CAPÍTULO UNO

La casa de la hondonada

La casa de la hondonada quedaba «a un kilómetro de cualquier parte», según decía la gente de Maywood. Estaba situada en un pequeño valle cubierto de hierba y parecía no haber sido construida, sino haber crecido allí como un gran hongo castaño. Se llegaba por un largo camino verde y estaba casi oculta a la vista por un círculo de abedules jóvenes. Desde aquella casita no se veía ninguna otra, pues el pueblo quedaba al otro lado de la colina. Ellen Greene decía que era el lugar más solitario del mundo y juraba que no se habría quedado allí ni un solo día, de no ser porque le daba pena la niña.

Emily no sabía que se compadecían de ella ni sabía que quería decir la palabra soledad. Ella tenía compañía suficiente. Estaban papa, Mike y Saucy Sal; la Señora Viento siempre andaba por los alrededores y había árboles: Adán y Eva, y el Pino Gallo y las amistosas señoritas abedules.

Y, además, estaba «el destello». Ella nunca sabía cuando aparecería y la expectativa la mantenía emocionada y atenta.

Emily había salido a caminar bajo la fría luz del atardecer. Durante toda su vida recordaría intensamente aquel paseo, tal vez por una cierta belleza misteriosa que hubo en él, tal vez porque «el destello» llegó por primera vez tras varias semanas, aunque más probablemente por lo que sucedió al regresar del paseo.

Había sido un día gris y frío de principios de mayo, con una amenaza de lluvia que no llegaba a cumplirse. Papá había estado todo el día recostado en el diván de la salita. Había tosido mucho y casi no había dirigido la palabra a Emily, lo cual era algo muy inusitado en él. Había estado casi todo el tiempo con las manos cruzadas, y con los grandes ojos azules, oscuros y hundidos, fijos en el cielo nublado que se divisaba entre las ramas de los grandes abetos del jardín delantero. Llamaban a aquellos abetos Adán y Eva por un gracioso parecido que Emily había encontrado entre su posición con referencia a un pequeño manzano que había en medio de los dos y la posición de Adán y Eva y el Árbol de la Ciencia en uno de los libros de Ellen Greene. El Árbol de la Ciencia era idéntico al manzano, y Adán y Eva se erigían a ambos lados de éste tan rígidos y erguidos como los abetos.

Emily se preguntó en qué estaría pensando su padre, pero nunca lo molestaba con preguntas cuando él tenía mucha tos. Sólo deseaba tener alguien con quien hablar. Aquel día Ellen Greene tampoco quería hablar. No hacía más que gruñir, lo que quería decir que Ellen estaba molesta por algo. Había gruñido la noche anterior cuando el médico había hablado en susurros con ella en la cocina, y había gruñido al darle a Emily, antes de que se fuera a la cama, pan con melaza. A Emily no le gustaba el pan con melaza, pero se lo comió porque no quería lastimar los sentimientos de Ellen. No era frecuente que Ellen le diera algo de comer antes irse a la cama y, cuando lo hacía, era porque, por alguna razón, quería conferirle un favor especial.

Emily esperaba que el ataque de gruñidos se disipara durante la noche, como por lo general ocurría, pero no fue así, de modo que no podía esperar compañía de Ellen; aunque la verdad es que Ellen tampoco era una gran compañía en otros momentos. Una vez, en un arranque de exasperación, Douglas Starr le había dicho a Emily que «Ellen Greene era una gorda perezosa sin la menor importancia», y, cada vez que Emily miraba a Ellen, después de esa frase, pensaba que la descripción le encajaba a las mil maravillas.

Así pues, Emily se encogió en el viejo sillón de respaldo alto, cómodo y raído, dispuesta a leer El viaje del peregrino durante toda la tarde. Emily adoraba El viaje del peregrino de John Buyan. Cuántas veces había recorrido el camino recto y estrecho con sus personajes Cristiano y Cristiana, aunque nunca las aventuras de Cristiana le gustaban tanto como las de Cristiano, quizá porque con Cristiana siempre había un montón de gente. Ella no ejercía ni la mitad de la fascinación que el personaje intrépido y solitario que se enfrentaba, totalmente solo, a las sombras del Valle Oscuro y al encuentro con Apollyon. La oscuridad y los diablos no son nada cuando uno tiene compañía. Pero… estar sola… ¡ah, Emily se estremecía ante la idea de un horror tan emocionante!

Cuando Ellen anunció que la comida estaba lista, Douglas Starr le dijo a Emily que fuera a comer.

—Yo no quiero cenar esta noche. Me quedaré aquí a descansar. Y cuando vuelvas tendremos una conversación de verdad, duendecito.

Le sonrió con su hermosa sonrisa de siempre, la sonrisa llena de amor que a Emily siempre le parecía tan dulce. Cenó contenta, aunque la comida no era buena. El pan estaba pastoso y el huevo medio crudo pero, cosa extraordinaria, le permitieron tener a Saucy Sal y Mike sentados a su lado, y Ellen gruñía sólo cuando Emily les daba pedacitos de pan con mantequilla.

Mike tenía una forma muy bonita de sentarse sobre las patas traseras y coger los pedacitos de pan con las patas delanteras, y Saucy Sal tenía su truco: le tocaba el tobillo a Emily casi como una persona cuando tardaba en llegarle el turno. Emily los quería a los dos, pero Mike era su preferido. Era un gato gris oscuro precioso, con unos ojos inmensos como los de una lechuza, y era muy suave, tan peludo y gordo. Sal siempre estaba delgada, por más comida que se le diera no engordaba jamás. Emily la quería, pero no le gustaba tanto acariciarla o mimarla, por su delgadez. Sin embargo, había en ella una extraña belleza que a Emily le gustaba. Era gris y blanca, muy blanca, y muy brillante, con una carita larga y puntiaguda, grandes orejas y ojos muy verdes. Era una luchadora temible y vencía a los gatos forasteros al primer asalto. La intrépida guerrera atacaba incluso a perros y los derrotaba por completo.

Emily adoraba a sus gatitos. Los había criado ella misma, como decía con orgullo. Una maestra de la Escuela Dominical se los había regalado cuando eran pequeños.

«Un regalo vivo es muy bonito —le decía a Ellen—, porque sigue haciéndose cada vez más bonito».

Pero le preocupaba mucho el hecho de que Saucy Sal no tuviera gatitos.

—No sé por qué no tiene gatitos —le dijo a Ellen Greene con tono quejumbroso—. La mayoría de los gatos tienen tantos gatitos que ni saben qué hacer con ellos.

Después de cenar Emily fue a ver a su padre y lo encontró dormido. Se alegró mucho; sabía que su padre no había dormido casi nada en las últimas dos noches, pero se sintió un poco desilusionada porque no iban a tener una «conversación de verdad». Las conversaciones «de verdad» con papá eran siempre tan deliciosas. Pero entonces lo que podía hacer, como segunda alternativa, era salir a pasear. Un precioso y solitario paseo en el atardecer gris de la joven primavera. Hacía tanto tiempo que no salía a caminar.

—Ponte una caperuza y vuelve enseguida si empieza a llover —le advirtió Ellen—. Tú no puedes permitirte el lujo de coger frío como otros niños.

—¿Por qué no puedo? —preguntó Emily, algo indignada. ¿Por qué a ella iba a negársele «darse el lujo de coger frío» si otros chicos sí podían? No era justo.

Pero Ellen se limito a gruñir. Emily masculló algo entre dientes sólo para satisfacer sus oídos: «¡Eres una gorda perezosa que no vales nada!»; y subió a buscar su caperuza, a desgana, porque le encantaba correr con la cabeza descubierta. Se puso la desvaída caperuza azul sobre la larga trenza de cabellos brillantes muy negros, y sonrió con complicidad a su imagen del espejito verde. La sonrisa comenzaba en las comisuras de la boca y se extendía sobre su rostro lenta, sutil, maravillosamente, o eso pensaba siempre Douglas Starr. Era la sonrisa de su madre, Juliet Murray, ahora muerta, la que lo había atrapado y conquistado cuando la vio por primera vez, mucho tiempo atrás. Parecía el único rasgo físico que Emily había heredado de su madre. En todo lo demás, pensaba él, ella era como los Starr: los ojos grandes y grises, con un destello de púrpura, las pestañas largas y las cejas negras, la frente blanca y alta (demasiado alta para ser considerada bella), los rasgos delicados del rostro ovalado y la boca sensible, y las orejitas casi puntiagudas, para demostrar que pertenecía a las tribus del país de los duendes.

—Me voy a pasear con la Señora Viento, querida —dijo Emily—. Ojalá pudiera llevarte conmigo. ¿Sales alguna vez de este cuarto? La Señora Viento va a salir al campo esta noche. Es alta y brumosa y viste vaporosas ropas de seda gris que se agitan a su alrededor, y tiene alas como los murciélagos, con la diferencia de que se puede ver a través de ella, y los ojos resplandecientes como las estrellas que miran entre sus largos cabellos sueltos. Puede volar, pero esta noche va a caminar conmigo por los campos. Es una gran amiga mía, la Señora Viento. La conozco desde que yo tenía seis años. Somos viejas amigas, pero no tanto como tú y yo, pequeña Emily del espejo. Nosotras somos amigas desde siempre, ¿verdad?

Arrojó un beso a la pequeña Emily del espejo, y la Emily que se miraba en él desapareció.

La Señora Viento la esperaba afuera, agitando las briznas de hierba que se erguían recto en el lecho situado debajo de la ventana de la salita, balanceando las inmensas copas de Adán y Eva, susurrando entre las verdes ramas brumosas de los abedules, jugando con el Pino Gallo de detrás de la casa, que realmente parecía un gallo grande y ridículo, con su inmensa cola arracimada y la cabeza echada hacia atrás, listo para cantar.

Hacía tanto tiempo que Emily no salía a caminar, que estaba loca de alegría. El invierno había sido tan frío y la nieve tan espesa que no la habían dejado; en abril había llovido y hecho mucho viento, por lo que en aquel atardecer de mayo se sentía como una prisionera recién liberada. ¿Adónde iría? ¿Por el arroyo o hasta los abetos a través de los campos? Emily eligió lo último.

Adoraba los abetos que había más allá de la larga pradera. Era un lugar mágico. Allí, más que en ningún otro lugar, Emily se encontraba más cerca de la esencia de hada consustancial a ella desde su nacimiento. Nadie que la viera deslizándose por el campo desnudo la habría envidiado. Era pequeña y pálida, iba pobremente vestida y a veces temblaba dentro de su delgada chaqueta; pero hasta una reina habría dado con gusto su corona a cambio de las fantasías y los sueños maravillosos de Emily. Las briznas de hierba marrón congelada eran hebras de terciopelo. El viejo abeto, nudoso, lleno de musgo y medio muerto, debajo del cual se detuvo un momento para mirar el cielo, era una columna de mármol en un palacio de los dioses; las distantes colinas en sombras eran las murallas de una ciudad de ensueño. Y, en cuanto a compañeros, ella tenía a todas las hadas del campo, pues aquí podía creer en ellas: las hadas del trébol blanco y de las candelillas, las personitas verdes de la hierba, los elfos de los abetos blancos jóvenes, duendes del viento y de los helechos silvestres y de los cardos. Aquí podía suceder cualquier cosa, cualquier cosa podía volverse realidad.

Y el bosquecillo de abetos era un lugar espléndido para jugar al escondite con la Señora Viento. Allí ella era totalmente real; si conseguías saltar con la rapidez suficiente al otro lado de un grupo de abetos (claro que nunca era posible), podías llegar a verla y sentirla y oírla. Ahí estaba, ése era el borde de su capa gris… no, estaba allá, riendo en la copa de los árboles más altos, y la cacería comenzaba otra vez, hasta que, súbitamente, parecía que la Señora Viento se había ido, y el atardecer quedaba envuelto en un silencio maravilloso: se abría una repentina hendija en las nubes arracimadas en el oeste y aparecía un delicioso lago de cielo, pálido, de un rosa verdoso, con una luna nueva.

Emily se detuvo a mirarlo con las manos enlazadas y la cabecita morena vuelta hacia arriba. Tenía que volver a casa y escribir una descripción de lo que veía en el cuaderno amarillo, donde lo último que había escrito era: «Biografía de Mike». La hermosura de lo que estaba viendo le causaría dolor hasta el momento de poder escribirlo. Entonces se lo leería a papá. No debería olvidar que las ramas de los árboles de la colina se cruzaban como un delicado encaje negro en el cielo rosa verdoso.

Y entonces, por un instante glorioso y sublime, percibió «el destello».

Emily lo llamaba así, aunque sentía que la palabra no lo describía con exactitud. No podía describirlo, ni siquiera a su padre, que siempre parecía algo intrigado por ello. Emily nunca había hablado del «destello» con nadie más.

Desde que tenía uso de razón, Emily siempre había pensado que estaba muy, pero muy cerca, de un mundo de una maravillosa belleza. Entre éste y ella sólo había una delgada cortina; nunca podía descorrer la cortina, pero a veces, durante un momento, el viento la agitaba y entonces era como si vislumbrara el encantador reino del otro lado y oyera una nota de música celestial.

Aquel momento llegaba en raras ocasiones, y desaparecía rápidamente, dejándola sin aliento por su increíble belleza. Ella no podía evocarlo, ni emplazarlo, ni simularlo, pero su magia permanecía en ella durante días. Nunca ocurría dos veces con la misma cosa. Aquella noche se lo habían dado las ramas oscuras que se recortaban contra el cielo distante. Podía llegar con una nota alta, violenta, del viento nocturno; con una sombra ondulante que caía sobre un campo maduro; con un gorrión que se había posado en el alféizar de su ventana en medio de una tormenta; con el cántico «Santo, santo, santo» en la iglesia; con un atisbo del fuego de la cocina al volver a su casa una oscura noche de otoño; con el azul fantasmal de las palmas escarchadas en una ventana en el crepúsculo, con el feliz hallazgo de una palabra nueva cuando ella escribía una «descripción» de algo. Y siempre, cuando le llegaba «el destello», Emily sentía que la vida era algo maravilloso y misterioso, de una belleza eterna.

Volvió correteando a la casa de la hondonada, en medio del crepúsculo cada vez más profundo, entusiasmada con la idea de volver a casa y escribir su «descripción» antes de que la imagen de lo que había visto se borrara. Sabía exactamente cómo empezaría: la oración parecía formarse sola en su cabeza. «La colina me llamó y algo en mí le respondió».

Encontró a Ellen Greene esperándola en el umbral hundido del frente de la casa. Emily estaba tan colmada de felicidad que en aquel momento amaba todo, incluso las cosas gordas que no valían nada. Echó los brazos alrededor de las rodillas de Ellen y las abrazó. Ellen miró, sombría, su carita extasiada, donde el entusiasmo había encendido un rubor de rosas silvestres, y dijo, con un profundo suspiro:

—¿Sabes que tu padre tiene sólo una o dos semanas de vida?