Vigilia en la noche
Emily se quedó inmóvil y miró la cara ancha y colorada de Ellen. Se quedó tan quieta como si se hubiera convertido en piedra. Se sentía como si fuera de piedra. Estaba tan aturdida como si Ellen le hubiera infligido un golpe físico. El color se le fue de la carita, las pupilas se dilataron hasta ocultar el iris y los ojos se convirtieron en lagunas de negrura. El efecto era tan extraño que hasta Ellen Greene se sintió incómoda.
—Te lo digo porque creo que ya es hora de que lo sepas —dijo Ellen—. Hace meses que le vengo insistiendo a tu padre para que te lo diga, pero él lo dejaba siempre para más adelante. Yo le digo: «Usted sabe cómo se toma las cosas muy a pecho y, si un día se cae muerto de repente y ella no está preparada, esa niña sufrirá una gran impresión. Tiene el deber de prepararla», y él me replica: «Todavía hay tiempo, Ellen». Pero nunca ha dicho ni una palabra, y cuando anoche el doctor me confesó que el final puede llegar en cualquier momento, inmediatamente decidí que yo tenía que dártelo a entender, para prepararte. ¡Caramba, niña, no pongas esa cara! Alguien se ocupará de ti. La familia de tu madre se hará cargo, aunque sólo sea por el orgullo de los Murray. No van a permitir que alguien de su propia sangre se muera de hambre o tenga que ir a vivir entre extraños, aunque siempre han odiado a tu padre como si fuera mala hierba. Tendrás una buena casa, mejor de la que tienes aquí. No tienes por qué preocuparte. Y en cuanto a tu padre, tendrías que agradecer que por fin pueda descansar en paz. Se ha estado muriendo minuto a minuto en los últimos cinco años. Se ha mantenido vivo por ti, pero ha sufrido muchísimo. La gente dice que se le rompió el corazón cuando murió tu madre; fue tan de repente… cayó enferma y se murió en tres días. Por eso quiero que sepas lo que va a pasar, para que no te impresiones cuando llegue el momento. ¡Por el amor del cielo, Emily Byrd Starr, no te quedes ahí parada con esa cara! ¡Me impresionas! No eres la primera criatura que queda huérfana ni serás la última; trata de ser razonable. Y, cuidado, no vayas a molestar a tu padre con lo que acabo de decirte. Ahora entra, sal del rocío que te voy a dar una galletita antes de que te acuestes.
Ellen bajó del escalón para darle la mano. A Emily le volvió la facultad del movimiento: si en ese momento Ellen la tocaba, gritaría. Con un chillido súbito, agudo, amargo, evitó la mano de Ellen, atravesó el umbral y subió corriendo la escalera oscura.
Ellen sacudió la cabeza y volvió a la cocina arrastrando los pies.
—Bueno, yo he cumplido con mi deber —reflexionó—. Él iba a seguir diciendo «hay tiempo» y lo dejaría pasar hasta que se muriera y entonces no habría manera de controlar a esa niña. Ahora tendrá tiempo para hacerse a la idea, y en uno o dos días se resignará. Tengo que reconocer que tiene carácter, lo que es una suerte por todo lo que he oído decir de los Murray. No les será fácil amedrentarla. Tiene el mismo orgullo de ellos, y eso la ayudará. ¡Cómo me gustaría decirles a los Murray que él se está muriendo! Pero no me atrevo. Quién sabe lo que es capaz de hacer. Bueno, he aguantado aquí hasta el final y no me arrepiento. Pocas mujeres lo habrían hecho, viviendo como se vive aquí. Es una vergüenza cómo ha criado a esa niña, ni siquiera la mandaba a la escuela. Bueno, yo le he dicho muchas veces cuál era mi opinión… no tengo ningún remordimiento de conciencia; eso es un consuelo. ¡Eh, Sal, apártate de en medio! ¿Y dónde está Mike?
Ellen no podía encontrar a Mike porque estaba arriba, acurrucado en los brazos de Emily, que estaba sentada a oscuras en su camita. En medio de su angustia y su desolación, había un cierto consuelo en sentir la piel suave y esa cabeza redonda y aterciopelada.
Emily no lloraba; miraba fijamente en la oscuridad, tratando de hacer frente a lo que le había dicho Ellen. No lo dudaba, algo le decía que era verdad. ¿Por qué no se moría ella también? No podría seguir viviendo sin su padre.
—Si yo fuera Dios, no permitiría que sucedieran cosas como ésta —dijo.
Sintió que era muy malo decir algo así; una vez Ellen le había dicho que no había nada peor que echarle la culpa de algo a Dios. Pero a ella no le importaba. Tal vez si era bien mala, Dios la haría morir y entonces ella y su padre seguirían juntos.
Pero no ocurrió nada… sólo que Mike se cansó de que lo apretara tanto y se fue. Emily se quedo sola, con un dolor ardiente que parecía haberla inundado por completo y que, sin embargo, no era algo físico. Jamás podría deshacerse de él. No lo remediaría escribiendo en el viejo cuaderno amarillo. Allí había escrito cuando se había ido su maestra de la Escuela Dominical, y cuando tenía hambre antes de irse a dormir, y cuando Ellen le decía que debía de estar loca para hablar de Mujeres del Viento y de destellos; después de escribir sobre estas cosas, dejaban de dolerle. Pero sobre esto no podía escribir. Ni siquiera podía acudir a su padre en busca de consuelo, como hizo cuando se quemó tanto la mano, aquella vez que sin darse cuenta cogió el atizador al rojo vivo. Su padre la había tenido en brazos toda la noche, contándole cuentos, y eso la ayudó a soportar el dolor. Pero, como había dicho Ellen, papá se moriría dentro de una o dos semanas. Emily sintió como si Ellen se lo hubiera dicho hacía años. Seguro que no podía hacer más de una hora que había estado jugando con la Señora Viento en los páramos y mirando la luna nueva en el cielo rosa verdoso.
«El destello no volverá jamás, es imposible», pensó.
Sin embargo, Emily había heredado de sus grandes antepasados algunas cualidades: la fuerza de pelear, de sufrir, de compadecer, de amar profundamente, de disfrutar, de resistir. Esas cualidades estaban dentro de ella y asomaban en sus ojos de un gris purpúreo. En aquel momento su legado de resistencia corrió en su ayuda y la sostuvo. No debía permitir que su padre supiera lo que Ellen le había dicho, podría ofenderlo. Tenía que guardar el secreto para ella y querer a su padre, ay, tanto, en el poco tiempo que todavía lo tendría consigo.
Lo oyó toser en el cuarto de abajo. Tenía que estar en la cama cuando él subiera. Se desvistió con toda la velocidad que le permitieron sus dedos congelados y trepó a la cama, que se hallaba junto a la ventana. Las voces de la suave noche de primavera la llamaban sin que ella les hiciera caso; la Señora Viento silbaba junto al alero, pero no la escuchaba, pues las hadas habitan sólo en el reino de la Felicidad; al no tener alma no pueden entrar en el reino del Dolor.
Permaneció allí, fría, sin lágrimas e inmóvil cuando su padre entró en la habitación. Qué despacio caminaba, qué despacio se quitaba la ropa. ¿Cómo era posible que ella no se hubiera dado cuenta antes? Pero no tosía. Ah, ¿y si Ellen estuviera equivocada? ¿Y si…? Una esperanza absurda le atravesó el corazón oprimido. Dejó escapar un sonido.
Douglas Starr se acercó a la cama. Emily sintió su amada cercanía cuando él se sentó en la silla junto a ella, con su vieja bata roja. ¡Ay, cuánto lo quería! ¡No había en todo el mundo otro padre como él, no podía haber habido jamás otro igual, tan tierno, tan comprensivo, tan maravilloso! Siempre habían sido compañeros, se habían querido mucho…, era imposible que tuvieran que separarse.
—¿Estás dormida, Ojazos?
—No —susurró Emily.
—¿No tienes sueño, preciosa?
—No, no… tengo sueño.
Douglas Starr le cogió la mano y la apretó con fuerza.
—Entonces tendremos nuestra conversación, cariño. Yo tampoco puedo dormir. Quiero decirte algo.
—¡Ay, ya lo sé, ya lo sé! —exclamó Emily—. ¡Ay, papá, ya lo sé! ¡Me lo ha dicho Ellen!
Douglas Starr guardó silencio un momento. Entonces dijo, en un susurro:
—Esa vieja tonta… ¡esa vieja gorda y tonta! —como si la gordura de Ellen fuera un agravante para su tontería. Por última vez, Emily tuvo una esperanza. Tal vez fuera todo un terrible error, nada más que parte de la tontería de Ellen.
—No es… no es cierto, ¿verdad, papá? —murmuró.
—Emily, hija —dijo su padre—, no puedo levantarte, no tengo fuerzas, pero ven y siéntate en mis rodillas, como antes.
Emily salió de la cama y se subió a las rodillas de su padre. Él la envolvió en su vieja bata y la abrazó con fuerza apoyando su cara en la suya.
—Hija querida, queridísima Emilina, es verdad —dijo—. Pensaba decírtelo yo mismo esta noche. Y ahora esa ridícula de Ellen te lo ha dicho, a lo bestia, seguro, y te ha hecho mucho daño. Tiene el cerebro de un mosquito y la sensibilidad de una vaca. ¡Qué los chacales se sienten sobre su tumba! Yo no te habría causado daño, cariño.
Emily luchó por tragar algo que quería ahogarla.
—Papá, no puedo… no puedo soportarlo.
—Sí, puedes, y lo harás. Vivirás porque creo que hay algo que debes hacer. Tú tienes mi talento, pero con algo que yo nunca he tenido. Triunfarás allí donde yo fracasé, Emily. No he sido capaz de darte mucho, cariño, pero he hecho lo que he podido. Creo que te he enseñado algo, a pesar de Ellen Greene. Emily, ¿te acuerdas de tu madre?
—Un poquito, cosas, como retazos de un sueño.
—Cuando murió tenías apenas cuatro años. Nunca he hablado mucho de ella… no podía. Pero esta noche si voy a hacerlo. Ahora no me duele hablar de ella… la veré muy pronto. No te pareces a ella, Emily, excepto cuando sonríes. En cuanto al resto, eres como tu abuela y tocaya. Cuando naciste yo quería llamarte Juliet, igual que mamá, pero ella se negó. Dijo que si te poníamos Juliet yo pronto empezaría a llamarla a ella «mamá» para distinguir a una de otra, y eso ella no iba a consentirlo. Decía que una vez su tía Nancy le había dicho: «La primera vez que tu marido te llame "mamá" se termina el romanticismo». Por eso te pusimos el nombre de mi madre, que de soltera era Emily Byrd. A tu madre, Emily le parecía el nombre más lindo del mundo, porque no era nada común, era vivaz y encantador, decía. Emily, tu madre era la mujer más dulce del mundo.
Le tembló la voz y Emily se apretó más contra él.
—La conocí hace doce años, cuando yo era subdirector del Enterprise de Charlottetown y ella cursaba el último año en Queen’s. Era alta, rubia y de ojos azules. Se parecía un poco a tu tía Laura, pero Laura nunca fue tan guapa. Tenían los ojos muy parecidos, y la voz. Eran de los Murray de Blair Water. Nunca te he hablado mucho de la familia de tu madre, Emily. Viven en la vieja costa norte de Blair Water, en la Granja de la Luna Nueva, y han estado allí desde que el primer Murray llegó del Viejo Mundo, en 1790. El buque en el que viajó se llamaba la Luna Nueva y él le puso ese nombre a su granja.
—Es un nombre precioso, la luna nueva es tan bonita —dijo Emily, interesada por un momento.
—Desde entonces, siempre ha habido un Murray en la Granja de la Luna Nueva. Son una familia orgullosa; el orgullo de los Murray es proverbial en la costa norte, Emily. Bien, tenían algunas cosas de las cuales enorgullecerse, eso no se puede negar, pero lo llevaban demasiado lejos. La gente del lugar los llama «los elegidos».
Crecieron, se multiplicaron y se diseminaron por todas partes, pero de la familia original de la Granja de la Luna Nueva quedan muy pocos. Sólo tus tías Elizabeth y Laura viven ahora allí, con un primo, Jimmy Murray. No se han casado. No pudieron encontrar a nadie lo bastante bueno para una Murray, según se decía. Tu tío Oliver y tu tío Wallace viven en Summerside; tu tía Ruth en Shrewsbury y tu tía abuela Nancy en Priest Pond.
—Priest Pond, «La charca del cura» qué nombre tan interesante, no es bonito como Luna Nueva o Blair Water, pero es interesante —dijo Emily. Sentía los brazos de su padre que la rodeaban y el horror había desaparecido. Durante un rato, había dejado de creer en él.
Douglas Starr acomodó mejor la bata alrededor de su hija, besó la cabeza morena y continuó.
—Elizabeth, Laura, Wallace, Oliver y Ruth son los hijos del viejo Archibald Murray y su primera esposa. A los sesenta años, él volvió a casarse, con una muchacha muy jovencita, que murió al nacer tu madre. Juliet era veinte años más joven que su media familia, como los llamaba. Era guapa y encantadora y todos la querían, la mimaban y estaban muy orgullosos de ella. Cuando se enamoró de mí, un pobre periodista sin nada en el mundo más que su pluma y su ambición, hubo un terremoto en la familia. El orgullo de los Murray no podía tolerarlo de ninguna manera. No voy a repetirte todo, pero se dijeron cosas que yo nunca pude olvidar ni perdonar. Tu madre se casó conmigo, Emily, y los de la Luna Nueva no quisieron saber nada más de ella. ¿Puedes creer que, incluso así, ella jamás se arrepintió de haberse casado conmigo?
Emily levantó una mano y acarició la mejilla hundida de su padre.
—Por supuesto, ¿cómo iba a arrepentirse? Por supuesto que iba a preferirte a ti antes que a todos los Murray de la luna que fuera.
Su padre rió, y reveló un deje de triunfo en su risa.
—Sí, creo que así lo entendía ella. Y fuimos tan felices… ¡Ay Emilina! Nunca hubo dos personas tan felices en el mundo entero. Tú fuiste la hija de esa felicidad. Recuerdo la noche en que naciste, en la casita de Charlottetown. Era mayo, y un viento del poniente arrastraba unas nubes plateadas sobre la luna. Había algunas estrellas. El jardincito (todo lo que teníamos era pequeño, salvo nuestro amor y nuestra felicidad) estaba oscuro y todo florecía. Yo caminaba de arriba abajo por el sendero entre los lechos de violetas que había plantado tu madre, y rezaba. El este pálido comenzaba a resplandecer como una perla rosada cuando alguien vino y me dijo que tenía una hija. Entré, y tu madre, pálida y debilitada, sonrió con aquella sonrisa apacible y maravillosa que yo tanto quería y dijo: «Tenemos… el… único bebé… que importa… en el mundo…, mi amor. ¡Imagínate!».
—Cómo me gustaría que pudiéramos recordar las cosas desde que nacemos —dijo Emily—. Sería fabuloso.
—Creo que tendríamos muchos recuerdos desagradables —replicó su padre, riendo—. No ha de ser muy agradable acostumbrarse a vivir…, no más que a dejar de vivir. Pero nos pareció que a ti no te costaba mucho, porque eras una niña muy buena, Emily. Tuvimos cuatro años más de felicidad hasta que… ¿recuerdas cuando murió tu madre, Emily?
—Recuerdo el funeral, papá, lo recuerdo muy claramente. Tú estabas en medio de una habitación, conmigo en brazos, y mamá estaba justo ante nosotros, acostada en un cajón negro, largo. Y tú llorabas y yo no sabía por qué, y me preguntaba por qué mamá estaba tan blanca y no abría los ojos. Y me incliné y le toqué la mejilla; ¡ay!, estaba tan fría… Me estremecí. Y alguien en la habitación dijo: «¡pobrecita!», y yo me asusté y escondí la cara contra tu hombro.
—Sí, lo recuerdo. La muerte de tu madre fue muy repentina. Mejor no hablemos de eso. Todos los Murray vinieron al funeral. Los Murray tienen ciertas tradiciones y viven muy estrictamente de acuerdo con ellas. Una de ellas es que para la iluminación no ha de usarse nada más que velas en la Luna Nueva y la otra es que no debe llevarse ninguna rencilla más allá de la muerte. Cuando ella murió, vinieron. Habrían venido durante su enfermedad si se hubieran enterado; eso hay que reconocerlo. Y se portaron muy bien, ah, muy bien, por cierto. No por nada eran los Murray de la Luna Nueva. Tu tía Elizabeth se puso su mejor vestido de satén negro para el funeral. Para cualquier funeral que no hubiera sido de un Murray se habría puesto su segundo vestido, y casi no presentaron objeciones cuando dije que tu madre sería enterrada en la parcela de los Starr, en el cementerio de Charlottetown. A ellos les habría gustado llevarla a su propio cementerio en Blair Water (tienen un cementerio propio, ¿sabes?), nada de cualquier cementerio para ellos. Pero tu tío Wallace admitió, generosamente, que una mujer debe pertenecer a la familia de su esposo tanto en la muerte como en la vida. Y entonces se ofrecieron a hacerse cargo de ti y criarte, a «darte el lugar de tu madre». Yo me negué a entregarte. ¿Hice bien, Emily?
—¡Sí, sí, sí! —susurró Emily, abrazándolo más fuerte con cada «sí».
—Le advertí a Oliver Murray, que fue quien me habló sobre ti, que mientras yo viviera no me separaría de mi hija. Me dijo: «Si alguna vez cambias de idea, avísanos». Pero no cambié de idea, ni siquiera tres años después, cuando mi médico me alertó de que dejara el trabajo. «Si no, te doy un año de vida —me dijo—. Si lo dejas, y vives todo lo que puedas al aire libre, te doy tres, posiblemente cuatro». Fue un buen profeta. Vinimos aquí y hemos tenido cuatro preciosos años juntos, ¿no, cariño?
—¡Sí, ay, sí!
—Esos años y lo que te he enseñado son el único legado que puedo dejarte, Emily. Hemos vivido con la pequeña renta vitalicia que me dejó en herencia un viejo tío, un tío que murió antes de casarme con tu madre. Ahora el capital pasa a una sociedad de beneficencia y esta casita es alquilada. Desde un punto de vista material, he sido un fracasado. Pero la familia de tu madre se hará cargo de ti, lo sé. El orgullo de los Murray lo garantiza. Y no pueden evitar quererte. Tal vez tendría que haberlos mandado llamar antes, quizá tendría que hacerlo ahora. No obstante, yo también tengo mi orgullo; los Starr no carecen por completo de tradiciones, y los Murray me dijeron cosas muy duras cuando me casé con tu madre. ¿Quieres que mande un mensaje a la Luna Nueva y les pida que vengan, Emily?
—¡No! —dijo Emily, casi con violencia.
No quería que nadie se interpusiera entre ella y su padre durante los pocos y preciosos días que les quedaban. La idea le parecía repugnante. Ya era bastante malo que tuvieran que venir después. Pero entonces ya nada le importaría mucho.
—Seguiremos juntos hasta el último momento, pequeña. No nos separaremos ni un minuto. Y quiero que seas valiente. No debes tenerle miedo a nada, Emily. La muerte no es terrible. El universo está lleno de amor, y la primavera llega a todas partes; la muerte es como abrir y cerrar una puerta. También hay cosas hermosas del otro lado de esa puerta. Allí encontraré a tu madre, he dudado de muchas cosas, pero nunca de eso. A veces he temido que se me adelantara tanto en los caminos de la eternidad que no lograra alcanzarla. Pero ahora siento que me está esperando. Y los dos te esperaremos a ti, no nos apresuraremos, vagaremos lentamente hasta que nos alcances.
—Quisiera… que me llevaras por esa puerta contigo —susurró Emily.
—Dentro de un tiempo ya no lo desearás. Todavía tienes que aprender lo buena que es la vida. Y la vida tiene algo para ti, lo presiento. Ve a su encuentro sin temores, querida. Sé que no lo sientes así en este momento, pero ya recordarás mis palabras.
—En este momento —dijo Emily, que no podía ocultarle nada a su padre—, siento que ya no quiero a Dios.
Douglas Starr rió con la risa que a Emily más le gustaba. ¡Era una risa tan querida! Contuvo el aliento de la emoción. Sintió que él la abrazaba con más fuerza.
—Sí, claro que lo quieres, cariño. Uno no puede no querer a Dios. Él es Amor. Claro que no tienes que confundirlo con el dios de Ellen Greene.
Emily no supo exactamente qué quería decir su padre. Pero de pronto se dio cuenta de que ya no tenía miedo, de que su pena ya no estaba llena de angustia, y de que su corazón ya no albergaba ese dolor insoportable. Sintió como si el amor la rodeara, exhalado por una especie de Ternura invisible que lo abarcaba todo. No podía sentir temor ni amargura donde había amor, y el amor estaba en todas partes. Su padre cruzaría aquella puerta, no…, iba a descorrer una cortina, esa idea le gustaba más, porque una cortina no es tan dura ni tan rápida como una puerta, y se deslizaría dentro de ese mundo del cual «el destello» le había dado indicios. Él estaría allí, en aquella belleza, nunca demasiado lejos de Emily. Soportaría cualquier cosa aunque sólo fuera por sentir que su padre no estaba demasiado lejos…, sólo al otro lado de aquella cortina oscilante.
Douglas la tuvo en brazos hasta que Emily se quedó dormida y entonces, a pesar de lo débil que estaba, la acostó en la camita.
—Amará profundamente, sufrirá terriblemente, tendrá momentos gloriosos que la compensarán, como yo los he tenido. Que así como la traten los parientes de su madre, así los trate Dios a ellos —murmuró, con la voz cortada.