Ilse
Encerraron a Emily en el cuarto de huéspedes y le dijeron que se quedaría allí hasta la hora de irse a la cama. En vano rogó que no le impusieran semejante castigo. Trató de que le saliera la mirada Murray pero, al parecer, al menos en su caso, la mirada no venía a voluntad.
—Ay, no me encierres ahí sola, tía Elizabeth —imploró—. Sé que me he portado mal, pero no me encierres en el cuarto de huéspedes.
La tía Elizabeth fue inexorable. Sabía que era una crueldad encerrar a una niña hipersensible como Emily en aquella habitación lúgubre. Pero pensó que estaba cumpliendo con su deber. No se dio cuenta —y ni por un momento lo hubiera creído— de que en realidad estaba desahogando su propio resentimiento hacia Emily por su derrota y su miedo el día de la amenaza del corte de pelo. La tía Elizabeth creía que en aquella ocasión la había espantado un parecido familiar surgido de una situación tensa, y estaba avergonzada. El orgullo de los Murray había resultado lastimado por aquella humillación y el dolor sólo disminuyo cuando echó la llave de la puerta del cuarto de huéspedes ante la cara pálida de la culpable.
Emily, muy pequeña, sola y perdida, con los ojos llenos de un miedo que no debería tener cabida en los ojos de un niño, se acurrucó contra la puerta del cuarto de huéspedes. Así era mejor. Así no podía imaginarse las cosas que había a sus espaldas; porque la habitación era tan grande y oscura que uno podía imaginarse un montón de cosas horribles. Su tamaño y oscuridad la llenaban de un terror contra el que no podía luchar. Desde que tenía conciencia había tenido pánico a que la encerraran sola, en la semipenumbra. No le daba miedo la oscuridad al aire libre, pero aquella penumbra llena de sombras, de encierro, hacía del cuarto de huéspedes un lugar aterrador.
La ventana estaba cubierta por una pesada cortina verde oscuro, reforzada por una persiana cerrada. La gran cama con baldaquín, que se proyectaba desde la pared hacia el centro de la habitación, era alta, rígida y también cubierta de pesada tela. Cualquier cosa podía saltar hacia ella desde esa cama. ¿Y si una gran mano negra salía de pronto de allí, atravesaba el cuarto y la agarraba? Las paredes, como las de la sala, estaban adornadas con retratos de los parientes fallecidos. Había tantos Murray muertos… Los vidrios de los retratos devolvían el desagradable reflejo de los espectrales hilos de luz que luchaban por abrirse camino a través de las maderas de la persiana. Y lo peor era que, al otro lado de la habitación, en lo más alto del ropero negro, había un inmenso búho blanco ártico, embalsamado, que la miraba con ojos sobrenaturales. Cuando lo vio, Emily gritó y volvió a acurrucarse en su rincón, aterrorizada por el ruido que ella misma había hecho en aquella gran habitación silenciosa y llena de ecos. Deseó que algo saltara de esa cama y pusiera fin a sus días.
«¿Qué sentiría la tía Elizabeth si me encontraran aquí muerta?», pensó, vengativa.
A pesar del miedo, comenzó a dramatizarlo y sintió el remordimiento de la tía Elizabeth con tanta intensidad que decidió que sólo estaría inconsciente y que recuperaría el conocimiento cuando todo el mundo estuviera lo suficientemente asustado y arrepentido. Pero en aquella habitación habían muerto personas, docenas de personas. Según el primo Jimmy era una tradición de la Luna Nueva que, cuando un miembro de la familia estaba cerca de la muerte, lo llevaban rápidamente al cuarto de huéspedes, para que muriera rodeado de un entorno de suficiente magnificencia. Emily los veía muriéndose en esa horrible cama. Sintió que le sería imposible no volver a gritar, pero logró contenerse. Una Starr no podía ser cobarde. ¡Ay, aquel búho! ¿Y si apartaba los ojos y cuando volviera a mirarlo descubría que había saltado silenciosamente del ropero y venía hacia ella? Emily no se atrevía a mirarlo, por miedo a que eso sucediera. ¡Cómo se movían los cortinajes de la cama! Sintió gotitas de sudor frío en la frente.
Entonces ocurrió algo. Un rayo de sol entró por una grieta de la persiana y cayó directa y oblicuamente sobre el retrato del abuelo Murray, que estaba colgado sobre la chimenea. Era una «ampliación» al carboncillo copiada del viejo daguerrotipo que había en la sala. Con el reflejo, la cara pareció salir de la oscuridad hacia Emily, con su lúgubre ceño extrañamente exagerado. Todo resto de valor abandonó a Emily. En un espasmo de pánico que no pudo controlar atravesó la habitación corriendo como una loca, hacia la ventana, descorrió las cortinas y levantó la persiana. Un bendito sol entró en la habitación. Fuera había un mundo sano, afable, humano. Y, maravilla de maravillas, allí mismo, apoyada contra el alféizar de la ventana, ¡había una escalera! Por un momento, Emily estuvo a punto de creer que era un milagro para facilitar su fuga.
Esa mañana, el primo Jimmy se había tropezado con la escalera, que estaba tirada bajo los abetos balsámicos, detrás de la lechería. Estaba bastante podrida y él decidió que era hora de tirarla. La había apoyado contra la casa para asegurarse de verla y acordarse de tirarla cuando regresara del pajar.
En menos tiempo del que lleva escribirlo, Emily había levantado la ventana, trepado al alféizar y subido a la escalera. Estaba tan decidida a escapar de aquella habitación horrible que no tuvo conciencia de los escalones podridos. Cuando llegó al suelo, salió corriendo por entre los abetos balsámicos, saltó la cerca, se metió en el bosque de John el Altivo y no paró de correr hasta que llego al sendero, junto al arroyo.
Allí se detuvo a tomar aliento, exultante. Se sentía plena de una inmensa alegría, mezclada de un deleite mágico. Que dulce era la brisa de libertad que soplaba entre los helechos. Había escapado del cuarto de huéspedes y sus fantasmas; había extraído la mejor parte posible de la mezquindad de la tía Elizabeth.
«Me siento como un pajarito que se escapa de la jaula», se dijo a sí misma y se puso a bailar de alegría recorriendo su sendero de hadas hasta el final, donde encontró a Ilse Burnley, subida a una cerca de madera, con los cabellos de oro pálido formando un destello de luz contra los oscuros abetos blancos que se arremolinaban a su alrededor. Emily no la había visto desde aquel primer día en la escuela y volvió a pensar que jamás había visto a nadie como Ilse.
—Caramba, Emily de la Luna Nueva —dijo Ilse—, ¿adónde vas corriendo?
—Me he escapado —contestó Emily con franqueza—. Me porté mal, bueno… un poco mal, y la tía Elizabeth me encerró en el cuarto de huéspedes. Yo no me había portado tan mal, no fue justo, así que salí por la ventana y bajé por la escalera.
—¡Qué maldita sinvergüenza! No te creía tan valiente —dijo Ilse.
Emily contuvo el aliento. Era muy feo eso de que la llamara «maldita sinvergüenza». Pero Ilse lo dijo con admiración.
—Creo que no fue valentía —dijo Emily, excesivamente sincera para aceptar un cumplido que no merecía—. Estaba demasiado asustada para quedarme en aquel cuarto.
—Bueno, ¿y ahora adónde vas? —preguntó Ilse—. Tienes que ir a algún lado, no puedes quedarte fuera. Viene una tormenta.
Era verdad. A Emily no le gustaban las tormentas. Y la conciencia le remordía.
—Ah —dijo—. ¿Crees que Dios manda la tormenta para castigarme por haberme escapado?
—No —respondió Ilse, desdeñosa—. Si hay un Dios, no se va a tomar tanta molestia por una nadería.
—Ay, Ilse, ¿tú no crees que haya Dios?
—No lo sé. Papá dice que no existe Pero, en ese caso, ¿cómo se hicieron las cosas? Hay días en que pienso que hay Dios y días en que pienso que no. ¿Por qué no vienes a casa conmigo? No hay nadie. Yo me sentía tan sola que lo mande todo al diablo y me vine al bosque.
Ilse bajó de un salto y le tendió a Emily una mano quemada por el sol. Emily la cogió y las dos corrieron por la pradera de John el Altivo hasta la vieja casa de los Burnley, que parecía un inmenso gato gris calentándose bajo los últimos rayos de sol que las espesas nubes que amenazaban tormenta todavía no habían ocultado. El interior estaba lleno de muebles que en un tiempo debieron de haber sido espléndidos, pero el desorden era impresionante y una gruesa capa de polvo lo cubría todo. Nada parecía estar en su sitio; la tía Laura sin duda se habría desmayado de horror de haber visto la cocina. Pero era un lugar estupendo para jugar. No había que preocuparse por desordenarlo. Ilse y Emily se lo pasaron en grande jugando al escondite por toda la casa hasta que los truenos fueron tan fuertes y los relámpagos tan brillantes que Emily quiso acurrucarse en el sofá y concentrarse en no perder el valor.
—¿No te dan miedo los truenos? —le preguntó a Ilse.
—No, sólo le tengo miedo al diablo —respondió ésta.
—Pensaba que tampoco creías en el diablo, Rhoda me dijo que no creías.
—Ah, claro que existe el demonio, dice papá. En quien él no cree él es en Dios. Y si existe el diablo pero no hay un Dios para mantenerlo a raya, ¿te parece extraño que le tenga miedo? Escucha, Emily Byrd Starr, me gustas un montón. Me has gustado desde el primer día. Yo sabía que pronto te aburrirías de esa tonta de sangre de horchata, esa víbora mentirosa que es Rhoda Stuart. Yo no miento nunca. Papá me dijo una vez que si me pillaba diciendo una mentira, me mataba. Quiero que seas mi amiga. Si me siento contigo, iré todos los días a la escuela.
—Está bien —dijo Emily con indiferencia. Ya basta de sentimentales votos rhodianos de devoción eterna. Aquella etapa había pasado.
—Y me contaras cosas. A mí nadie me cuenta nada. Y te contare cosas a ti —añadió Ilse—. Pero… ¿te avergonzaras de mí porque mi ropa es rara y porque no creo en Dios?
—No. Pero si conocieras al Dios de mi padre, creerías en Él.
—No, no creería. Además, hay un solo Dios, si es que hay alguno.
—No lo sé —dijo Emily, perpleja—. No, no puede ser. El Dios de Ellen Greene no tiene nada que ver con el Dios de mi padre, y el de la tía Elizabeth tampoco. Creo que el Dios de la tía Elizabeth no me gustaría mucho, pero, al menos, es un Dios digno. El de Ellen, no. Y estoy segura de que el Dios de la tía Laura también es distinto, bueno y agradable, pero no tan maravilloso como el de papá.
—Bueno, no importa, no me gusta hablar de Dios —dijo Ilse, incómoda.
—A mí sí —dijo Emily—. Creo que Dios es un tema muy interesante, y voy a rezar por ti, Ilse, para que puedas creer en el Dios de papá.
—¡Ni se te ocurra! —gritó Ilse, a quien, por alguna misteriosa razón, la idea no le gustaba nada—. ¡Yo no quiero que nadie rece por mí!
—¿Tú nunca rezas, Ilse?
—Ah, de vez en cuando, cuando me siento sola, de noche, o cuando estoy en un aprieto. Pero no quiero que nadie más rece por mí. Si te pillo haciéndolo, Emily Starr, te saco los ojos. Y tampoco se te ocurra hacerlo a mis espaldas.
—Está bien, no rezaré por ti —soltó Emily, cortante, molesta por el fracaso de su ofrecimiento de buena voluntad—. Rezaré por todas las personas que conozco, pero no por ti.
Por un momento, pareció que a Ilse esto tampoco le gustaba. Pero se rió y le dio a Emily un abrazo de oso.
—Bueno, está bien, pero, por favor, quiéreme. A mí nadie me quiere, ¿sabes?
—Tu padre tiene que quererte, Ilse.
—No me quiere —dijo Ilse, muy segura—. A papá no le importo un comino. Creo que a veces le da rabia hasta verme. A mí me gustaría que me quisiera, porque cuando quiere a alguien es muy bueno. ¿Sabes lo que voy a ser cuando sea mayor? Voy a ser de-cla-ma-do-ra.
—¿Qué es eso?
—Una mujer que recita en los conciertos. Lo hago bárbaro. ¿Tú qué vas a ser?
—Poetisa.
—¡Demonios! —exclamó Ilse, al parecer impresionada—. No creo que escribas poesía —agregó.
—Pues claro que sí —replicó Emily—. He escrito tres poemas: Otoño, Versos para Rhoda (aunque ése lo quemé) y Palabras a un botón de oro. Éste último lo he hecho hoy y es mí… mi obra maestra.
—Recítamelo —ordenó Ilse.
Nada reacia, Emily repitió orgullosa sus versos. No le molestaba que Ilse los oyera.
—Emily Byrd Starr, ¿tú has sacado eso de tu cabeza?
—Sí.
—¿Lo juras?
—Lo juro.
—Bien —Ilse exhaló un largo suspiro—, creo que eres toda una poetisa.
Para Emily fue un momento de gran orgullo, es más, uno de los momentos más importantes de su vida. Su mundo había alcanzado una reputación. Pero ahora había que cambiar de tema. La tormenta había pasado y se había puesto el sol. Era el crepúsculo y pronto oscurecería. Tenía que regresar a casa y entrar en el cuarto de huéspedes antes de que descubrieran su ausencia. Era espantoso pensar en volver, pero tenía que hacerlo, si no deseaba que cosas peores le sucedieran a manos de la tía Elizabeth. En aquel momento, bajo la inspiración de la personalidad de Ilse, estaba llena de valor. Además, pronto llegaría la hora de irse a la cama y la liberarían de su encierro. Volvió saltando a su casa a través del bosque de John el Altivo, que estaba lleno de las luces errantes y misteriosas de las luciérnagas, atravesó cuidadosamente los abetos balsámicos y se paró en seco, aterrada. ¡La escalera no estaba!
Emily dio la vuelta a la casa en dirección a la puerta de la cocina, sintiendo que se dirigía a su perdición. Pero, por una vez, el camino del trasgresor se le hizo fácil. La tía Laura estaba sola en la cocina.
—Emily, querida, ¿de dónde sales? —exclamó—. Estaba a punto de subir para dejarte salir. Elizabeth dijo que ya podías hacerlo; se ha ido a la reunión de oración.
La tía Laura no confesó que había ido varias veces de puntillas hasta la puerta del cuarto de huéspedes y que el silencio la había hecho desesperarse. ¿No estaría la niña inconsciente del miedo? Ni siquiera durante la tormenta permitió la implacable Elizabeth que se le abriera la puerta. Y aquí estaba la señorita Emily, sin la menor preocupación, apareciendo al atardecer, después de todo el sufrimiento de la tía Laura. Por un momento, hasta ésta se enfado. Pero, cuando oyó la historia de Emily, su único pensamiento fue agradecer que la hija de Juliet no se hubiera roto el cuello en esa escalera podrida.
Emily sabía que había salido mejor parada de lo que merecía. Sabía que la tía Laura guardaría el secreto. Le permitió que le diera a Saucy Sal un plato entero de su comida favorita y a ella le dio una gran galleta para luego meterla en la cama con muchos besos.
—No tendrías que ser tan buena conmigo, porque hoy me he portado mal —dijo Emily, entre bocados deliciosos—. Creo que he avergonzado a los Murray por ir descalza.
—Yo, en tu lugar, escondería las botas cada vez que pasara por el portón —sugirió la tía Laura—. Pero no me olvidaría de volver a ponérmelas al regresar. Lo que Elizabeth no sepa no la hará sufrir.
Emily reflexionó sobre aquel comentario hasta terminar la galleta. Entonces dijo:
—Estaría bien pero no voy a hacerlo más. Creo que debo obedecer a la tía Elizabeth porque ella es el jefe de la familia.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó la tía Laura.
—De mi cabeza. Ilse Burnley y yo vamos a ser amigas, tía Laura. A mí ella me gusta, siempre pensé que me gustaría si tenía la oportunidad de charlar con ella. Creo que nunca más querré a una amiga, pero ella me gusta.
—¡Pobre Ilse! —exclamó la tía Laura, suspirando.
—Sí, su padre no la quiere. ¿No es espantoso? —dijo Emily—. ¿Por qué no la quiere?
—La quiere, en serio. Él cree que no la quiere.
—Pero ¿por qué cree que no la quiere?
—Eres demasiado pequeña para entenderlo, Emily.
Emily odiaba que le dijeran que era demasiado pequeña para entender algo. Sabía que podía entender perfectamente bien si los adultos se tomaran el trabajo de explicarle las cosas en lugar de hacerse los misteriosos.
—Ojalá pudiera rezar por ella. Pero no sería justo, sabiendo que ella no quiere. No obstante, yo siempre le pido a Dios que bendiga a mis amigos, y ella será uno de ellos, así que a lo mejor sirve para algo. Tía Laura, ¿se puede decir la palabra «maldito»?
—¡No, no!
—Qué lástima —dijo Emily, muy seria—, porque es una palabra muy impresionante.