El diamante corta el diamante
Los Murray habían ignorado expresamente a Emily durante el desayuno; cuando terminaron de comer la llamaron al salón.
Estaban todos (la falange entera), y a Emily se le ocurrió, al mirar al tío Wallace sentado al sol de la primavera, que después de todo no había encontrado la palabra adecuada para expresar su característico gesto hosco.
La tía Elizabeth estaba de pie junto a la mesa, seria, con unos papelitos en la mano.
—Emily —dijo—, anoche no pudimos decidir quién te llevaría. Debo puntualizar que, después de observar tu comportamiento, ninguno de nosotros tiene demasiadas ganas de quedarse contigo…
—Ay, Elizabeth —protestó Laura—. Es… es la hija de nuestra hermana.
Elizabeth levantó la mano, en un gesto de reina.
—Estoy hablando yo, Laura. Ten la bondad de no interrumpirme. Como decía, Emily, no pudimos decidir quién se ocuparía de ti. De modo que acordamos, siguiendo una sugerencia del primo Jimmy, que resolveríamos la cuestión echándola a suertes. Tengo nuestros nombres aquí, escritos en estos papelitos. Cogerás uno y aquel cuyo nombre esté escrito te dará un hogar.
La tía Elizabeth extendió los papelitos. Emily temblaba con tanta violencia que al principio no pudo coger ninguno. Era espantoso, parecía que tenía que decidir su propio destino a ciegas.
—Coge uno —dijo la tía Elizabeth.
Emily apretó los dientes, irguió la cabeza con el aire de quien desafía al destino y cogió un papel. La tía Elizabeth lo tomó con una mano temblorosa y lo sostuvo en alto. En él estaba su propio nombre: «Elizabeth Murray». Laura Murray se llevó el pañuelo a los ojos.
—Bien, ya está —dijo el tío Wallace, levantándose aliviado. Voy a tener que darme prisa si quiero tomar el tren. Claro que, en lo que hace a los gastos, yo contribuiré con mi parte, Elizabeth.
—En la Luna Nueva no somos mendigos —soltó la tía Elizabeth, con frialdad—. Ya que me ha tocado a mí llevármela, haré lo que haga falta, Wallace. No voy a eludir mi deber.
«Yo soy su deber —pensó Emily—. Papá decía que a nadie le gusta lo que es un deber. De manera que nunca le voy a gustar a la tía Elizabeth».
—Tienes más orgullo Murray que todos nosotros juntos, Elizabeth —rió el tío Wallace.
Todos lo siguieron fuera, todos excepto la tía Laura. Ella se acercó a Emily, que estaba de pie, sola, en medio de la habitación, y la cogió en brazos.
—Me alegro tanto, Emily, tanto —susurró—. No te preocupes, pequeña. Yo ya te quiero, y la Luna Nueva es un lugar precioso, Emily.
—Tiene… un nombre bonito —dijo Emily, luchando por controlarse—. Yo… yo quería… irme contigo, tía Laura. Creo que voy a llorar, pero no es porque no quiera ir. Mis modales no son tan malos como pensáis, tía Laura, y anoche no me hubiera puesto a escuchar si hubiera sabido que eso no se hace.
—Ya sé que no —dijo la tía Laura.
—Pero no soy una Murray, ¿sabes?
Entonces las palabras de tía Laura sonaron muy extrañas… en labios de una Murray.
—¡Gracias al cielo!
El primo Jimmy siguió a Emily cuando ésta salió de la habitación y la alcanzó en el pequeño vestíbulo. Miró cuidadosamente a su alrededor para asegurarse de que estaban solos y susurró:
—Tu tía Laura es especialista en hacer empanada de manzana, gatita.
Emily pensó que «empanada de manzana» sonaba bien, aunque no sabía qué era. Le susurró al primo Jimmy una pregunta que nunca se habría atrevido a hacerle a la tía Elizabeth, ni siquiera a la tía Laura.
—Primo Jimmy, cuando hagan empanada en la Luna Nueva, ¿me dejarán rebañar el molde y comerme la masa cruda?
—Laura, sí; Elizabeth, no —susurró el primo Jimmy, solemne.
—¿Y poner los pies en la estufa cuando se me enfríen? ¿Y comer una galleta antes de irme a dormir?
—La misma respuesta que antes —dijo el primo Jimmy—. Yo te recitaré mis poesías. Son muy pocas las personas a las que se las recito. He compuesto mil poemas. No están escritos, los tengo todos aquí. —El primo Jimmy se señaló la cabeza.
—¿Es muy difícil escribir poesía? —preguntó Emily, mirando al primo Jimmy con un nuevo respeto.
—Es tan fácil como hacer rodar un leño, si encuentras suficientes rimas —contestó el primo Jimmy.
Aquella mañana se fueron todos, menos los de la Luna Nueva. La tía Elizabeth anunció que se quedarían hasta el día siguiente para empaquetar y llevarse a Emily con ellos.
—Casi todos los muebles son de la casa —dijo—, de modo que no tardaremos mucho tiempo en terminar. Sólo hay que recoger los libros de Douglas Starr y sus pocas pertenencias personales.
—¿Cómo llevaré a mis gatos? —preguntó Emily, preocupada.
La tía Elizabeth la miró.
—¡Gatos! No vas a llevarte ningún gato, señorita.
—¡Pero tengo que llevarme a Mike y a Saucy Sal! —exclamó Emily, desesperada—. No puedo dejarlos. No puedo vivir sin un gato.
—¡Tonterías! En la Luna Nueva hay gatos en el campo, pero no entran nunca en la casa.
—¿A ti no te gustan los gatos? —preguntó Emily, incrédula.
—No, no me gustan los gatos.
—¿No te gusta acariciar a un gato gordo, suave y bueno? —insistió Emily.
—No, preferiría tocar una víbora.
—Hay una preciosa muñeca de cera de tu madre en casa —dijo la tía Laura—. Le haré vestidos.
—No me gustan las muñecas, no hablan —exclamó Emily.
—Los gatos tampoco.
—¡Cómo que no! Mike y Saucy Sal hablan. ¡Ay!, tengo que llevármelos. Por favor, tía Elizabeth. Yo adoro a esos gatos. Y son los únicos seres que me quedan en el mundo que me quieren. ¡Por favor!
—¿Qué es un gato más o menos en cien hectáreas? —dijo el primo Jimmy, tironeándose de la barba—. Llévalos, Elizabeth.
La tía Elizabeth reflexionó un momento. No entendía cómo alguien podía querer a un gato. La tía Elizabeth era una de esas personas que nunca entienden una cosa a menos que se les explique con mucha claridad y se les meta en la cabeza. Entonces pueden entenderlo, pero sólo con el cerebro y no con el corazón.
—Puedes llevarte uno de tus gatos —dijo por fin, con el aire de quien hace una gran concesión—. Sólo uno. No, no discutas. Será mejor que aprendas de una vez por todas, Emily, que cuando yo digo algo, así es. Ya basta, Jimmy.
El primo Jimmy se guardó algo que iba a decir, se metió las manos en los bolsillos y silbó mirando el techo.
—Cuando es no, es no, típico de los Murray. Nacimos todos con esa manía, gatita, y tendrás que soportarla, además tú también la tienes, y mucho. Y dicen que no eres una Murray… Eres una Starr sólo en apariencia.
—No es cierto, yo soy toda Starr, quiero serlo —exclamó Emily—. Ay, pero ¿cómo puedo elegir entre Mike y Saucy Sal?
Era un problema serio. Emily se enfrento a él todo el día, con el corazón oprimido. Ella quería más a Mike; de eso no le cabía duda, pero no podía dejar a Saucy Sal a merced de Ellen. Ellen siempre había odiado a Sal, pero Mike le caía bastante bien y con él sería buena. Ellen iba a volver a su casa de Maywood y quería tener un gato. A última hora de la tarde Emily tomó su amarga decisión. Se llevaría a Saucy Sal.
—Mejor llévate al macho —dijo el primo Jimmy—. Así no tendrás problemas con los gatitos, Emily.
—¡Jimmy! —dijo la tía Elizabeth, severa. A Emily le llamó la atención la severidad. ¿Por qué no se podía hablar de gatitos? Pero no le gustaba que a Mike lo llamaran «el macho». De alguna manera sonaba insultante.
Tampoco le gustó la conmoción y las prisas por empaquetar. Añoraba la antigua tranquilidad y las dulces conversaciones con su padre. Se sentía como alejada de él por influjo de los Murray.
—¿Qué es esto? —preguntó la tía Elizabeth de pronto, deteniéndose un momento. Emily la miró y vio con espanto que la tía Elizabeth tenía en la mano el viejo cuaderno, que lo abría, que estaba leyéndolo. Emily dio un salto y agarró el libro.
—No puedes leer eso, tía Elizabeth —exclamó, indignada—, es mío, mi propiedad privada.
—Vaya arrogancia, señorita Starr —dijo la tía Elizabeth, mirándola—, permíteme que te diga que yo tengo derecho a leer tus libros. Ahora yo soy responsable de ti, no voy a permitir nada oculto o clandestino, que quede claro. Evidentemente, tienes algo ahí que te avergüenza que vean y quiero saber qué es. Dame ese cuaderno.
—No estoy avergonzada de él —exclamó Emily, retrocediendo, apretando su precioso cuaderno contra el pecho—. Pero no quiero que tú… ni nadie… lo vea.
La tía Elizabeth se le acercó.
—Emily Starr, ¿no oyes lo que te digo? Dame ese cuaderno enseguida.
—¡No, no! —Emily se volvió y salió corriendo. Nunca permitiría que la tía Elizabeth leyera su cuaderno. Corrió hacia la cocina, quitó la tapa y metió el cuaderno en el fuego. El cuaderno comenzó a arder alegremente. Emily lo observó, destrozada. Le parecía que parte de sí misma se quemaba con él. Pero la tía Elizabeth no debía verlo nunca, no debía ver todas las cosas que había escrito y le había leído a su padre, todas las fantasías sobre la Señora Viento, sobre la Emily del espejo, sus diálogos con los gatos, lo que había escrito la noche anterior sobre los Murray. Observó cómo se arrugaban y contorsionaban las hojas, como si estuvieran vivas, y luego cómo se ponían negras. Un renglón escrito apareció con toda claridad. «La tía Elizabeth es muy fría y altiva». ¿Y si la tía Elizabeth hubiera leído aquello? ¡Y si lo estaba leyendo ahora! Emily miró, temerosa, por encima del hombro. No, la tía Elizabeth había regresado a la habitación y había cerrado la puerta con lo que, en cualquiera que no fuera una Murray, se habría considerado un portazo. El cuaderno ya era un montoncito deshilachado sobre los carbones blancos. Emily se sentó junto a la cocina y lloró. Sentía que había perdido algo de un valor incalculable. Era terrible pensar que todos aquellos textos tan queridos ya no estaban. Nunca podría volver a escribirlos, al menos no igual, y, aunque pudiera, no se atrevería, nunca se atrevería a escribir nada si la tía Elizabeth tenía que verlo. Su padre nunca insistía en ver sus cosas. Le gustaba leérselas, pero si ella no hubiera querido, él nunca la habría obligado. De pronto, con las lágrimas que le brillaban en las mejillas, Emily escribió una línea en un cuaderno imaginario.
«La tía Elizabeth es fría y altiva, y no es justa».
A la mañana siguiente, mientras el primo Jimmy ataba las cajas en la parte de atrás del coche de doble asiento y la tía Elizabeth le daba a Ellen las últimas instrucciones, Emily se despidió de todo: del Pino Gallo y de Adán y Eva («Me vais a extrañar tanto cuando me haya ido; no habrá nadie aquí para quereros» dijo, melancólica), de la reja en forma de araña, de los vidrios de la ventana de la cocina, del viejo sillón de respaldo alto, del lecho de césped, de los abedules plateados. Luego subió a la ventana de su antiguo dormitorio. A Emily siempre le había parecido que aquella ventana se abría a un mundo de maravilla. En el cuaderno quemado había un texto del que ella estaba especialmente orgullosa: «Descrición del paisage desde mi bentana». Se había sentado allí a soñar; por las noches se arrodillaba allí y rezaba. A veces las estrellas brillaban a través de esa ventana, a veces la lluvia golpeaba contra ella, a veces los pequeños gorriones y las golondrinas la visitaban, a veces un aroma fresco entraba por ella desde el manzano y las lilas, a veces la Señora Viento reía, suspiraba, cantaba y silbaba junto a ella: Emily la había oído en las noches oscuras y en las violentas tormentas blancas del invierno. A la Señora Viento no le dijo adiós, pues sabía que la Señora Viento estaría en la Luna Nueva también, pero le dijo adiós a la ventana y a la colina verde que había amado, y a sus tierras yermas habitadas por las hadas y a la pequeña Emily del espejo. Podría haber otra Emily del espejo en la Luna Nueva, pero no sería la misma. Quitó de la pared la foto del vestido de baile que había cortado de una revista de modas y se la guardó en el bolsillo. Era un vestido precioso, todo de encaje blanco y ramos de capullos, con una cola larguísima de volantes de encaje que seguramente era tan larga como toda una habitación. Emily se había imaginado mil veces a sí misma con aquel vestido, flotando, hecha una reina de belleza, en un salón de baile.
Abajo la esperaban. Emily se despidió de Ellen Greene con bastante indiferencia; nunca le había gustado Ellen Greene y, desde la noche en que le había dicho que su padre iba a morirse, la había odiado y temido.
Ellen asombró a Emily estallando en sollozos y abrazándola, pidiéndole que no la olvidara y llamándola «mi niña adorada».
—Yo no soy tu niña adorada —dijo Emily—, pero te escribiré. ¿Vas a ser buena con Mike?
—Creo que te duele más dejar a ese gato que a mí —sollozó Ellen.
—Ah, claro, por supuesto —dijo Emily, sorprendida de que a alguien le llamara la atención.
Tuvo que recurrir a toda su determinación para no llorar cuando se despidió de Mike, que estaba hecho un ovillo al sol en la hierba que había detrás de la casa.
—Tal vez te vuelva a ver algún día —susurró mientras lo abrazaba—. Estoy segura de que los gatitos buenos van al cielo.
Luego partieron en el coche de asientos dobles y toldo con flecos que siempre usaban los Murray de la Luna Nueva. Emily nunca había viajado en algo tan espléndido. Nunca había viajado mucho. Una o dos veces su padre le había pedido prestado al señor Hubbard su vieja calesa con el poni gris para ir a Charlottetown. La calesa era ruidosa y el poni lento, pero su padre le había hablado durante todo el viaje e hizo del camino una verdadera maravilla.
El primo Jimmy y la tía Elizabeth se sentaron delante, ella muy arrogante con su manto y su cofia de encaje negro. La tía Laura y Emily ocuparon el asiento de atrás, con Saucy Sal en una canasta entre las dos maullando asustada.
Cuando iban por el camino de césped, Emily miró hacia atrás y pensó que la vieja casita marrón en la hondonada tenía un aire desdichado. Habría querido volver corriendo, para consolarla. A pesar de su determinación, se le llenaron los ojos de lágrimas; pero la tía Laura estiró su cálida mano enguantada por encima de la canasta de Saucy Sal y tomó la de Emily, dándole un apretón íntimo y comprensivo.
—Ay, te quiero mucho, tía Laura —susurró Emily.
Y los ojos de la tía Laura eran muy, pero muy azules, y profundos, y bondadosos.