CAPÍTULO NUEVE

Un destino especial

Emily estuvo segura, desde el primer día, de que no le gustaría la escuela. Sabía que tenía que ir para tener una educación y estar preparada para ganarse la vida, pero siempre sería lo que Ellen Greene llamaba «una cruz». En consecuencia, Emily se sintió atónita cuando, después de varios días de ir a la escuela, se dio cuenta de que le estaba gustando. La señorita Brownell no mejoró, pero las otras niñas ya no la atormentaban; es más, observo con asombro, que de repente parecieron olvidar todo lo sucedido y la saludaban como a una de ellas. La aceptaron en el grupo y, aunque en alguna pelea pudiera aparecer un comentario burlón sobre delantales infantiles y el orgullo de los Murray, no hubo más hostilidad, ni velada ni abierta. Además, Emily era más que capaz de burlarse de ellas a medida que iba aprendiendo más sobre las niñas y sus puntos débiles, y podía exponerlas a una ironía tan despiadada que las otras pronto aprendieron a no provocarla. Rizos castaños, cuyo nombre era Grace Wells, la Pecosa, cuyo nombre era Carrie King, y Jennie Strang se hicieron muy amigas suyas, y Jennie le enviaba chicle y papel secante desde el otro lado del pasillo, en lugar de risitas. Emily les permitió a todas entrar en el patio exterior del templo de su amistad pero sólo Rhoda fue admitida al altar íntimo. En cuanto a Ilse Burnley, después del primer día no volvió a aparecer. Ilse, según le explicó Rhoda, iba a la escuela si tenía ganas y, si no, no iba. Su padre nunca se ocupaba de ella. Emily tenía ganas de saber más de Ilse, pero no parecía probable que fuera a satisfacer su deseo.

Sin darse cuenta, Emily estaba recuperando la alegría. Ya se sentía parte de aquella antigua cuna de su familia. Tenía una altísima opinión de los Murray; le gustaba imaginárselos en la Luna Nueva: la bisabuela sacándoles brillo a sus candelabros y haciendo queso; la tía abuela Miriam deslizándose en busca de su tesoro perdido; la nostálgica tía bisabuela Elizabeth, paseando con el sombrero puesto; el capitán George, el intrépido y bronceado marino, volviendo a casa con las caracolas marinas de las Indias; Stephen, el amado por todos, sonriendo desde las ventanas; su propia madre soñando con el padre de Emily, todos le parecían tan reales como si los hubiera conocido en vida.

Todavía tenía momentos terribles en los cuales la acometía el dolor por su padre, y todos los esplendores de la Luna Nueva no podían ahogar la añoranza por la sucia casita de la hondonada donde se habían querido tanto. Entonces Emily huía a algún rincón escondido y lloraba con toda el alma, para emerger después con los ojos rojos, lo que siempre parecía molestar a la tía Elizabeth. Ésta se había acostumbrado a tener a Emily en la Luna Nueva, pero no se había acercado a la niña. A Emily le dolía, pero la tía Laura y el primo Jimmy la querían y además tenía a Saucy Sal y a Rhoda, campos color crema llenos de tréboles, suaves árboles oscuros recortados en cielos color ámbar, y la loca música que hacía la Señora Viento entre los abetos blancos cuando soplaba directamente desde el golfo; sus días se volvieron intensos y atrayentes, plenos de pequeños placeres y deleites, como diminutos capullos dorados que comenzaban a abrirse en el árbol de la vida. Si hubiera tenido su viejo cuaderno, o algo equivalente, habría estado totalmente satisfecha. Después de su padre era lo que más añoraba; hacía responsable a tía Elizabeth de su incineración forzosa y creía que no la perdonaría nunca. No parecía posible conseguir nada que lo reemplazara. Como había dicho el primo Jimmy, el papel de escribir, de cualquier tipo, era escaso en la Luna Nueva. Rara vez se escribían cartas y, en tal caso, una hoja de libreta bastaba. Emily no se atrevía a pedirlo a la tía Elizabeth. Había momentos en los que sentía que estallaría si no escribía algunas de las cosas que le ocurrían. Encontraba una especie de válvula de escape escribiendo en su pizarra en la escuela, pero tarde o temprano tenía que borrarla, lo que dejaba a Emily con una gran sensación de pérdida. Además existía el peligro de que la señorita Brownell la viera. Eso, pensaba Emily, sería insoportable. Sus sagradas obras no podían ser contempladas por los ojos de ningún extraño. A veces se las dejaba leer a Rhoda, aunque ésta la irritaba con sus risitas ante sus vuelos literarios más delicados. Emily pensaba que Rhoda estaba tan cerca de la perfección como puede estarlo cualquier ser humano, pero su defecto eran las risitas.

Hay, empero, un destino que conforma los propósitos de las jóvenes señoritas que nacen con el cosquilleo de escribir en la punta de los dedos y, a su debido tiempo, ese destino le concedió a Emily el deseo de su corazón, además, cuando más lo necesitaba. Tal cosa sucedió el día, el aciago día, en el que la señorita Brownell decidió enseñarle a la clase de quinto, con el ejemplo además de con el precepto, cómo debía leerse la Canción de la corneta.

En pie sobre la tarima, la señorita Brownell, que no carecía de cierta habilidad declamatoria, leyó los tres maravillosos versos. Emily, que tendría que haber estado haciendo una suma dentro de una división, dejó el lápiz y escuchó, fascinada. Ella nunca había oído la Canción de la corneta pero ahora la oía, y la veía, veía el resplandor entre rosado y rojo cayendo sobre las cimas nevadas y los castillos en ruinas, las luces que nunca hubo sobre tierra ni mar extendiéndose sobre los lagos, oía los ecos bravíos que sobrevolaban los valles color púrpura y los desfiladeros neblinosos, y el mero sonido de las palabras parecía despertar un exquisito eco en su alma, cuando la señorita Brownell llegó a «Cuernos de la tierra de las hadas que suenan débilmente», Emily se estremeció de deleite. Estaba fuera de sí, Olvidó todo lo que no fuera la magia de aquella línea inigualable, se puso de pie de un salto, dejando caer ruidosamente la pizarra al suelo, corrió por el pasillo y cogió a la señorita Brownell del brazo.

—Ay, señorita —exclamó con apasionada seriedad—, lea otra vez ese verso. ¡Por favor, léalo otra vez!

La señorita Brownell, súbitamente interrumpida su exhibición declamatoria, miró hacia abajo y se encontró con una carita extasiada, levantada hacia ella, donde los grandes ojos color púrpura grisáceo brillaban con el resplandor de una visión divina, y la señorita Brownell se enfadó. Se enfadó por la ruptura a su estricta disciplina; se enfadó con la imprevista muestra de interés de un átomo de tercer grado cuya atención tendría que haber estado concentrada en una división. La señorita Brownell cerró el libro, cerró los labios y le dio a Emily una sonora bofetada en la mejilla.

—Ve a tu asiento y ocúpate de tus asuntos, Emily Starr —dijo la señorita Brownell, con sus fríos ojos velados por la furia.

Emily, arrastrada así a la tierra, volvió a su asiento atontada. La mejilla golpeada estaba roja, pero la herida había sido en el corazón. Un momento antes en el séptimo cielo y ahora esto: ¡dolor, humillación, incomprensión! No podía soportarlo. ¿Qué había hecho para merecerlo? Nunca en su vida le habían dado una bofetada. La degradación y la injusticia le carcomían el alma. No podía llorar (era «un dolor demasiado profundo para lágrimas»). Después de la escuela se fue a su casa ahogando la angustia de la amargura, la vergüenza y el resentimiento, una angustia que no tenía salida, pues en la Luna Nueva no se atrevía a contar nada. La tía Elizabeth diría seguramente que la señorita Brownell había hecho lo correcto y ni siquiera la tía Laura, buena y dulce como era, la entendería. Se sentiría dolida porque Emily se había portado mal en la escuela y había tenido que ser castigada.

«¡Ay, si pudiera contarle todo a papá!», pensó Emily.

Fue incapaz de cenar, pensaba que nunca más sería capaz de comer. Y, ¡cómo odiaba a esa injusta y odiosa señorita Brownell! ¡Jamás la perdonaría, jamás! ¡Si hubiera alguna manera de vengarse de la señorita Brownell! Emily, que sentada a la mesa de la cena en la Luna Nueva parecía pequeña, pálida y callada, era un volcán hirviente de sentimientos heridos, de desdicha y de orgullo, ¡ay, de orgullo! Peor aún que la injusticia era el aguijón de la humillación por lo que había sucedido. Ella, Emily Byrd Starr, a quien nadie antes le había levantado la mano, había sido abofeteada como una nena traviesa delante de toda la escuela. ¿Quién podía tolerar algo así y seguir viviendo?

Entonces intervino el destino, conduciendo a la tía Laura a la biblioteca de la salita para buscar una carta que deseaba ver. Llevó a Emily consigo para enseñarle una extraña caja de rapé, vieja, que había pertenecido a Hugh Murray y, buscándola, levantó un gran montón de papel polvoriento, un papel de color rosa fuerte, de hojas extrañamente largas y estrechas.

—Es hora de quemar estos impresos —dijo—. ¡Qué cantidad! Hace años que están aquí, acumulando polvo, y no sirven para nada. En otro tiempo papá atendía la oficina de correos, aquí, en la Luna Nueva, ¿sabes, Emily? En aquella época el correo llegaba sólo tres veces por semana, y cada uno de esos días venía una de esas largas hojas rojas, «planillas de cartas» se llamaban entonces. Mamá siempre las guardaba, aunque una vez usadas ya no servían para nada. Pero voy a quemarlas enseguida.

—Ay, tía Laura —susurró Emily, tan desgarrada entre el deseo y el temor, que apenas podía hablar—. No las quemes, dámelas a mí, por favor dámelas a mí.

—Pero, querida, ¿para qué las quieres?

—Ay, tiíta, la parte de atrás es preciosa para escribir. Por favor, tía Laura, sería un pecado quemar ese papel.

—Quédatelas, querida. Pero será mejor que Elizabeth no las vea.

—No las verá, no las verá —murmuró Emily.

Recogió con ambos brazos su precioso tesoro y subió corriendo las escaleras hasta la buhardilla, donde ya tenía su «escondite predilecto», en el cual su incómodo hábito de pensar en cosas a miles de kilómetros de distancia no podía molestar a la tía Elizabeth. En el rincón de la ventana que daba al tejado siempre se movían las sombras, suave y acompasadamente, y hermosos mosaicos dibujaban el suelo desnudo. Desde allí veía por encima de las cimas de los árboles hasta Blair Water. De las paredes colgaban suaves ovillos regordetes, listos para hilar, y madejas de hilo. A veces, la tía Laura hilaba en la gran rueca, en el otro extremo de la buhardilla, y a Emily le encantaba el ruidito que hacía.

Se acurruco al lado de la ventana; eligió, sin aliento, una hoja y sacó del bolsillo un lápiz de grafito. Una trozo de cartón le sirvió de escritorio; comenzó a escribir febrilmente.

«Querido padre» y entonces vertió su descripción del día, de su éxtasis y su dolor, escribiendo abstraída de todo hasta que el atardecer se convirtió en un mortecino crepúsculo iluminado por las estrellas. Los pollos se quedaron sin comer, el primo Jimmy tuvo que ir él mismo a buscar las vacas, a Saucy Sal nadie le repuso la leche y la tía Laura tuvo que lavar los platos, ¿qué importaba? Emily, en el delicioso ajetreo de la composición literaria, era ajena a todas las cosas mundanas.

Cuando hubo cubierto la parte de atrás de cuatro impresos, ya no había suficiente luz para seguir escribiendo. Pero había vaciado su alma, que quedó una vez más liberada de pasiones malignas. Incluso sentía una extraña indiferencia hacia la señorita Brownell. Emily dobló las planillas y escribió en la parte de fuera:

Señor Douglas Starr

Camino del cielo.

Entonces fue de puntillas hasta un viejo y gastado sofá de un rincón, se arrodilló y guardó su carta y las hojas en una especie de estante formado por una madera clavada transversalmente debajo del sofá. Emily la había descubierto un día en que estaba jugando en la buhardilla y había pensado que era un escondite ideal para documentos secretos. Nadie los encontraría allí. Tenía papel suficiente para unos cuantos meses, habría cientos de esas preciosas hojas.

—¡Ah! —exclamó bajando, danzarina, las escaleras de la buhardilla—. Me siento como si estuviera hecha de polvo de estrellas.

Desde entonces pocas fueron las tardes en las que Emily no se escabullía hacia la buhardilla para escribirle una carta, larga o corta, a su padre. El dolor quedaba, pero despojado de rencor. Escribirle hacía parecer que él estaba cerca, y le contaba todo, con su sinceridad característica: sus triunfos, sus fracasos, sus alegrías, sus penas, todo quedaba registrado en los impresos de un gobierno que no había economizado tanto el papel como lo hizo más adelante. Había un metro completo de papel en cada hoja y Emily escribía con letra pequeña, aprovechando cada centímetro.

Me gusta la Luna Nueva. Es señorial y espléndida —le contaba a su padre—. Y me parece que somos muy aristokráticos, porque tenemos un reló de sol. No puedo evitar sentirme orgullosa de todo. Me temo que tengo demasiado orgullo y por eso todas las noches le pido a Dios que me quite la mayor parte, pero no todo. En la escuela de Blair Water a uno lo acusan de orgullo con mucha fazilidad. Si una camina derecha y con la cabeza erguida, es una orgullosa. Rhoda también es orgullosa, porque el padre tendría que ser el Rey de Inglaterra. ¿Cómo se sentiría la reina Victoria si lo supiera? Es maravilloso tener una amiga que sería princesa si cada uno tuviera sus derechos. Quiero a Rhoda con toda el alma. Es tan dulce y tan buena. Lo que no me gusta son sus risitas. Y cuando le dije que podía ver el empapelado de la pared de la escuela en el aire me dijo: «mentira». Me dolió muchísimo que mi mejor amiga me dijera eso. Y me dolió más cuando me desperté en la mitad de la noche y me acordé. Y además tuve que quedarme despierta un rato larguísimo, porque estaba cansada de estar acostada de un lado y me daba miedo darme vuelta porque la tía Elizabeth va a decir que me muevo mucho.

No me animé a contarle a Rhoda de la Señora Viento porque supongo que eso sí es una especie de mentira, aunque a mí me parece muy real. Ahora la oigo cantando en el techo alrededor de las grandes chimeneas. Aquí no tengo ninguna Emily en el espejo. Los espejos son todos demasiado altos en las habitaciones en las que he estado. No he estado en el mirador. Está siempre cerrado. Era el cuarto de mamá y el primo Jimmy dice que su padre lo cerró después que ella se fue contigo y la tía Elizabeth lo mantiene cerrado para respetar la memoria del padre, aunque el primo Jimmy dice que la tía Elizabeth se peleaba con el padre, que a veces era un escándalo cuando él vivía, aunque nunca ningún extraño se enteró por lo del orgullo de los Murray. Yo me siento igual. Cuando Rhoda me preguntó si la tía Elizabeth usaba velas porque era anticuada, le respondí, con orgullo que no, que era una tradición de los Murray. El primo Jimmy me contó todas las tradiciones de los Murray. Saucy Sal está muy bien y es la reina del granero pero sigue sin querer tener gatitos y yo no entiendo porque. Le pregunté a la tía Elizabeth y me dijo que las niñas pequeñas no tienen que hablar de esas cosas pero yo no entiendo que tienen de malo los gatitos. Cuando la tía Elizabeth no está, la tía Laura y yo entramos a Saucy Sal en la casa clandestinamente pero cuando la tía Elizabeth regresa me siento culpable y deseo no haberlo hecho. Pero a la vez siguiente vuelvo a hacerlo. Eso me parece muy raro. No tengo noticias de mi querido Mike. Le escribí a Ellen Greene y le pregunté por él, pero cuando me contestó ni lo mencionó, aunque sí me contó todo lo de su rumatismo. Como si a mí me importara su rumatismo.

Rhoda va a hacer una fiesta de cumpleaños y me va a invitar. Estoy entusiasmada. Tú sabes que yo nunca fui a una fiesta. Pienso mucho en ese cumpleaños y me lo imagino. Rhoda no va a invitar a todas las niñas, sino a algunas preferidas. Espero que la tía Elizabeth me deje ponerme el vestido blanco y un buen sombrero. Ay, papá, clavé aquella foto preciosa del vestido de baile de encaje en la pared del cuarto de la tía Elizabeth, como la tenía en casa y la tía Elizabeth la arrancó y la quemó y me riño por dejar marcas en la pared. Yo le dije: «tía Elizabeth no tendrías que haber quemado esa foto. Yo quería tenerla para cuando crezca, para hacerme un vestido igual para los bailes». Y la tía Elizabeth me dijo: «¿Tú esperas ir a muchos bailes? Si se me permite la pregunta», y yo le conteste: «Si cuando sea rica y famosa», y la tía Elizabeth replico: «Si cuando la luna esté hecha de queso verde».

Ayer vi al doctor Burnley cuando vino a comprarle huevos a la tía Elizabeth. Me desilusionó porque es como las demás personas. Yo creía que un hombre que no cree en Dios sería distinto. Tampoco dijo malas palabras, como yo quería, porque nunca he oído a nadie decir malas palabras y tengo curiosidad. Tiene ojos grandes y amarillos como Ilse y la voz fuerte y Rhoda dice que cuando se enfurece se oyen sus gritos en todo Blair Water. Hay un misterio sobre la madre de Ilse que no pude averiguar. El doctor Burnley e Ilse, viven solos. Según Rhoda, el doctor Burnley dice que no quiere tener ningún demonio de mujer en su casa. Es una frase perversa pero sorprendente. La vieja señora Simms va a prepararles el almuerzo y la cena, después se marcha y ellos se preparan el desayuno. El doctor limpia de vez en cuando la casa, mientras Ilse no hace nada más que andar por ahí. El doctor no sonríe nunca, dice Rhoda. Debe ser como el Rey Enrique Segundo.

Me gustaría hacerme amiga de Ilse. No es tan dulce como Rhoda, pero a mí me gusta. Pero no viene mucho a la escuela y Rhoda dice que no tengo que tener otra amiga más que a ella porque si no se va a morir de dolor. Rhoda me quiere tanto como yo a ella. Las dos vamos a rezar para que podamos vivir toda la vida juntas y morirnos el mismo día.

La tía Elizabeth me prepara el almuerzo para que lo lleve a la escuela. Nunca me da otra cosa que pan con manteca, pero corta rebanadas gruesas y la manteca también y además no tiene aquel gusto horrible que tenía la manteca de Ellen Greene. Y la tía Laura Me da una galletita o un pastelito de manzana cuando la tía Elizabeth no la ve. La tía Elizabeth dice que los pastelitos de manzana no son buenos para mí. ¿Por qué las cosas mejores nunca son buenas, papá? Ellen Greene siempre decía lo mismo.

Mi maestra se llama señorita Brownell. No me gusta los puntos que calza. (Ésa es una frase muy atrevida que usa el primo Jimmy. Ya sé que frase no se escribe así pero en la Luna Nueva no hay diccionario y suena igual). Es muy sarkastica y le gusta dejar en ridículo a todos. Entonces se ríe de uno de manera muy desagradable. Pero la perdoné por haberme pegado y al día siguiente le llevé un ramo de flores para contentarla. Lo recibió con mucha frialdad y lo dejó marchitarse encima de su escritorio. En un cuento, habría llorado sobre mi hombro. No sé si sirve de algo perdonar a la gente. Sí, sirve, uno se siente más cómodo. Tú nunca tuviste que ponerte delantal infantil ni cofia porque eras varón y por eso no puedes entender como me siento. Y los delantales son de una tela tan fuerte que no se gastan y faltan años para que me queden pequeños. Pero tengo un vestido blanco para ir a la iglesia con un cinturón de seda negra y un sombrero de paja blanca con lazos negros y sandalias de cabritiya negros, y me siento muy elegante cuando me visto así. Ojalá pudiera cortarme un flequillo pero la tía Elizabeth no quiere ni oír hablar del tema. Rhoda me dijo que tengo ojos hermosos. Ojalá no me lo hubiera dicho. Yo siempre sospeché que mis ojos eran hermosos pero no estaba segura. Ahora que lo sé tengo miedo de estar siempre pendiente de que la gente se dé cuenta. Tengo que irme a acostar a las ocho y media y no me gusta pero me quedo sentada en la cama mirando por la ventana hasta que oscureze y así me vengo de la tía Elizabeth y escucho el ruido del mar. Ahora me gusta, aunque siempre me da un poco de tristeza, pero es una tristeza hermosa. Tengo que dormir con la tía Elizabeth y eso tampoco me gusta porque si me muevo aunque sea poco dice que tengo hormigas en el cuerpo pero reconoce que no doy patadas. Y no me deja abrir la ventana. No le gusta el aire fresco ni la luz dentro de la casa. La sala es oscura como una tumba. Un día entré y levanté todas las persianas y la tía Elizabeth se horrorizó y me dijo que era una sinvergüenza y me miró con la mirada Murray. Era como si hubiera cometido un crimen. Me sentí tan insultada que vine a la buardilla y escribí en una de las planillas una descrición de mí misma ahogándome y entonces me sentí mejor… La tía Elizabeth me dijo que no podía entrar otra vez en la sala sin permiso, pero yo no quiero ir. Le tengo miedo a la sala. En todas las paredes hay colgados retratos de nuestros antepasados y no hay ni una sola persona guapa entre todos, escepto el abuelo Murray que parece buen mozo pero muy enfadado. El cuarto de huéspedes está arriba y es tan lúgubre como la sala. La tía Elizabeth permite que sólo la gente distinguida duerma en él. A mí me gusta la cocina de día y la buardilla y la cocina de fuera y la salita y el vestíbulo por la preciosa puerta roja del frente y me encanta la lechería, pero no me gustan los otros cuartos de la Luna Nueva. Ah, me olvidaba del armario del sótano. Me encanta bajar y mirar las preciosas filas de botes de jaleas y dulces. El primo Jimmy dice que es una tradición de la Luna Nueva que los botes de dulce no pueden estar nunca vacíos. Cuántas tradiciones tiene la Luna Nueva. Es una casa muy espaciosa y los árboles son preciosos. A los tres álamos de Lombardía del portón del jardín les puse las Tres Princesas y al cenador le puse La morada de Emily, y al gran manzano del portón del jardín viejo le puse el Arbol Que Reza porque levanta sus largas ramas igualito que el señor Dare cuando levanta los brazos para rezar en la iglesia.

La tía Elizabeth me dio el cajoncito más alto de la derecha en su cómoda para poner mis cosas.

Ay, papá querido, he hecho un gran descubrimiento. Ojalá lo hubiera hecho cuando estabas vivo porque creo que te habría gustado saberlo. Puedo escribir poesía. A lo mejor la habría escrito hace tiempo si lo hubiera intentado. Pero después del primer día de clase pensé que por mi honor tenía que intentarlo y es muy fácil. Hay un librito de tapas negras en la biblioteca de la tía Elizabeth que se titula Las estaciones de Thompson y decidí que voy a escribir un poema sobre una estación y los primeros tres versos dicen.

Ahora llega el otoño maduro de melocotones y peras.

Se oye el cuerno del cazador en toda la tierra

y la pobre perdiz aleteando cae al suelo.

Claro que en la Isla Príncipe Eduardo no hay melocotones y tampoco oí nunca el cuerno de ningún cazador, pero en poesía uno no tiene que ajustarse demasiado a los hechos. Llené una hoja con mi poema y corrí a leérselo a la tía Laura. Yo pensaba que se iba a poner contentísima de tener una sobrina que escribiera poesía pero lo tomó con mucha frialdad y me dijo que no parecía poesía. Esclamé que era verso libre. Muy libre dijo la tía Elizabeth sarcástica aunque yo no le había pedido su opinión. Pero creo que de ahora en adelante voy a escribir con rima para que no haya errores y voy a ser poetisa cuando crezca, y voy a ser famosa. También espero ser como una sílfide. Las poetisas tienen que ser como sílfides. El primo Jimmy también hace poesía pero no la escribe, la guarda en la mente. Yo le ofrezí regalarle algunas de mis planillas (porque es muy bueno conmigo) pero me dijo que era demasiado viejo para aprender hábitos nuevos. Todavía no oí ninguna poesía suya porque el espíritu no se lo ha pedido pero tengo muchas ganas y lamento que no engorden a los cerdos hasta el otoño. El primo Jimmy me gusta cada vez más, menos cuando le da por hablar y mirar raro. Me asusta pero nunca le dura mucho. He leído muchos de los libros de la biblioteca de la Luna Nueva. Una historia de la reforma en Francia, muy religiosa y triste. Un libro gordito que describe los meses en Inglaterra y el que te dije antes, Las estaciones de Thompson. Me gusta leerlos porque hay muchas palabras bonitas, pero no me gustan al tacto. El papel es tan áspero y grueso que me da escalofríos. Viajes en España, muy fascinante, con un papel lisito y brillante, un libro de misioneros en las Islas del Pacífico, con láminas muy interesantes por los peinados de los jefes paganos. Después de que se hicieron cristianos se cortaron el pelo y a mí me parece una lástima. Los poemas de la señora Hemans. Me apasiona la poesía y también las historias de islas desiertas. Rob Roy, una novela, pero había leído muy poquito cuando la tía Elizabeth me dijo que no podía seguir leyéndola porque no debo leer novelas. La tía Laura me dijo que la leyera a escondidas. No veo por qué no está bien obedecer a la tía Laura pero me da no se qué y todavía no lo he hecho. Un precioso libro de Tigres, lleno de láminas y historias de tigres que me hacen reír y morirme de miedo. El Camino real, también relijioso pero más divertido así que es bueno para leer los domingos. Reuben y Grace, una historia pero no novela porque Reuben y Grace son hermanos y no hay boda. Como Katy y Jim el alegre, igual que la anterior pero no tan emocionante y trajica. Las poderosas maravillas de la naturaleza que es bueno y enseña. Alicia en el país de las maravillas, que es delicioso, y las Memorias de Anzonetta B. Peters que se convirtió a los siete y se murió a los doze. Cuando alguien le hacía una pregunta ella contestaba con el verso de un inno religioso. Eso fue después de convertirse. Antes de eso hablaba en cristiano normal y corriente. La tía Elizabeth me dijo que tengo que tratar de ser como Anzonetta. Creo que yo podría ser Alicia bajo circunstancias más favorables pero estoy segura de que jamás podré ser tan buena como Anzonetta y creo que tampoco quiero serlo porque ella no se divirtió nunca. Cayo enferma nada más convertirse y sufrió horriblemente durante años. Además, estoy segura de que si me pongo a hablar en innos a la gente, haría el ridículo. Una vez lo intenté. El otro día la tía Laura me preguntó si prefería franjas azules en lugar de rojas para las medias del invierno que viene y yo le contesté como contestó Anzonetta cuando le hicieron una pregunta parecida, pero diferente, sobre una bolsa.

Jesús, tu virtud y la sangre de tu corazón,

son mi belleza, mi vestido son.

Y la tía Laura dijo que estaba loca y la tía Elizabeth dijo que era irreverente. Yo sabía que no podía funcionar. Además, Anzonetta no pudo comer nada durante años porque tenía ulcera en el estómago y a mí me encanta comer bien.

El viejo señor Wales de Derry Pond Road se está muriendo de cáncer. Jennie Strang dice que la esposa tiene lista la ropa de luto.

Hoy escribí una biografía de Saucy Sal y una descripción del camino en el bosque de John el Altivo. Las voy a poner junto a esta carta para que puedas leerlas. Buenas noches, papá adorado.

Tu más obediente y humilde servidora.

Emily B. Starr.

P. D. Creo que la tía Laura me quiere. Me gusta que me quieran, papá querido.

E. B. S.