya.
—¿Cuánto hace que te has comido la manzana, Emily?
—Una hora, más o menos.
—Si hace una hora te hubieras comido una manzana envenenada ahora estarías muerta o sintiéndote muy mal…
—Ah —exclamó Emily, transformada en un segundo. Una dulce y loca esperanza le aleteó en el corazón. ¿Habría una oportunidad para ella, después de todo? Entonces añadió, desolada: Pero sentí un dolor en el estómago cuando bajaba la escalera.
—Laura —dijo la tía Elizabeth—, lleva a esta niña a la cocina de fuera y dale de inmediato una buena dosis de mostaza con agua. No le va a hacer ningún daño y puede hacerle bien, si hay algo de cierto en esta historia. Voy a buscar al médico, tal vez haya regresado, pero de camino pasaré a ver a John el Altivo.
La tía Elizabeth salió, y a toda prisa; de haberse tratado de otra persona se habría dicho que salió corriendo. En cuanto a Emily, bueno, la tía Laura le dio el vomitivo en seguida y dos minutos después Emily no tenía dudas de que se estaba muriendo, y deseaba que, cuanto antes fuera, mejor. Cuando volvió la tía Elizabeth, Emily yacía tendida en el sofá de la cocina, blanca como la almohada que tenía debajo de la cabeza y tan débil como un lirio marchito.
—¿El doctor no estaba? —preguntó la tía Laura, desesperada.
—No lo sé. No hay necesidad de llamar a ningún doctor. Como supuse desde el principio, ha sido una broma de John el Altivo. Ha querido darle un susto a Emily, para divertirse… lo que él considera diversión. Vaya a la cama, señorita Emily. Te mereces lo que te ha pasado por haber pisado la casa de John el Altivo y no me despiertas ninguna lástima. Hace mucho que no pasaba tan mal trago.
—Pero a mí me ha dolido el estómago —gimió Emily, en quien el miedo y la mostaza con agua, combinados, habían apagado, temporalmente, todo carácter.
—A cualquiera que coma manzanas desde que se levanta hasta que se acuesta le tiene que doler el estómago. Esta noche no te va a doler más, seguro. Para eso te va a servir la mostaza. Coge la vela y vete.
—Bueno —dijo Emily, poniéndose de pie tambaleante—. Odio lo que ha hecho ese maldito de John el Altivo.
—¡Emily! —dijeron las dos tías al unísono.
—Se lo merece —dijo Emily, vengativa.
—¡Ay, Emily, esa palabra que has dicho! —La tía Laura parecía curiosamente molesta por algo.
—¿Qué? ¿Qué tiene de malo maldito? —preguntó Emily, asombrada—. El primo Jimmy lo usa siempre cuando se enfada por alguna cosa. Hoy lo ha dicho, ha dicho que esa maldita vaca se había escapado otra vez del pasto del cementerio.
—Emily —dijo la tía Elizabeth con aire de quien se ve entre la espada y la pared y adopta la solución más fácil de un dilema—, tu primo Jimmy es hombre, y cuando están enfadados los hombres usan ciertas expresiones que no son apropiadas para las niñas pequeñas.
—Pero ¿qué tiene de malo maldito? —insistió Emily—. No es una mala palabra, ¿verdad? Y si no lo es, ¿por qué no puedo decirla?
—No es una… una palabra propia de una dama —precisó la tía Laura.
—Está bien, entonces no la diré nunca más —dijo Emily, resignada—, pero John el Altivo es un maldito.
La tía Laura se rió tanto después de que Emily se fuera que la tía Elizabeth le advirtió que una mujer de sus años debería tener más criterio.
—Elizabeth, no me niegues que ha sido divertido —protestó Laura.
Con Emily fuera de la habitación, Elizabeth se permitió una sonrisa algo agria.
—Le he cantado unas cuantas verdades a John el Altivo; te aseguro que lo pensará dos veces antes de volver a decirle a una criatura que está envenenada. Hice que montara en cólera.
Agotada, Emily se quedó dormida apenas se metió en la cama, pero se despertó una hora después. La tía Elizabeth aún no había venido a acostarse, de modo que la persiana todavía estaba levantada y Emily vio una estrella amistosa que le hacía guiños. A lo lejos, el mar gemía, seductor. Ay, qué agradable era estar sola y viva. La vida volvía a tener saborcillo, «más saborcillo», como decía el primo Jimmy. Podría tener la oportunidad de escribir más hojas, y poesía. Emily ya veía un metro de versos titulados «Pensamientos de alguien condenado a una muerte súbita», y podría jugar con Ilse y Teddy, recorrer los graneros con Saucy Sal, observar a la tía Laura batiendo la nata y ayudar al primo Jimmy en el jardín, leer libros en la Morada de Emily y caminar por el Camino del Hoy, pero no visitar el taller de John el Altivo. Decidió que nunca más tendría nada que ver con John el Altivo después de su diabólica crueldad. Estaba tan indignada con él por haberla asustado, después de haber sido tan buenos amigos, además, que no pudo volver a dormirse hasta que no compuso un relato de su muerte por envenenamiento, en el que John el Altivo era juzgado por su asesinato, condenado a muerte, luego colgado de una horca tan alta como él, en una escena que Emily presenciaba, a pesar de haber muerto por su culpa. Cuando por fin cortó la soga y lo enterró en una ceremonia infamante (mientras a ella le corrían las lágrimas por las mejillas por la pena que sentía por la esposa del muerto), lo perdonó. Después de todo, no era tan maldito.
Al día siguiente lo escribió todo en la buhardilla.