CAPÍTULO SEIS

La «Luna Nueva»

Emily encontró muy agradable el viaje a través de aquel mundo floreciente de junio. Nadie hablaba mucho; hasta Saucy Sal se había resignado al silencio de la desesperanza; de vez en cuando el primo Jimmy hacía un comentario, más para sí mismo, al parecer, que para otra persona. A veces la tía Elizabeth le respondía; a veces, no. Ella siempre hablaba tajantemente y no utilizaba palabras innecesarias.

Se detuvieron a comer en Charlottetown. Emily, que no había tenido apetito desde la muerte de su padre, no pudo comer la carne que la camarera de la posada le puso enfrente. Ante ello, la tía Elizabeth le dijo algo al oído a la camarera, que se fue y volvió al poco rato con una bandeja de rodajas blancas de pollo frío acompañadas de un precioso adorno de lechuga cortada finita.

—¿Puedes comerte eso? —preguntó la tía Elizabeth con severidad, como quien se dirige a un reo que comparece ante un tribunal.

—Lo procuraré —murmuró Emily.

En ese momento estaba demasiado asustada para decir más, pero, cuando había logrado tragar parte del pollo, su cabecita había decidido que había un tema que aclarar.

—Tía Elizabeth… —dijo.

—¿Qué? —contestó la tía Elizabeth, dirigiendo sus ojos azul acero directamente a los ojos turbados de su sobrina.

—Quisiera que entendieras —prosiguió Emily, hablando de forma muy correcta y atildada para asegurarse de que la comprendieran bien— que si no me he comido la carne asada no es porque no me guste. No tenía nada de hambre; y he comido un poco de pollo para complacerte, no porque me guste más.

—Los niños deben comer lo que se les da y no despreciar la comida buena —replicó la tía Elizabeth, con tono severo. Así que Emily sintió que, después de todo, la tía Elizabeth no había entendido, y se sintió desdichada.

Después de comer, la tía Elizabeth le anunció a la tía Laura que harían algunas compras.

—Tenemos que comprarle cosas a la criatura —dijo.

—Por favor, no me llaméis «la criatura» —exclamó Emily—. Me hace sentir como si no perteneciera a nadie. ¿No te gusta mi nombre, tía Elizabeth? A mamá le gustaba mucho. Además, no necesito «cosas». Tengo dos juegos completos de ropa interior, aunque uno está remendado y…

—Chitón —soltó el primo Jimmy, dándole una suave patadita a Emily por debajo de la mesa. El primo Jimmy sólo quería decirle que era mejor dejar que la tía Elizabeth le comprara «cosas» cuando estaba de humor, aunque Emily pensó que la reprendía por mencionar la ropa interior y se sumió en sus pensamientos. La tía Elizabeth siguió hablando con la tía Laura como si no hubiera oído.

—No debe usar ese vestido tan negro ordinario en Blair Water. A través de esa tela se podría colar harina de avena. Es una tontería obligar a vestir de negro a una criatura de diez años. Le compraré un bonito vestido blanco con un cinturón negro, y otro de algodón, a cuadros blancos y negros, para la escuela. Jimmy, dejamos a la criatura contigo. Cuídala.

El método del primo Jimmy para cuidarla fue llevarla a un restaurante de la esquina y atiborrarla de helado. Emily nunca había tenido muchas oportunidades de tomar helado y no fue necesario insistir, a pesar de no tener apetito, para que se comiera dos copas llenas. El primo Jimmy la miraba con satisfacción.

—No sirve de nada que te compre cosas que Elizabeth pueda ver —dijo—. Pero ella no podrá ver lo que está dentro de ti. Aprovecha la oportunidad, que sólo el cielo sabe cuándo tendrás otra.

—¿Nunca coméis helado en la Luna Nueva?

El primo Jimmy negó con la cabeza.

—A tu tía Elizabeth no le gustan las cosas modernas. En la casa vivimos como hace cincuenta años, aunque en la granja, tiene que ceder. En la casa… velas; en la vaquería… las grandes ollas de su abuela para poner la leche. Pero, gatita, la Luna Nueva es un lugar muy bonito, a pesar de todo. Algún día te gustará.

—¿Hay hadas? —preguntó Emily, esperanzada.

—Los bosques están llenos de hadas —respondió el primo Jimmy—. Y el jardín está lleno de aguileñas. Las plantamos a propósito, para las hadas.

Emily suspiró. Desde los ocho años sabía que ya no había más hadas en ningún lado, pero no había abandonado del todo la esperanza de que aún quedaran una o dos en lugares anticuados y lejanos. ¿Y dónde encontrarlas con más probabilidad que en la Luna Nueva?

—¿Hadas de verdad? —interrogó.

—Bueno, debes saber que si un hada fuese de verdad, no sería un hada —dijo el primo Jimmy, muy serio—. ¿O sí?

Antes de que Emily pudiera reflexionar las tías regresaron y pronto estuvieron todos otra vez en camino. Atardecía cuando llegaron a Blair Water: un atardecer rosado que inundaba de color la larga costa arenosa del mar y hacía resaltar el camino rojo y la colina oscurecida por los abetos con fugaz nitidez. Emily miró a su alrededor y el nuevo entorno le gustó. Divisó una gran casa blanca que asomaba a través de un velo de altos árboles viejos (no pequeños abedules recién salidos de la tierra sino árboles que habían amado y sido amados por tres generaciones), un espejito de agua plateada que brillaba a través de los abetos oscuros (el estanque, el Blair Water que daba nombre al lugar, ella ya lo sabía), y la alta aguja dorada y blanca de una iglesia que se erguía por encima de los bosques de arces, en el valle, allá abajo. Pero no fue nada de esto lo que le produjo «el destello». Este vino con la repentina visión de la ventana alta, preciosa, y amistosa, que espiaba a través de las hiedras del techo y sobre la que asomaba una luna nueva, real, dorada y esbelta. Emily estaba fascinada con el paisaje cuando el primo Jimmy la levantó, la saco del coche y la llevó a la cocina.

Emily se sentó en un banco largo de madera, que estaba liso como el satén por los años y los fregados y observó a la tía Elizabeth encendiendo velas aquí y allí en grandes candelabros de latón resplandeciente: en el estante entre las ventanas, sobre el aparador alto donde las hileras de platos blancos y azules comenzaban a hacerle guiños para darle una amistosa bienvenida, sobre la larga mesa del rincón… A medida que las encendía, mágicas «velas de conejos» se encendían fuera de las ventanas, entre los árboles.

Emily nunca antes había visto una cocina como aquélla. Tenía paredes de madera oscura y el techo bajo, atravesado por vigas negras de las que colgaban jamones, tocino, ramitos de hierbas, medias y calcetines nuevos, y muchas otras cosas cuyos nombres y utilidades Emily no consiguió adivinar. El suelo pulido era de un blanco inmaculado, pero a través de los años las tablas habían sido tan restregadas, que los nudos de la madera se elevaban por todas partes como un bonito relieve, y frente a la cocina las tablas habían cedido, haciendo una especie de extraño pozo. En un rincón del techo había un gran agujero cuadrado que, a la luz de las velas, parecía negro y amenazador, y le dio miedo. Algo podía surgir de pronto de un agujero como ése si uno no se ha portado del todo bien. Y las velas arrojaban unas sombras vacilantes y extrañas… Emily no sabía si le gustaba la cocina de la Luna Nueva o no. Era un lugar bastante interesante y pensó que le gustaría describirlo en su viejo cuaderno, si no lo hubiera quemado. De pronto Emily se sorprendió temblando y al borde de las lágrimas:

—¿Tienes frío? —preguntó la tía Laura, cariñosa—. Estas nochecitas de junio todavía son frías. Ven a la salita, Jimmy encendió fuego en el hogar.

Emily, luchando con desesperación para no perder el control de sí misma, fue a la salita. Era mucho más alegre que la cocina. El suelo estaba cubierto de alegres alfombras rayadas tejidas en casa, la mesa tenía un mantel rojo brillante, en las paredes había un precioso papel con un diseño de diamantes, y las cortinas eran de un maravilloso damasco rojo pálido y tenían grandes dibujos de helechos blancos estampados. Eran muy finas, imponentes y típicamente Murray. Emily nunca había visto cortinas como aquéllas. Pero lo más bonito de todo eran los reflejos amistosos del alegre fuego que, desde la chimenea, suavizaba la fantasmagórica luz de las velas con un algo cálido, rosado y dorado. Emily colocó los pies delante del fuego y sintió que revivía su interés por lo que la rodeaba. ¡Qué maravillosas puertas de vidrio emplomado que cerraban los aparadores de la loza a ambos lados de la repisa del hogar, negra y pulida! ¡Qué graciosas sombras arrojaba el adorno tallado sobre el aparador de la pared de atrás! «Parecía el perfil de un negro», pensó Emily. ¡Qué misterios podían ocultarse detrás de las puertas de cristal con cortinitas de chiné de la biblioteca! Los libros eran los amigos de Emily dondequiera que los encontrara. Fue de un salto hacia la biblioteca y abrió la puerta. Pero, nada más ver los lomos de unos libros bastante gordos, apareció la tía Elizabeth, con un jarro de leche y un plato con dos tortitas de harina de avena.

—Emily —dijo la tía Elizabeth, severa—, cierra esa puerta. Recuerda que ahora no debes hurgar en las cosas que no te pertenecen.

—Yo creía que los libros le pertenecían a todo el mundo —replicó Emily.

—Los nuestros no —espetó la tía Elizabeth, y logró transmitir la impresión de que los libros de la Luna Nueva pertenecían a una raza diferente—. Aquí tienes la cena, Emily. Estamos todos tan cansados que no vamos a preparar comida. Come y luego nos iremos a la cama.

Emily bebió la leche y tragó las tortitas de harina de avena, sin dejar de mirar a su alrededor. ¡Qué empapelado tan bonito, con las guirnaldas de rosas dentro de los diamantes dorados! Emily se preguntó si podría «verlo en el aire». Lo intentó… a ver… ahí está a un metro de sus ojos, un precioso dibujo de hadas, suspendido en mitad del aire como en una pantalla. A los seis años Emily descubrió que poseía ese extraño don. Mediante un determinado movimiento de los músculos de los ojos, que no podía explicar, reproducía, en el aire, una réplica diminuta del empapelado de una pared, lo sostenía allí y lo miraba todo el tiempo que quisiera, lo movía hacia atrás y hacia adelante, a cualquier distancia que quisiera, haciéndolo más grande o más pequeño a medida que lo alejaba o lo acercaba. Cuando entraba en una habitación nueva de cualquier parte era una de sus diversiones preferidas: «ver el empapelado en el aire». Y el de la Luna Nueva era el empapelado de hadas más bonito que había visto en su vida.

—¿Qué miras con esos ojos? —preguntó la tía Elizabeth, que reapareció de pronto.

Emily se encerró en sí misma. No podía explicárselo; la tía Elizabeth sería como Ellen Greene y diría que estaba «chiflada».

—No… no miraba nada.

—No me contradigas. Estabas haciendo algo con los ojos —respondió la tía Elizabeth—. No vuelvas a hacerlo. Te da una expresión muy rara. Ven, vamos arriba. Vas a dormir conmigo.

Emily dio un respingo de angustia. Ella pensaba que dormiría con la tía Laura. Dormir con la tía Elizabeth parecía todo un problema. Sin embargo, no se animó a protestar. Subieron al gran dormitorio sombrío de la tía Elizabeth, donde el empapelado era oscuro, lúgubre y jamás podría transformarse en una cortina de hadas; había una cómoda alta, negra con un pequeño espejo de vaivén, tan alto que allí no habría Emily del espejo; las ventanas muy cerradas con cortinas verde oscuro; también había una cama alta con un dosel verde oscuro, un colchón inmenso y almohadas altas y duras.

Emily se quedó inmóvil, mirando a su alrededor.

—¿Por qué no te desvistes? —preguntó la tía Elizabeth.

—No… no me gusta desvestirme delante de ti —balbuceó Emily.

La tía Elizabeth miró a Emily con sus ojos fríos a través de las gafas.

—Quítate la ropa, enseguida —ordenó.

Emily obedeció, temblando de ira y de vergüenza. Era espantoso tener que quitarse la ropa mientras la tía Elizabeth la observaba. Era un ultraje indecible. Peor aún era decir sus oraciones delante de la tía Elizabeth. Emily pensó que no tenía mucho sentido rezar en esas condiciones. El Dios de su padre parecía muy lejano y ella sospechaba que el Dios de la tía Elizabeth era demasiado parecido al de Ellen Greene.

—Métete en la cama —dijo la tía Elizabeth, abriéndola.

Emily miró la ventana oculta por la cortina.

—¿No vas a abrir la ventana, tía Elizabeth?

La tía Elizabeth miró a Emily como si hubiera sugerido quitar el techo.

—¿Abrir la ventana para que entre el aire de la noche? —exclamó—. ¡Claro que no!

—Papá y yo siempre abríamos la ventana —exclamó Emily.

—Con razón murió de tuberculosis —soltó la tía Elizabeth—. El aire de la noche es veneno.

—¿Qué aire hay de noche que no sea el aire de la noche? —preguntó Emily.

—Emily —dijo la tía Elizabeth, con frialdad—, métete… en… la cama.

Emily se metió.

Pero era absolutamente imposible dormir acostada en aquella cama honda que se la tragaba, con una nube de negrura encima y ni un atisbo de luz, y con la tía Elizabeth acostada a su lado, larga, rígida y huesuda.

«Me siento como si estuviera en la cama con un grifo —pensó Emily—. Ay, ay, voy a llorar, sé que voy a llorar».

Luchó desesperadamente y en vano por contener las lágrimas, pero acabarían por salir. Se sentía completamente sola en aquella oscuridad, en medio de un mundo extraño y hostil, pues ahora sí parecía hostil. Y había un sonido misterioso y triste en el aire, lejano, pero nítido. Era el murmullo del mar, pero Emily no lo sabía y le daba miedo. ¡Ay, su camita, en su casa! ¡Ay, la suave respiración de papá en la habitación! ¡Ay, la danza amiga de las estrellas conocidas que brillaban a través de la ventana abierta! ¡Tenía que volver, no podía quedarse allí, allí jamás podría ser feliz! Pero no tenía donde regresar, ni casa, ni padre. Un gran sollozo le brotó del pecho, seguido de otro, y luego de otro. No sirvió de nada apretar las manos y los dientes, ni morderse la parte de dentro de las mejillas: la naturaleza conquistó el orgullo y la resolución e hizo lo que quiso.

—¿Por qué lloras? —preguntó la tía Elizabeth.

A decir verdad, la tía Elizabeth estaba tan incómoda y turbada como Emily. No estaba acostumbrada a dormir con nadie; no quería dormir con Emily más de lo que Emily quería dormir con ella. Pero le parecía absolutamente imposible que la niña durmiera sola en uno de los grandes dormitorios de la Luna Nueva, y Laura tenía problemas para dormir, cualquier cosa la desvelaba; los niños siempre dan patadas, según había oído decir Elizabeth Murray. De modo que no quedaba más remedio que llevarse a Emily a dormir con ella y, habiendo sacrificado su comodidad para cumplir con su desagradable deber, he aquí que aquella criatura difícil y desagradecida no estaba contenta.

—Te pregunté por qué llorabas, Emily —repitió.

—Nostalgia… creo —sollozó Emily.

La tía Elizabeth se molestó.

—Bonita casa tenías para sentir nostalgia —dijo, cortante.

—No era… no era tan elegante como la Luna Nueva —sollozó Emily—, pero… estaba papá. Echo de menos a papá, tía Elizabeth. ¿Tú no te sentiste muy sola cuando murió tu padre?

Involuntariamente, Elizabeth Murray recordó la avergonzada sensación de alivio que sofocó cuando murió el viejo Archibald Murray, aquel viejo de buen porte, intolerante y tiránico, que había manejado a su familia con mano de hierro toda su vida y que había hecho desdichada la existencia en la Luna Nueva durante los cinco años de invalidez que fueron los últimos de su vida. Los Murray que le sobrevivieron se habían portado de manera impecable: lloraron con decoro y publicaron una esquela larga y halagadora. Pero ¿había habido un solo sentimiento genuino de dolor que siguiera a Archibald Murray a la tumba? A Elizabeth no le gustaba aquel recuerdo y se enfado con Emily por evocarlo.

—Me resigné a la voluntad de la Providencia —dijo, con frialdad—. Emily, tienes que entender que debes ser agradecida y obediente y mostrar tu reconocimiento por lo que se hace por ti. No voy a tolerar lágrimas ni quejas. ¿Qué habrías hecho si no hubieras tenido familia que se ocuparan de ti? Respóndeme.

—Supongo que me habría muerto de hambre —admitió Emily, imaginándose de inmediato una dramática imagen de sí misma muerta, exactamente igual a las imágenes de una revista de misioneros que tenía Ellen en la que salían las víctimas de una hambruna que tuvo lugar en la India.

—No exactamente, pero te habrían enviado a un asilo donde probablemente hubieras pasado hambre. No sabes de lo que te has salvado. Has venido a un buen hogar donde se te cuidará y se te educará adecuadamente.

A Emily no le gustó del todo eso de «se te educará adecuadamente». Pero dijo, con humildad:

—Yo sé que has sido muy buena al traerme a la Luna Nueva, tía Elizabeth. Pero no te molestaré mucho tiempo, ¿sabes? Pronto seré adulta y podré ganarme la vida. ¿Cuál crees que es la edad para que una persona pueda ser adulta, tía Elizabeth?

—No tienes por qué pensar en eso —dijo la tía Elizabeth, tajante—. Las mujeres Murray nunca se han visto en la necesidad de ganarse la vida. Lo único que te pedimos es que seas una niña buena y agradecida y te comportes con la prudencia y la humildad que corresponde.

Aquello sonaba horriblemente duro.

—Sí, tía —dijo Emily, decidiendo de pronto ser tan heroica como las niñas de las historias que había leído—. Tal vez después de todo no sea tan difícil, tía Elizabeth —y en ese momento Emily recordó algo que había oído decir una vez a su padre y le pareció que era una buena oportunidad para utilizarlo—, porque, ¿sabes? Dios es bueno y el diablo puede ser peor.

¡Pobre tía Elizabeth! ¡Recibir el impacto de semejante discurso en medio de la noche, y de labios de una pequeña intrusa no deseada en su ordenada vida y en su tranquila cama! ¡No es de extrañar se quedará demasiado paralizada para responder! Luego exclamó, horrorizada:

—Emily, no vuelvas a decir eso.

—Está bien —dijo Emily, dócil—. Pero —agregó, desafiante y en voz baja— seguiré pensándolo.

—Y ahora —precisó la tía Elizabeth—, quiero decirte que si tú estás acostumbrada a charlar toda la noche, yo no. Te ordeno que te duermas y espero que obedezcas. Buenas noches.

El tono del «buenas noches» de la tía Elizabeth habría estropeado la mejor noche del mundo. Pero Emily se quedó muy quietecita y no lloró más, aunque las lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas en la oscuridad durante un buen rato más. Se quedó tan quieta que la tía Elizabeth pensó que se había dormido y se durmió también.

«Me pregunto si habrá alguien despierto en el mundo, además de yo —pensó Emily, sintiendo una soledad angustiosa—. ¡Si al menos tuviera aquí a Saucy Sal! No es tan cariñosa como Mike pero es mejor que nada. ¿Dónde estará? ¿Le habrán dado de comer?».

La tía Elizabeth le había dado al primo Jimmy la canasta con Saucy Sal con un impaciente: «Aquí tienes, ocúpate del gato», y Jimmy se la había llevado. ¿Dónde la había puesto? Tal vez Saucy Sal se escapara a la antigua casa; Emily había oído que los gatos siempre vuelven a su casa. Deseó que ella pudiera salir e irse a su casa; se imaginó a sí misma y a su gata corriendo por los caminos oscuros, iluminados por las estrellas, hasta la casa de la hondonada, volviendo a los abedules, a Adán y Eva, a Mike, al viejo sillón de respaldo alto, a su cama y a la ventana abierta donde la Señora Viento le cantaba y al amanecer uno podía ver el azul de la niebla en las colinas.

«¿Llegará la mañana en algún momento? —pensó Emily—. Tal vez las cosas no parezcan tan malas de mañana».

Y entonces oyó a la Señora Viento en la ventana; oyó el murmullo débil y susurrante de la brisa de una noche de junio, íntimo, querido, amistoso.

—¡Ah! Estás ahí, ¿verdad, querida? —susurró, extendiendo los brazos—. Ay, me alegro tanto de oírte. Me haces sentir tan acompañada, Señora Viento. Ahora ya no me siento sola. ¡Y «el destello» también ha venido! Tenía miedo de que en la Luna Nueva no viniera nunca.

De repente su alma abandonó la prisión de la sofocante cama de plumas de la tía Elizabeth y el lúgubre dosel y las ventanas selladas. Salió al aire libre con la Señora Viento y las otras gitanas de la noche: las luciérnagas, las mariposas, los arroyos, las nubes. A lo largo y a lo ancho, anduvo en un ensueño encantado hasta que llegó a la costa de los sueños y quedó profundamente dormida sobre la almohada gorda y dura, mientras la Señora Viento cantaba suave y seductoramente en la hiedra que cubría la Luna Nueva.